18 de julio de 2007

Ruido interior


Hoy ha hecho calor en Burgos. Las ventanas abiertas me han rodeado todo el día de voces, ruidos de automóvil, ladridos, gritos juguetones de los chiquillos y ese murmullo incesante al que nos tiene acostumbrados la vida en la ciudad. Pero, a esta hora alta de la noche, todo está tranquilo. Ya no circulan coches ni se oye otro ruido que el de las ocasionales y sordas pisadas de algún transeúnte retardado o recalcitrante.


¿Ningún ruido? Creo que sigue habiendo un ruido orquestal, pero éste se ha alojado en mi cabeza. Mi mente es una caldera que a borbotones hace desfilar imágenes, recuerdos, deseos, caprichos, nostalgias, pesares, más imágenes, anticipaciones, sueños, más deseos, proyectos, y entre medias, alguna idea que como las burbujas de una olla hirviendo, surgen, se inflan y de pronto explotan y desaparecen sin dejar rastro. ¿No es cierto que a menudo hay más ruido en nuestra cabeza que en la calle? ¡Cuántos temores e inquietudes a destiempo! ¡Con que facilidad nuestra imaginación recompone la vida de los demás! ¡Cuántos castillos en el aire que nunca habitaremos! ¡Cuánto sueño vano que nos hace olvidar el aquí y ahora!


Nuestra imaginación, se parece a veces a esas plazas de mercado en las que cada cual proclama a voz en grito sus oropeles y a nadie en particular se dirige. Y, si no sabemos escucharnos a nosotros mismos, si las hojas no nos dejan ver los troncos, ¿cómo vamos a saber escuchar a los demás? Parece que escuchamos, pero sólo oímos voces y palabras vacías de significado. Nuestro discurso interior, como un mantra tibetano, sigue impertérrito y nos impide escuchar de verdad lo que el otro nos quiere transmitir más allá del significado de las palabras.

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