Hoy ha hecho calor en Burgos. Las ventanas abiertas me han rodeado todo el día de voces, ruidos de automóvil, ladridos, gritos juguetones de los chiquillos y ese murmullo incesante al que nos tiene acostumbrados la vida en la ciudad. Pero, a esta hora alta de la noche, todo está tranquilo. Ya no circulan coches ni se oye otro ruido que el de las ocasionales y sordas pisadas de algún transeúnte retardado o recalcitrante.
¿Ningún ruido? Creo que sigue habiendo un ruido orquestal, pero éste se ha alojado en mi cabeza. Mi mente es una caldera que a borbotones hace desfilar imágenes, recuerdos, deseos, caprichos, nostalgias, pesares, más imágenes, anticipaciones, sueños, más deseos, proyectos, y entre medias, alguna idea que como las burbujas de una olla hirviendo, surgen, se inflan y de pronto explotan y desaparecen sin dejar rastro. ¿No es cierto que a menudo hay más ruido en nuestra cabeza que en la calle? ¡Cuántos temores e inquietudes a destiempo! ¡Con que facilidad nuestra imaginación recompone la vida de los demás! ¡Cuántos castillos en el aire que nunca habitaremos! ¡Cuánto sueño vano que nos hace olvidar el aquí y ahora!
Nuestra imaginación, se parece a veces a esas plazas de mercado en las que cada cual proclama a voz en grito sus oropeles y a nadie en particular se dirige. Y, si no sabemos escucharnos a nosotros mismos, si las hojas no nos dejan ver los troncos, ¿cómo vamos a saber escuchar a los demás? Parece que escuchamos, pero sólo oímos voces y palabras vacías de significado. Nuestro discurso interior, como un mantra tibetano, sigue impertérrito y nos impide escuchar de verdad lo que el otro nos quiere transmitir más allá del significado de las palabras.
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