16 de junio de 2018

Habituarse a las comidas

A los doce años la comida es sobre todo un trámite que nos permite olvidarnos del hambre.. Quizá por  eso y pese a llevar un par de años fuera de casa  la comida no me había planteado ningún problema.  La dieta del internado no difería en gran medida de lo que comíamos en casa. Las patatas, las verduras, las legumbres y el café con leche por la mañana se alternaban  y aunque las ollas eran más grandes, yo no apreciaba grandes diferencias de sabor.
            La única diferencia venia marcada por la disciplina. En el pensionado comíamos a horas fijas, en mesas de cuatro y en completo silencio.  Mientras comíamos, nos leían algún libro de aventuras y a un toque de timbre, por riguroso orden de lista salíamos  al estrado y seguíamos con la lectura del lector anterior..  Si el pasaje era particularmente interesante,  intentábamos una concentración telepática que adelantar el timbrazo que nos librara de  los lectores silabeantes  y o que leían a trompicones. Claro que cuando  la historia era particularmente  interesante no necesitábamos ejercer ningún tipo de vudú, porque los propios profesores, desde lo alto de su estrado  se encargaban de despachar al penoso lector y a veces nombraban a dedeo un lector  que amenizara  el resto de la comida. Sin faltar a la modestia tengo que admitir que muchas  tardes me tocó salir a  leer y a veces tuve la sensación de que el profesor de turno se había olvidado de tocar el timbre, pero  no era momento  de cambiar de lector en medio de una de las más trepidantes aventuras de Sandokan o cuando estábamos leyendo el relato del descubrimiento de la tumba de Tutankamon.
            Cuando llegué al colegio de Francia, sin embargo, las cosas cambiaron para mi.  El hábito de la lectura en el comedor seguía vigente, pero mi soltura en francés ya yo era la misma y  las comidas, más variadas que en España, presentaban a veces  aspectos o sabores contra los que o bien  mi vista o bien mi estómago se rebelaban.  Uno de los platos que se cruzó en mi estómago o quizá mejor en mi imaginación fue la sopa de cebolla.  Por más que yo  intentara ver cebolla en los filamentos transparentes  que parecían nadar en aquel oloroso caldo, mis ojos sólo veían gusanos  como los que recogíamos para ir a pescar en el río, y mi estómago se cerraba en banda y amenazaba  pasar a mayores si me obstinaban o me obligaban a sorber  una   única cucharada.
            Era una norma no escrita del colegio que lo que te ponían en el plato había que comerlo. El chantaje emocional ayudaba.  ¡Cuántos niños pobres desearían tener en sus platos lo que nosotros rechazábamos!  Se había hecho un revuelo en torno a nuestra mesa por lo que pronto un profesor se acercó para conocer la causa de tanto revuelo.
_ ¿Qué pasa aquí?  ¿Qué le pasa a la sopa de cebolla?
_ Que tiene gusanos
            Mi querido profesor debió sentirse profundamente insultado.  La sopa de cebolla es el plato francés por antonomasia  y confundir las sabrosas tiras de “oignon”  con gusanos  era una ofensa que escondía alguna oscura  maquinación.   Sin embargo prevaleció la sensatez.  Yo llevaba en Francia pocas semanas y todavía no había tenido la oportunidad de saborear  y apreciar  la buena  “Cuisine Française”  No le dio más importancia al incidente, y salvo un gesto que podría interpretarse como de desprecio me dejó tranquilo pero  sin cena.
            Ni hecho a posta  a los pocos días nos sirvieron para cenar puerros asados.  Esta vez, obviamente no tenía disculpa alguna para por lo menos   probarlos, y lo intenté, sinceramente lo intenté,  pero pinchar el tenedor, abrirlos con el cuchillo, sentir su olor  y notar que se encabritaba mi estómago fue todo uno. Salí corriendo del comedor y llegué justo a tiempo para  devolver en el aseo lo que llevaba cenado hasta ese momento.
            Muchas de mis comidas de aquel magnífico colegio se convirtieron en un auténtico suplicio y mis relaciones con los profesores responsables del comedor un tira y afloja hecho de amenazas, de promesas, pequeñas victorias y  un progresivo acostumbramiento  estomacal.
            Años más tarde pasando de visita por aquel colegio  alguno de los profesores que aún seguían en el colegio me recordaban por la dichosa sopa de cebolla y me confesaron que estuve en un tris de ser devuelto a casa por mi intolerancia hacia las comidas.
            Han pasado décadas. He racionalizado mis fobias. Soporto el olor de la cebolla, del ajo o del puerro e incluso  admito sin reparo su sabor  pero sigo sin poder contemplarlos en el plato, por eso amigos, si un día comparto vuestra mesa, no os preocupéis, comeré y saborearé el ajo, el puerro o la cebolla, pero hacedme sólo un favor,,, trituradlos bien para que no los vea






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