27 de octubre de 2010

Cormac McCarthy: La Carretera

LA CARRETERA
Novela
Cormac McCarthy
Literatura Mondadaori 2007
Título original: The Road 2006
Traducido del inglés por Luis Murillo Fort
210 páginas

Hace unos días que terminé la lectura de “La Carretera” de Cormac McCarthy y debo confesar que no me ha gustado ni la historia ni el estilo de su autor. El crítico literario Harold Bloom puede listarlo entre los cuatro mayores novelistas norteamericanos de su tiempo pero para mi tanto el autor como sus novelas es lúgubre, descarnado y sobre todo desesperanzado.

En “la Carretera nos presenta a dos personajes, un padre y su hijo de diez años, que cargados con sus mochilas donde llevan lo más imprescindible y un carro de supermercado, huyen hacia el Sur. Algo horripilante ha ocurrido donde viven pero no sabemos qué. Poemos sospechar de una tragedia nuclear, aunque no se menciona tal extremo, pero el cielo es gris, sin un atisbo de luz, los árboles y toda vegetación ha muerto, las carreteras están cubiertas de escombros y de ceniza. Ellos huyen hacia el sur, buscando restos de comida, evitando hordas de otros fugitivos violentos y desalmados, sobreviviendo mientras pueden pero en todo momento preparándose y para una muerte que sospechan inminente.

Sus personajes son planos, no tienen nombre y a penas tenemos algún rasgo físico de ellos. Sus conversaciones se limitan a monosílabos, o a breves afirmaciones que se insertan en la narración, sin separación alguna. A penas expresan sentimientos ni en palabra ni en gestos aunque deducimos que ambos personajes viven el uno por y para el otro, y que el padre siente una ternura especial por el niño que no le manifiesta porque trata de endurecerle para que pueda sobrevivir cuando él le falte.

En esta angustiosa desolación se contraponen la inocente bondad del niño, deseoso de compartir y reseguir, pese a todo siendo bueno, y la fría, despiadada intolerancia del padre para quién nada se antepone a la supervivencia.

Novela dura llevada al cine como lo fue también “No es lugar para viejos” y uno se pregunta entonces qué mensaje, ha querido transmitirnos el autor y por qué esta novela ha sido galardonada con el premio Pulitzer 2007.

Es evidente que estamos ante una alegoría y que el autor, voluntariamente ha dejado muchas incógnitas en su planteamiento que nuestra imaginación debe suplir. No hay final feliz ni previsible por lo que todo ese esfuerzo de sufrimiento y de lucha por sobrevivir se convierte en un absurdo carente de toda esperanza. ¿Es ese el futuro que espera a nuestra civilización? ¿Se trata de un viaje iniciático para el niño que debe curtirse ante la sinrazón y la maldad que gobiernan los actos humanos?

Definitivamente prefiero alejarme de esa “Carretera” donde el cielo es siempre gris, donde nunca se ve el sol, lso ríos son negros, el frío intenso, la oscuridad profunda y donde reina un eterno silencio.

Mar inaprehensible


Me estoy ahogando por lograr tu imagen
mar inaprensible
inexplicable mar de mis insomnios.

Miro otra y otra vez más en mi recuerdo
de ti
y no te entiendo.

Y mis manos se extienden casi, casi
crispándose en un llanto
por recoger tu sombra o tu esperanza
mar inaprensible
huidizo mar de mis locuras.

Y mi voz confundida con tu espuma
quiere volar más dentro
de tu noche
y amarte con esa posesión desorbitada
que suscita lo eterno,
mar. Indecible
mar de mis silencios.

Luis Gª Camino Burgos
Todo el mar Un momento

Norte / Sur


Hace unos días leía la sobrecogedora y desesperanza novela “La Carretera” de Cormac McCarthy, y aunque en otra ocasión comentaré el desasosiego que esa lectura me sigue produciendo, me viene hoy a la mente la frecuente identificación que se hace tanto en novela como en cine del Sur como tierra de promisión donde se encuentran tesoros tan importantes como la felicidad y el amor, y sin embargo, se equipara el frío e inhóspito Norte con el lugar donde se encuentra la libertad, la riqueza y el progreso.

Las enormes diferencias climáticas, laborales, medioambientales que encontramos en España y que repercuten sobre la calidad de vida, el buen humor y la alegría de vivir curiosamente las encontramos en el resto de los países europeos y no sólo en el entorno mediterráneo: En Francia contraponemos los húmedos y cenicientos paisajes del Norte con los floridos, soleados y risueños rincones de la Provenza o de la Costa Azul; en Italia nada parece tan opuesto como la febril agitación de Turín o Milán y la sosegada, y alegre indolencia siciliana. Pero es que incluso en Alemania encontramos un marcado contraste entre el impasible prusiano de Hamburgo y el jovial Muniqués con su acordeón, su gorro tirolés y la inseparable jarra de cerveza en la mano.

Encontramos el fenómeno repetido en otros continentes e incluso a nivel mundial donde no acaba de cuajar ese diálogo Norte/sur que por ahora no parece haber servido más que para emborronar papel. Es evidente que estas diferencias en la actitud vital y en los anhelos y necesidades tiene que ver con el clima que a su vez condicional la agricultura, el bienestar y finalmente el desarrollo industrial económico y social de una región. Probablemente, en la pobreza somos todos más capaces de distinguir y disfrutar cualquier plus por encima de la mera supervivencia mientras que en la prosperidad el ansia por ir más allá, llegar más lejos, tener más embota nuestra capacidad para disfrutar de los placeres de la vida que ya tenemos a nuestro alcance.

No es de extrañar pues que el fenómeno Norte / Sur lo encontremos de manera repetida en la literatura y en el cine. En el libro de McCarthy que antes comentaba, los personajes huyen de un paisaje frío y arrasado hacia un sur menos inhóspito a pesar de que nada saben de lo que finalmente encontrarán allí. Victor de Érice, en su película “El Sur”, plantea ese anhelo escondido de su protagonista que se inhibe de su gris existencia en el Norte pensando en un amor no olvidado en el Sur.

En otro sentido bien distinto se expresa Danny Boon en “Bienvenidos al Norte” donde el cartero castigado con un destino en el norte encuentra tanta alegría que no se atreve a confesárselo a su esposa. Y es que, quizá la felicidad no esté tanto en la geografía como en el corazón de los hombres. Ello no impide que los Españoles, muy pragmáticos, al menos en verano, optemos por solución intermedia y enfilemos rumbo al Este o al Sureste.

18 de octubre de 2010

Monet: El puente de Argenteuil


El puente de Argenteuil
Claude Monet 1874
Óleo sobre lienzo 50x 80 cm
Museo d’Orsay

Por más que algunos se empeñen, la belleza nunca podrá ser saqueada. Este cuadro de Monet fue recientemente herido por el puñetazo vandálico de dos gamberros, pero la belleza y la sutil transformación de la pintura impresionista sigue ahí para cuantos a contemplamos.
A partir de la inmediatez de los motivos de Monet, tendemos a ver en ellos casi fotos instantáneas. Olvidamos fácilmente que estos cuadros son en su composición a menudo, muy meditados, casi construidos. Monet se vale con frecuencia de unas simetrías de ejes, algo que otros pintores evitaban lo más posible. Pues este principio de composición determina un efecto plano a costa de la ilusión espacial. Pero esto es lo que le interesa a Monet, pues busca precisamente esta superficialidad que convierte todo el cuadro en un tejido tenso. En el cuadro del Puente de Argenteuil podemos notar este efecto con claridad: Monet ensambla aquí líneas horizontales y verticales estrictas, uniendo así la composición en una estructura enclavada en la superficie. Pero por medio del color que rodea esta estructura, eleva otra vez la superficialidad a espacio: el frente del pilote se distingue significativamente, gracias a su claro tono ocre, del gris verde de los flancos; lo mismo ocurre con la red de las construcciones de los arcos. Y también en el agua vemos dos valores de azul uno junto a otro. El valor más oscuro empuja siempre al más claro, o el claro arrinconado ante la presencia del oscuro. De este modo, en la plana construcción lineal, surge de forma pictórica, mediante los efectos del color, una clara plasticidad de las formas representadas y una profundidad en el espacio del cuadro.

15 de octubre de 2010

Granada


Ya me he sacado del alma una pequeña espina que me molestaba: no conocer Granada. Por fin se ha cumplido mi anhelo y aunque mis manos vuelven vacías, regreso con los ojos llenos de deslumbrantes geometrías. Estaba predispuesto para esta visita pues acababa de leer “La mano de Fátima” que trata de la expulsión de los moriscos de Granada y Córdoba hace 400 años. Por eso, cada paso, cada rincón, evocaba recuerdos y al mismo tiempo me descubría algo presentido que anhelaba conocer.

La planificación de la visita fue perfecta, pues como si de un joyero se tratara, la primera tarde me contenté con ver la Alambra desde el incomparable mirador de San Nicolás. Ante mí, como el cofre del tesoro, se perfilaba la silueta de la Alhambra, mientras poco a poco la tarde caía sobre Granada. Como los niños que contemplan embelesados su golosina preferida sin atreverse a tocarla, así miraba y remiraba esos muros, esas torres impresionantes, deleitándome en el placer diferido y por tanto tiempo ansiado.

Ello me sirvió además para perderme por las callejuelas del Albayzín, antiguo barrio de moros y judíos que vuelve paulatina y silenciosamente a ser reconquistado por sus antiguos moradores a base de pequeñas tiendas de souvenirs, pastelerías e innumerables teterías. Es un barrio para recorrerlo despacio. Sus empinadas cuestas, y el empedrado del firme lo aconsejan, pero también la necesidad de no perderse detalle: esa vieja puerta de madera que conserva la huella de cientos de años y que quizá empujó por última vez alguno de esos moriscos injustamente expulsados de España en 1609, esa casona castellana con sus escudos de cristianos viejos, su zaguán y su fuente adosada a una de las paredes del patio; aquel carmen recluido del que sólo podemos adivinar la belleza a través de los cipreses que sobresalen de sus blancos muros; esa puerta entreabierta que da paso a un patio andaluz, con su surtidor en el centro y numerosas macetas de geranios, ahora algo mustios, en las paredes; la filigrana de un baldosín despostillado, aquella esquina de calle tan estrecha que a decir de un visitante del siglo XIX dos burros no podían cruzarla al mismo tiempo, cientos y cientos de detalles que hay que saborear con tranquilidad mientras cae la tarde sobre Granada.

Amaneció en Granada, pero aún no había llegado el gran día. Tenía cita en la Alhambra para el día siguiente. Por la mañana, tiempo para visitar la ciudad, el Ayuntamiento asentado en el claustro de un antiguo monasterio, la plaza Bib Rambla, La Catedral, La capilla Real, el Corral del Carbón con su magnífico patio emparrado y el rumor de tantas transacciones que albergaron sus muros, la Alcaicería, con sus intricadas callejuelas y diminutas tiendas hoy casi exclusivamente dedicadas a venderme el recuerdo de una ciudad que para mi no precisa de recordatorios. Luego, por la tarde, después de una comida a base de pescadito frito en la calle Navas, y un rato de descanso, la subida al otro barrio de Granada, el Realejo, para visitar el Carmen de los Mártires, y pasear por sus jardines, deleitándome con sus cascadas, sus fuentes, sus románticos rincones y siempre, en Granada, la imponente silueta de la Alhambra vista por su cara sur. ¿Qué mejor manera de terminar el día que viendo caer la tarde sobre la ciudad mientras tomo una cerveza sentado en la terraza del Alhambra Palace?.


Último día de estancia en Granada: quiero estar en la Alhambra desde primera hora. Mi cita con los Palacios Nazaríes es a las diez y media, pero antes quiero ver la Alcazaba, subirme a lo alto de la Torre de la Vela, recorrer los bastiones y el Jardín de los Adarves, leer en silencio los versos de Francisco A. de Icaza “Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada” grabados en el muro de la Torre de la Pólvora. Tengo aún tiempo para visitar el palacio de Carlos V, majestuoso y frío, imponente pero sin alma, y demorarme en el museo para ver de cerca artesonados, vasijas, enlosados, cerámica y azulejos originales del palacio que luego visitaré. Veo también los leones del incomparable Patio, que para mi disgusto no podré ver in situ ya que actualmente están siendo restaurados.

No enumeraré cada uno de los palacios ni el nombre de las salas que visité. Me abstraigo del bullicio multilingüe de los visitantes, de las explicaciones de los guías, de los flashes de las cámaras. Vacío mi mente. Sólo existe este momento: la minuciosa belleza de las filigranas, el detalle aparentemente escondido de una moldura, la geometría de unas columnas, la luz que se filtra a través de unas celosías. Necesito aire, me asomo a una veranda y veo casi a mis pies, blanco y verde oscuro el Albyzín con sus cipreses, sus patios y sus muros encalados. El Patio de los Leones no tiene fuente, pero ahí están sus paredes, sus finas columnas, el juego de la luz en las altas celosías, el festoneado de sus puertas. Despacio, tratando de asimilar tanta belleza, resistiéndome a abandonar este lugar encantado, voy saliendo hacia el Palacio del Partal con sus palmeras, y sus arcadas que se reflejan en el estanque. Luego, siguiendo la murallas paso ante la torre de la Cautiva y la torre de las Infantas, esta última recién restaurada, y me dirijo a los jardines del Generalife que me deparan una sorpresa casi tan sobrecogedora como la que acabo de vivir en los palacios Nazaríes. Esta vez asisto a una sinfonía de agua, luz y color. El juego de surtidores de agua, de estanques, de plantas, setos y flores, las paredes encaladas, los jardines, antiguamente huertos del Palacio, de nuevo las verandas y sus vistas sobre Granada, sobre el Albayzín y sobre la propia Alambra, la luz y el frescor verde de la mañana, me sobrecogen. Quisiera poder hablar con ese tronco de ciprés que según cuenta la leyenda fue testigo de prohibidos amores, sentarme en los peldaños de la escalera del agua, volver a recorrer de nuevo la Alhambra como si esta vez fuera en serio. Quisiera quedarme en Granada.

4 de octubre de 2010

"La mano de Fátima" de IldefosoFalcones


LA MANO DE FÁTIMA
Novela
Ildefonso Falcones
Grijalbo 2009
955 páginas

“La Mano de Fátima” de Ildefonso Falcones viene precedida de la millonaria y quizá inesperada acogida de su primera novela “La Catedral del Mar”. No sé si su merecido prestigio como novelista viene avalado por la minuciosidad de su investigación histórica, pero lo cierto es que para leer esta última novela hay que contar con mucho tiempo o esperar a unas vacaciones, o una larga convalencia. En efecto las más de 950 páginas con las que cuenta se hacen pesadas, en el doble sentido de la palabra, sobre todo cuando se cuenta se unos momentos en el autobús o hasta coger el sueño antes de dormir.

Pero ciertamente, Ildefonso Falcones ha hecho un buen trabajo de investigación histórica. Al leer la novela me he sentido de verdad recorriendo las ciudades de Córdoba y Granada recién conquistadas, he sido testigo de la sublevación de los moriscos de las Alpujarras, de su sometimiento a manos del Gran Capitán, de su deportación hacia Córdoba y otras ciudades castellanas. Pero como en la ocasión anterior, para que el relato se haga no sólo instructivo sino ameno, el autor entreteje una trama novelesca. En esta ocasión se trata de un morisco a caballo entre las dos culturas por haber sido el fruto de la violación de su madre a manos de un sacerdote. Sus ojos azules lo delatan y repudiado por ambas comunidades, apodado el “Nazareno”, lucha por superar todas las penalidades, por prosperar, por aferrarse a las escasas pero sólidas enseñanzas de su mentor, un viejo y tullido alfaquí, y por conciliar lo mejor de ambos pueblos. Hombre fronterizo y enamorado no se resigna a la derrota, y lo mismo progresa y es recompensado por pasados favores que cae en las más absolutas y rocambolescas desgracias.

Estamos ante una novela trepidante en la que en cada página pasan cosas. La longitud de la novela no se debe a tediosas descripciones sino al sinfin de acontecimientos que jalonan la vida de nuestro héroe. Opino que esa es la parte más débil de esta novela. Opino que debería poderse contar en menos páginas manteniendo no obstante la fidelidad a los hechos y una trama suficientemente interesante que nos describa a un hombre que se debate entre dos amores, entre dos religiones, entre dos pueblos; un hombre que busca su libertad y la de su pueblo pero que entiende que el camino de esa liberación no pasa por en enfrentamiento armado. Un hombre que en palabras del propio autor lucha por transmitir una cultura.

Ha sido mucho tiempo el empleado en recorrer esta larga peripecia pero “La mano de Fátima”, título que procede del amuleto que entre los musulmanes es portador de buena fortuna, estará presente cada vez que visite Córdoba, cada vez que oiga mencionar las Alpujarras o cada vez que en un monumento mozárabe, escondida en algún rincón, vea esculpida esa venturosa mano.