A los doce años la comida es
sobre todo un trámite que nos permite olvidarnos del hambre.. Quizá por eso y pese a llevar un par de años fuera de
casa la comida no me había planteado
ningún problema. La dieta del internado
no difería en gran medida de lo que comíamos en casa. Las patatas, las
verduras, las legumbres y el café con leche por la mañana se alternaban y aunque las ollas eran más grandes, yo no
apreciaba grandes diferencias de sabor.
La única diferencia venia marcada por la disciplina. En
el pensionado comíamos a horas fijas, en mesas de cuatro y en completo
silencio. Mientras comíamos, nos leían
algún libro de aventuras y a un toque de timbre, por riguroso orden de lista
salíamos al estrado y seguíamos con la
lectura del lector anterior.. Si el
pasaje era particularmente interesante,
intentábamos una concentración telepática que adelantar el timbrazo que
nos librara de los lectores
silabeantes y o que leían a trompicones.
Claro que cuando la historia era
particularmente interesante no
necesitábamos ejercer ningún tipo de vudú, porque los propios profesores, desde
lo alto de su estrado se encargaban de
despachar al penoso lector y a veces nombraban a dedeo un lector que amenizara
el resto de la comida. Sin faltar a la modestia tengo que admitir que
muchas tardes me tocó salir a leer y a veces tuve la sensación de que el
profesor de turno se había olvidado de tocar el timbre, pero no era momento de cambiar de lector en medio de una de las
más trepidantes aventuras de Sandokan o cuando estábamos leyendo el relato del
descubrimiento de la tumba de Tutankamon.
Cuando llegué al colegio de Francia, sin embargo, las
cosas cambiaron para mi. El hábito de la
lectura en el comedor seguía vigente, pero mi soltura en francés ya yo era la
misma y las comidas, más variadas que en
España, presentaban a veces aspectos o
sabores contra los que o bien mi vista o
bien mi estómago se rebelaban. Uno de los
platos que se cruzó en mi estómago o quizá mejor en mi imaginación fue la sopa
de cebolla. Por más que yo intentara ver cebolla en los filamentos
transparentes que parecían nadar en
aquel oloroso caldo, mis ojos sólo veían gusanos como los que recogíamos para ir a pescar en el
río, y mi estómago se cerraba en banda y amenazaba pasar a mayores si me obstinaban o me
obligaban a sorber una única
cucharada.
Era una norma no escrita del colegio que lo que te ponían
en el plato había que comerlo. El chantaje emocional ayudaba. ¡Cuántos niños pobres desearían tener en sus
platos lo que nosotros rechazábamos! Se
había hecho un revuelo en torno a nuestra mesa por lo que pronto un profesor se
acercó para conocer la causa de tanto revuelo.
_ ¿Qué pasa aquí? ¿Qué le pasa a la sopa de cebolla?
_ Que tiene gusanos
Mi querido profesor debió sentirse profundamente
insultado. La sopa de cebolla es el plato
francés por antonomasia y confundir las
sabrosas tiras de “oignon” con
gusanos era una ofensa que escondía
alguna oscura maquinación. Sin embargo prevaleció la sensatez. Yo llevaba en Francia pocas semanas y todavía
no había tenido la oportunidad de saborear
y apreciar la buena “Cuisine Française” No le dio más importancia al incidente, y
salvo un gesto que podría interpretarse como de desprecio me dejó tranquilo
pero sin cena.
Ni hecho a posta a
los pocos días nos sirvieron para cenar puerros asados. Esta vez, obviamente no tenía disculpa alguna
para por lo menos probarlos, y lo intenté, sinceramente lo
intenté, pero pinchar el tenedor,
abrirlos con el cuchillo, sentir su olor
y notar que se encabritaba mi estómago fue todo uno. Salí corriendo del
comedor y llegué justo a tiempo para devolver
en el aseo lo que llevaba cenado hasta ese momento.
Muchas de mis comidas de aquel magnífico colegio se
convirtieron en un auténtico suplicio y mis relaciones con los profesores
responsables del comedor un tira y afloja hecho de amenazas, de promesas,
pequeñas victorias y un progresivo acostumbramiento
estomacal.
Años más tarde pasando de visita por aquel colegio alguno de los profesores que aún seguían en el
colegio me recordaban por la dichosa sopa de cebolla y me confesaron que estuve
en un tris de ser devuelto a casa por mi intolerancia hacia las comidas.
Han pasado décadas. He racionalizado mis fobias. Soporto
el olor de la cebolla, del ajo o del puerro e incluso admito sin reparo su sabor pero sigo sin poder contemplarlos en el
plato, por eso amigos, si un día comparto vuestra mesa, no os preocupéis,
comeré y saborearé el ajo, el puerro o la cebolla, pero hacedme sólo un
favor,,, trituradlos bien para que no los vea
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