27 de junio de 2018

Meter goles sin balón


Ahora que estamos en época de grandes competiciones  futbolísticas me viene a la memoria el día en que mi Jefe me envió a Alemania a meter goles sin balón.
            Semejante petición me dejó desconcertado aunque sospechaba por donde iban los tiros. En efecto, desde hacía algún tiempo teníamos el soplo de que uno de nuestros competidores estaba enviado camiones de jamón cocido a Alemania aunque también sabíamos que  por razones de Sanidad  la exportación de productos cárnicos a Alemania estaba terminantemente prohibida.
            Nos habíamos enterado del nombre de  la empresa destinataria en Hamburgo y de que la mercancía en cuestión  era mercancía  iba envasada en latas ovaladas de 250 grs.  No éramos fabricantes de productos enlatados, por lo tanto yo no tenia balón pero el gol sería  de penalty si lograba enterarme cómo era posible que lograran saltarse la prohibición, qué calidad de producto compraban y  mejor aún a qué precio y en  qué cantidades se comerciaba
            Unas llamadas telefónicas, el nombre de mi empresa,  información sesgada y sobre todo medias verdades  consiguieron   una cita con el director de la empresa de Hamburgo.  Fue una cita rápida y una entrevista de lo más cordial y distendida.  Hablamos de todo lo bueno que hacíamos pero en ningún momento mencioné que ni fabricábamos  productos enlatados  ni teníamos maquinaria para hacerlo y  probablemente ni siquiera disponíamos de una tecnología  contrastada para hacerlo, pero como imaginar es fácil y el nombre de la compañía era conocido mi ofrecimiento  para convertirme en competencia  alternativa  le sonó perfecta a mi interlocutor.
             Sabiendo que el jamón cocido en cuestión no entraba en Alemania sino que quedaba en el  puerto de Hamburgo para los abastecedores de buques  y que el consumo era de aproximadamente un camión mensual  me despedí del Director de la empresa con la promesa de una oferta competitiva tan pronto como regresara a España.
            Lo que menos podía sospechar es que le hubiera caído tan bien al director   para que esa misma tarde me dejara un recado en el hotel incluyéndome en una corta lista de amigos que invitaba a cenar en un conocido restaurante del puerto de Hamburgo para luego  hacernos los honores  de la nueva casa que acababa de comprar y que estrenaríamos  ese misma noche  tomándonos allí mismo unas copas.  Tanta sinceridad por su parte y tanto cinismo por la mía me descolocó por completo y aunque le seguí el juego y me presenté a la cena. Luego, una vez hechos los honores de la casa, me sentí tan mal que apenas terminado el primer trago me despedí de la compañía con la disculpa de que tomaba un avión muy temprano hacia Madrid a la mañana siguiente.
            Meter goles sin balón no es lo mío, y durante todo el viaje de regreso a Madrid estuve preparando mi más sincera explicación de lo ocurrido.  Fui totalmente sincero y sin concesiones ni hacia mí ni hacia mi empresa. Le dije a quien  me había ofrecido su generosa amistad que no merecía tal honor y que una palabra suya bastaría para que perdiera mi puesto de trabajo, pero que quería ser honrado conmigo mismo, que no íbamos a poder cumplir con ninguna de las promesas hechas el día anterior, que me habían enviado a Hamburgo totalmente de farol  y más para espiar lo que hacían nuestros competidores que con  el deseo de ofrecer una alternativa honesta.
            Su contestación  a mi poco profesional confesión sigue grabada en mi mente después de tantos años: “Federico, Gracias por tu sinceridad. Probablemente te hubiera informado de todo lo que te he dicho si me lo hubieras preguntado sin mentiras. Ten la tranquilidad de que nunca mencionaré a nadie lo ocurrido ni tan siquiera como anécdota.  Pero recuerda, si algún día decides trabajar en otra compañía  y necesitas información o ayuda de alguien en Hamburgo siempre podrás contar con J.S.


17 de junio de 2018

Atardecer en la punta del Dichoso





Me siento ausente, lejano, perdido en un mundo de quimeras.
Me escucho y mis pensamientos  suenan huecos, sin eco, y sin melodía.

Se acerca el crepúsculo, pero el sol aún se resiste,  
se niega a zambullirse y desafiante me hiere la vista.
            
La mar, pradera azul y oro en la que sus rizos apenas se estremecen, 
percibe resignada, pero aún lejana, la sábana blanca de la bruma 
que  muy despacio se acerca.
            
Los bañistas ya se han ido, pero aún quedan en el agua 
esos tritones de coraza negra  que inermes ante el frío de la tarde 
amagan algún salto, y a veces, por fortuna, cabalgan durante unos metros
el dorso de una ola desprevenida..

Una gaviota planea y traza un gran círculo en torno a la Punta del Dichoso. 
Sus dominios están seguros y terminada la ronda 
se lanza en flecha hacia las olas pero les tiene cogida la distancia  
y como si sólo se bañara en la espuma de su espuma  
surge disparada, en magnífica parábola hacia el azul del cielo.

Hay más paz en el ambiente que en los rincones oscuros de mi cabeza.. 
Cierro los ojos, trato de acallar la estridencia de esa música interior, 
pero  los pensamientos, alborotados, ruidosos, se entrechocan
 y no me dejan oír el suave murmullo de la tarde.

16 de junio de 2018

Habituarse a las comidas

A los doce años la comida es sobre todo un trámite que nos permite olvidarnos del hambre.. Quizá por  eso y pese a llevar un par de años fuera de casa  la comida no me había planteado ningún problema.  La dieta del internado no difería en gran medida de lo que comíamos en casa. Las patatas, las verduras, las legumbres y el café con leche por la mañana se alternaban  y aunque las ollas eran más grandes, yo no apreciaba grandes diferencias de sabor.
            La única diferencia venia marcada por la disciplina. En el pensionado comíamos a horas fijas, en mesas de cuatro y en completo silencio.  Mientras comíamos, nos leían algún libro de aventuras y a un toque de timbre, por riguroso orden de lista salíamos  al estrado y seguíamos con la lectura del lector anterior..  Si el pasaje era particularmente interesante,  intentábamos una concentración telepática que adelantar el timbrazo que nos librara de  los lectores silabeantes  y o que leían a trompicones. Claro que cuando  la historia era particularmente  interesante no necesitábamos ejercer ningún tipo de vudú, porque los propios profesores, desde lo alto de su estrado  se encargaban de despachar al penoso lector y a veces nombraban a dedeo un lector  que amenizara  el resto de la comida. Sin faltar a la modestia tengo que admitir que muchas  tardes me tocó salir a  leer y a veces tuve la sensación de que el profesor de turno se había olvidado de tocar el timbre, pero  no era momento  de cambiar de lector en medio de una de las más trepidantes aventuras de Sandokan o cuando estábamos leyendo el relato del descubrimiento de la tumba de Tutankamon.
            Cuando llegué al colegio de Francia, sin embargo, las cosas cambiaron para mi.  El hábito de la lectura en el comedor seguía vigente, pero mi soltura en francés ya yo era la misma y  las comidas, más variadas que en España, presentaban a veces  aspectos o sabores contra los que o bien  mi vista o bien mi estómago se rebelaban.  Uno de los platos que se cruzó en mi estómago o quizá mejor en mi imaginación fue la sopa de cebolla.  Por más que yo  intentara ver cebolla en los filamentos transparentes  que parecían nadar en aquel oloroso caldo, mis ojos sólo veían gusanos  como los que recogíamos para ir a pescar en el río, y mi estómago se cerraba en banda y amenazaba  pasar a mayores si me obstinaban o me obligaban a sorber  una   única cucharada.
            Era una norma no escrita del colegio que lo que te ponían en el plato había que comerlo. El chantaje emocional ayudaba.  ¡Cuántos niños pobres desearían tener en sus platos lo que nosotros rechazábamos!  Se había hecho un revuelo en torno a nuestra mesa por lo que pronto un profesor se acercó para conocer la causa de tanto revuelo.
_ ¿Qué pasa aquí?  ¿Qué le pasa a la sopa de cebolla?
_ Que tiene gusanos
            Mi querido profesor debió sentirse profundamente insultado.  La sopa de cebolla es el plato francés por antonomasia  y confundir las sabrosas tiras de “oignon”  con gusanos  era una ofensa que escondía alguna oscura  maquinación.   Sin embargo prevaleció la sensatez.  Yo llevaba en Francia pocas semanas y todavía no había tenido la oportunidad de saborear  y apreciar  la buena  “Cuisine Française”  No le dio más importancia al incidente, y salvo un gesto que podría interpretarse como de desprecio me dejó tranquilo pero  sin cena.
            Ni hecho a posta  a los pocos días nos sirvieron para cenar puerros asados.  Esta vez, obviamente no tenía disculpa alguna para por lo menos   probarlos, y lo intenté, sinceramente lo intenté,  pero pinchar el tenedor, abrirlos con el cuchillo, sentir su olor  y notar que se encabritaba mi estómago fue todo uno. Salí corriendo del comedor y llegué justo a tiempo para  devolver en el aseo lo que llevaba cenado hasta ese momento.
            Muchas de mis comidas de aquel magnífico colegio se convirtieron en un auténtico suplicio y mis relaciones con los profesores responsables del comedor un tira y afloja hecho de amenazas, de promesas, pequeñas victorias y  un progresivo acostumbramiento  estomacal.
            Años más tarde pasando de visita por aquel colegio  alguno de los profesores que aún seguían en el colegio me recordaban por la dichosa sopa de cebolla y me confesaron que estuve en un tris de ser devuelto a casa por mi intolerancia hacia las comidas.
            Han pasado décadas. He racionalizado mis fobias. Soporto el olor de la cebolla, del ajo o del puerro e incluso  admito sin reparo su sabor  pero sigo sin poder contemplarlos en el plato, por eso amigos, si un día comparto vuestra mesa, no os preocupéis, comeré y saborearé el ajo, el puerro o la cebolla, pero hacedme sólo un favor,,, trituradlos bien para que no los vea






10 de junio de 2018

Una bala de cañón y el sonido de una voz


Era una tarde de domingo.  Yo leía plácidamente en el salón  mientras a mi pies, nuestro hijo Alex jugaba con su última adquisición un Famobil  Artillero  pertrechado con su cañón,  y sus bolas redondas y de aspecto plomizo del tamaño de un garbanzo.
De pronto, Alex se gira hacia mi y me señala la nariz donde empiezan a brotar  gruesas gotas de sangre
_          Qué te ha pasado hijo?
Alex no contesta, señala alternativamente su cañón de juguete y una diminuta bolita , una bala de su cañón. El gesto nos dice todo lo demás. Jugando con una de esas balitas se la ha introducido por una de las narinas y no la puede sacar.
Inicialmente no me alarmo excesivamente. Bastará llamar a su madre y mientras yo mantengo al niño tranquilo, ella con un poco de paciencia y unas pinzas de depilar  desalojará  el proyectil de tan fastidioso lugar.
Hay pocos niños tan valientes como el nuestro. Sabe que ha hecho una trastada y por mucho que le duela o por más miedo  que tenga se trata de demostrar que es un chico grande, que no es un quejica  y que sabe hacer frente a esas pequeñas calamidades de  la vida.
Mi mujer se empieza a poner nerviosa, intenta hurgar con las pinzas en las fosas nasales de niño sin hacerle demasiado daño pero  solo consigue que sangre más abundantemente, que empiece a ponerse nervioso y que dos grandes lagrimones  nublen su límpida mirada de cuatro años.
Ahora somos nosotros quienes nos ponemos nerviosos.  En un plis plas nos ponemos ropa de calle y salimos disparados hacia el Servicio de Urgencias del Hospital.  La sangre que sigue manando de la nariz del niño es suficientemente aparatosa para  acortar el tiempo de espera.  Nos hacen pasar rápidamente a una sala de consulta, entra un  médico joven  que probablemente esté haciendo el MIR, se lleva al niño a un rincón de la sale donde le enfoca una potente lámpara y sin volverse hacia nosotros pregunta
_          ¿Qué ha pasado?  ¿Cómo se ha hecho  eso?
Contestar sencillamente  “Jugando con una bala de cañón”  hubiera sido una simplificación tan escueta que hubiera creado más confusión que otra cosa. Debía proporcionar una explicación más elaborada:
_          Verá Doctor, el niño estaba jugando con sus Famobil y  su cañón y debió acertar a meterse una de esas dichosas bolitas por la nariz…
Iba a seguir diciendo que la cosa había ocurrido hacia escasamente una hora pero ya no me dejó  seguir.   El médico se giró hacia mí, se me quedó mirando,  y me dijo.
_          No se preocupe,  Esta batalla está ganada.  Por lo que veo Usted no  se acuerda de mi.  Yo tampoco le reconocí a primera vista. Pero ahora que ha empezado a hablar, su voz me resulta inconfundible. Usted fue mi profesor de francés en  el Colegio Acitain La Salle de Eibar.
            Por las explicaciones que me dio una vez hubo extraído la sanguinolenta bolita de la narina de mi hijo, efectivamente habían pasado unos diez años desde que Asier Iturbe fuera alumno mío de francés en aquel colegio. . Ahora hacía las prácticas del MIR en el hospital de Burgos y yo seguía sin poder colgar ningún recuerdo de aquella tarjeta que prendida sobre el bolsillo superior de su bata lo acreditaba. Yo solo era una voz, pero había servido para identificarme. Espero que al despedirme con mi más sincero agradecimiento, su recuerdo se quedara sólo en eso, una voz, un recuerdo, y  que si alguna otra anécdota viniera  a sumarse a la voz, durara lo que una pompa de jabón en la espuma de aquel día