9 de julio de 2007

Un viaje en tren: Gante a Amsterdam


La estación de Gante está particularmente tranquila. Por el Andén 6 pasará entro de unos minutos un tren directo a la frontera Holandesa. Si me apresuro, es posible que lo alcance. El Jefe de tren se acerca a la escalera mecánica, me pregunta si voy a tomar el tren y espera a verme en el vagón antes de dar la señal de salida. Es un vagón de segunda y aunque lo ocupan pocos viajeros, éstos fuman y las volutas de humo más un rancio olor a tabaco no son precisamente los compañeros de viaje que busco. Pronto encuentro otro vagón de no fumadores y me instalo cómodamente al lado de la ventanilla en una butaca con mesa acoplada.


Son las dos y media de la tarde y aunque no hace sol el día es diáfano y el cielo está despejado. El tren corta el paisaje en una interminable recta orientada Este –Noreste. Los campos de labranza alternan con praderas húmedas y cercadas donde vacas aburridas nos miran con desdén. En alguna finca, los tractores siguen trazando surcos subrayados por una incongruente línea blanca. Al acercarnos se aclara el misterio: las gaviotas ocupan como puntos suspensivos cada nuevo surco que se abre en busca de lombrices y otros insectos


El paisaje bucólico y campestre denota sosiego y armonía. Los pueblos parecen un puzzle colocado por manos de gigante par que todo encaje: las casitas de ladrillo rojo y tejado puntiagudo con sus cortinas blancas y festonadas en cada ventana, el jardín delante de la entrada y el pequeño patio con leñera en la parte trasera, el camino para las bicicletas y hasta ocasionalmente el estanque donde conviven cisnes y patos; Todas las casas se arreciman como pulluelos en torno a la Iglesia de ladrillo y tejado de pizarra, con su alto campanario coronado por un gallo o una cruz según se trata de una iglesia católica o protestante.


El cuadro, escapado de la sala Brughel de cualquier museo se repite y se renueva en su inmutable belleza mientras el tren nos acerca a la frontera. De vez en cuando sin embargo, los cables de alta tensión, como trazos de dedos en una foto, reinsertan el paisaje en la realidad. Alguna fábrica aislada, las luces de una estación, el silbido de la máquina en un paso a nivel me sacan de la ensoñación. Viajo de Gante a Ámsterdam con un propósito y es hora de que empiece a preparar mi entrevista.


Las praderas van cediendo terreno a los bosques despejados e inflamados de esplendor. El frío y acerado verde de los abetos alterna con el ocre, marrón y tostado de los castaños, con el amarillo de los altos chopos y con el blanco crema de los sauces y de los olmos que bordean aquí las acequias que drenan los campos y sirven de barrera para que el ganado no se salga de las fincas. Las cuatro de la tarde. Este tren ha llegado a su destino final. Estamos en Roselaard y esto ya es Holanda. Nadie verificó pasaportes, marcó fronteras, hizo ondear banderas. Unos minutos de espera y un nuevo tren, esta vez holandés nos recoge del otro lado del andén. Se trata de no crear excesivos problemas al viajero con equipaje. Nos anuncian que el tren hará un ligero rodeo ya que la línea Roselaard Rotterdam está ocupada por un tren que transporta material radioactivo lo que motiva el desvío de cualquier otro tren. Breda, Tilburg, Bois le Duc, Utrecht, desfilan ante mis ojos y sus nombres evocan campañas de Flandes y libros de historia. Me gustaría no haber estudiado la Historia con tanta frivolidad y poder ahora asociar las ciudades por las que paso a hechos que marcaron los siglos más gloriosos de nuestra historia.


Cae la tarde, oscurece pronto en el norte, una neblina tenue parece cubrir con su velo un enorme pero inerme sol rojo que silueta los contornos de algún molino de aspas y del ganado que aún pasta en los campos. La paleta cromática se unifica y se oscurece por momentos. El agua en las acequias recoge los últimos rayos de sol y traza líneas de plata en el ensombrecido contorno. Pronto las autopistas que convergen hacia la capital, trazan lazos de luz en la noche. Los campos han dado paso a las fábricas, los almacenes, los talleres, los suburbios. La noche se motea de ventanas iluminadas, de calles con anuncios luminosos, con señales de tráfico, con peatones. Chirrían las ruedas en los raíles, el tren frena y traquetea, ya no se puede seguir escribiendo, pero, ¿es necesario? El viaje ha terminado. Amsterdam nos da la bienvenida. Fin de viaje

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