Mirando esta fotografía de un viejo lobo de mar vasco, del Atletic por más señas, pienso como los indios, que le hemos robado un pedazo de alma. Esa mirada ausente, perdida en la lejanía, me habla de barcos, de yodo y sal, de azules profundos, y horizontes sin límites de pesca y esfuerzo, de trabajo y tormentas en alta mar. Pero hoy está en tierra. Está quizá jubilado, pero el azul le deslumbra y le hace entrecerrar los ojos. El bramido de la tormenta y la voz de los viejos marinos perdidos en la mar le llaman.... Su silencio me habla de una vida dura, que le ha cincelado la piel golpe a golpe y la ha surcado de arrugas...
También me habla de serenidad. Arribó a puerto, ha cumplido con la faena y se recrea en los recuerdos. No hay amargura en su rostro. Ignora que le han fotografiado, ignora sobre todo que estamos escudriñando su alma y sus sentimientos. Vive a lomos de dos mundos y las olas mecen sus nostalgias. Al verlo así, ensimismado, me pregunto si cada vez que dejamos que otros plasmen nuestra imagen no estamos también cediendo algo de nosotros mismos, y mucho más de lo que pretendíamos.
El velo de la mujer musulmana es sin duda un anacronismo religioso, pero... ¿no obedecerá también a un afán por parte de los maridos de que no se les escape ni una gota de alma?
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