30 de junio de 2007

Portugal


Sentado en el sillón leo el último libro de viajes de Javier Reverte, La aventura de viajar y compruebo una vez más que cuesta tiempo, que se malgastan años trotando por el mundo, cámara en ristre, hasta que uno se da cuenta de que recorrer etapas no es viajar. Llevando la reflexión casi al absurdo me atrevo a decir que no se ha estado en un lugar hasta que no se ha vuelto a él , y con renovada emoción, recorrido sus calles, sus monumentos, sus parajes y paisajes y se vuelve a ver esos lugares por segunda vez interiorizando sentimientos en lugar de captar imágenes. Ocurre a veces, sin embargo, que el tiempo entre una escala y la siguiente se ha dilatado, nuestras circunstancias han cambiado o lo que vemos ha sufrido tal transformación que nos cuesta reconocer en la contemplación de hoy las imágenes que nuestra pupila grabó en el viaje inicial.


Esto es lo que año tras año ha ido sucediendo en mis reiterados viajes a Portugal. El trabajo pero también las vacaciones y los viajes con la familia me han llevado una y otra vez a ese pequeño pero bello país. He estado en múltiples ocasiones en Oporto, en el Algarbe y sobre todo en Lisboa. Nunca el viaje ha sido monótono ni aburrido, nunca he tenido la sensación de haber viajado en balde. Sin embargo, tengo la impresión de que los sucesivos viajes, a cualquier punto de la geografía portuguesa han sido como pequeños retoques, matices de color que se han ido aplicando al boceto inicial cuyos rasgos fundamentales quedaron dibujados con trazos leves pero indelebles en mi primer viaje.


Fue a mediados de 1975 cuando viajé por primera vez a Lisboa enviado por la Empresa en un viaje exploratorio de negocios. Treinta años más tarde aún recuerdo las personas con las que me encontré, los rincones de Lisboa que me llamaron la atención y las sensaciones que quedaron grabadas en mi memoria y que conformaron la actitud positiva que siempre he sentido hacia el país vecino. Por aquel entonces, Portugal llevaba al menos 15 años de atraso sobre España que a su vez parecía ir retrasada en más de 10 años sobre el resto de Europa. En Portugal esto era particularmente evidente en los espléndidos edificios de la Avenida de la Libertad que leprosos y desconchados no habían recibido una mano de pintura en los últimos 50 años. Se veía también en el parque automovilístico, en los taxis desvencijados, de puertas desencajadas y amortiguadores chirriantes, casi siempre con luces incompletas, y motores Mercedes que probablemente habían hecho su primer millón de kilómetros en el país de origen. Las calles tenían “buracos” o socavones monumentales que había que sortear sin perder de vista a los demás conductores que se cruzaban, gesticulaban, adelantaban por la izquierda o la derecha según les venía en gana y se jugaban la vida y ponían en peligro la de los demás en la carretera que bordea la desembocadura del Tajo entre Lisboa y Estoril.


Al lado de esas impresiones fuertes, otras menos amenazantes, quedaron permanentemente ancladas en la memoria: la visión y el recorrido por encima del puente colgante 25 de Abril, cuya esbelta silueta roja, semejante a la del Golden Gate de San Francisco, parece abrazar y despedirse del río Tajo que está a punto de convertirse en mar; el monumento a los Descubridores como una proa rumbo al Oeste; la filigrana del Monasterio de los Jerónimos; el romper de las olas contra el faro de Cascais; el viento silbando entre las rocas de Guinxo y el verdor húmedo y lujuriante de Sintra con sus recónditos palacetes rosados y su increíble Palacio Nacional que nos cuenta largas y románticas historias en sus muros recubiertos de espléndidos mosaicos azules. Resuenan aún en mis oídos las pisadas por las empedradas calles de Alfama y, de vez en cuando esas ráfagas de voz desgarrada desgranando un fado en alguna de las tabernas casi escondidas tras los anónimos portalones. Y, entre voces y música, evoco aún los efluvios de las parrilladas de marisco en alguno de los restaurantes al aire libre de Cascais, o saboreo aún los suculentos lenguados a la parrilla regados con el vino verde de Quinta de Aveleda. Monumentos, colores, olores, sonidos y música son como la paleta cromática que se ha ido convirtiendo a lo largo de los años en un paisaje único, personal e intransferible.


Soy plenamente consciente de los cambios que en Portugal y en particular en Lisboa, se han ido produciendo a lo largo de estos treinta años: Se han creado carreteras nuevas y el tráfico, aunque intenso ya no es una pesadilla, el parque automovilístico se ha renovado, la Avenida de la Libertad está llena de edificios modernos donde brilla el acero y se reflejan las fachadas contra las magníficas cristaleras de los Bancos. La ciudad bulle y se mueve sin descanso y el aeropuerto es en todo momento la prueba evidente del dinamismo de nuestros vecinos, tan dotados para los idiomas a pesar de haber estado relegados durante tantos años “tras os montes” Portugal es un país conocido, recorrido y amado, porque a medida que he ido escribiendo estas líneas es como si viese, oliese, oyese aún lo que trato de describir. Así quisiera recordar todos los países que conozco. Así podría contemplarlos uno a uno y viajar a ellos con la imaginación como esos estetas misóginos que se recorren todos los días su colección privada de obras maestras. Hoy mejor que nunca puedo decir que viajar, aunque sea con la imaginación, oxigena el alma.

26 de junio de 2007

Chipre del Norte y Famagusta



Long Beach, Famagusta, República del Norte del Chipre

El sol, como un disco incandescente, se acaba de ocultar detrás de la colina en cuya suave y arcillosa ladera se agrupan los bungalows. Son blancos, rústicos, casi espartanos. Saludan por sus grandes ventanales al sol naciente que, como Afrodita, surge de un mar en calma que pronto se vestirá de un azul refulgente. Las fachadas miran a poniente para despedirse con cortesía y empaparse aún de las últimas luces de la tarde que tiñen de rojo anaranjado las paredes encaladas y de un tono cobrizo los rostros de los veraneantes.

Durante unos minutos se hace un gran silencio. La albura de las paredes ya no daña la vista, las buganvillas, los geranios, los hibiscos y las palmeras enanas destacan con más nitidez en esta anunciada penumbra.

Estamos en una antigua Colonia Inglesa y ni el tiempo ni la política parecen haber cambiado las costumbres del viejo Imperio: la piscina ha quedado desierta, el silencio sólo se ve interrumpido por los aspersores que se afanan en dar verdor a este trozo de desierto a orillas del mar y por el apaciguante arrullo de unas olas que como una sonrisa se esbozan en el azul cristalino del mar. Curiosamente no se oye aún el chirriar de grillos y chicharras, pero a medida que me acerco al edificio social me llegan retazos de conversaciones y el entrechocar de cuchillos y tenedores que dicen bien a las claras que aquí, como en Londres se cena a las ocho. Por lo demás, con kilómetros de playa de arenas finas la rutina se establece muy pronto: nadar en el mar y en la piscina, caminar, leer, escribir y por la noche quedar embelesado contemplando un cielo cuajado de estrellas que en nuestras latitudes la contaminación lumínica nos impide apreciar.

La falta de transporte público no nos amedrenta. Pedimos un taxi que nos lleve a un pueblo de pescadores cercano al complejo donde podemos cenar a nuestras horas, degustar la pesca del día y escuchar música en directo viendo como las familias del pueblo, disfrutan de la cena que se convierte en acto social donde bailan indiferentes a quien les mire, concentrados en expresar su alegría de vivir, manifestando intensamente sus emociones a través de la música y el ritmo. El pescado a la plancha es excelente y como viene precedido de los típicos “meze” no necesitamos pedir entremeses. La temperatura se ha suavizado y cenar en una terraza bajo los árboles y con música en directo es una experiencia apaciguante. El busuki o mandolina y una especie de flauta turca dominan y monotonizan la melodía. De vez en cuando cambia el ritmo, sube el tono, prestamos de nuevo atención a la música, pero segundos más tarde dejamos que nos envuelva como telón de fondo de nuestra conversación. Rompiendo la rutina salimos en viaje de exploración a Famagusta. Fue en el siglo X y XI una ciudad de los francos y cruzados camino de liberar los santos lugares. Se trata de una ciudad que conserva intactas sus murallas de más de ocho metros de grosor, que intenta restaurar la fortaleza y que ha convertido la magnífica catedral románica en una mezquita. No puedo por menos de pensar en como nosotros hemos cristianizado la mezquita de Córdoba y no puedo sino aceptar que la historia se superpone en sus monumentos y los adapta a los tiempos que toca vivir. Las diferentes épocas como las hojas de una cebolla se van recubriendo e influyendo formando la cultura viva de los pueblos.

Chipre, particularmente en su zona norte, está plagada de reliquias y vestigios de las Cruzadas. Se dice que Ricardo Corazón de León dejó en Chipre varias fortalezas y castillos amén de abadías y monasterios. Visitamos uno de ellos en Kyrenia, pequeño pueblo pesquero que concentra gran parte del turismo de esta zona de la isla. La fortaleza que domina el recóndito y bien abrigado puerto data del Siglo XI pero en su torreón han ondeado los gallardetes de los cruzados, los estandartes otomanos, la bandera veneciana, la bandera turca, la inglesa, la chipriota y en la actualidad turco-chipriota En la colina que se eleva por encima de Kyrenia visitamos un monasterio de una Orden Militar en puro estilo románico, con un increíble claustro en cuyo centro se yerguen cuatro cipreses que respiran salud y que harían palidecer el “inhiesto ciprés de Silos”.

Pero la semana toca a su fin. Hay que levantarse cuando la noche está recién estrenada, y ese magnífico cielo estrellado con la ayuda de Perseo, nos obsequia a las cuatro de la mañana, como regalo de despedida, con una maravillosa lluvia de estrellas. Las lágrimas de San Lorenzo seguramente no se vierten porque nos vamos, pero me siento lo suficientemente compungido de no haber aprovechado mejor estos días, como para echar yo también alguna lagrima si no fuera porque la rutina de la vida, nos vuelve cada día más insensibles y menos propensos a las emociones sencillas.

24 de junio de 2007

Reflejos











La intimidad

Mientras navego con determinación hacia los profundos mares de la edad y dejo una mayor estela detrás de mí, considero que nada es más importante que la relación que uno tiene consigo mismo y con los demás. No es la profesión, ni mantener la casa en un orden perfecto, ni acumular posiciones. Aprender a amar, a ser sincero y permitir delicadamente que los demás entren en nuestro corazón, son los verdaderos desafíos para los cuales hemos nacido.
Cuando somos capaces de hacer la transición entre sobrevivir y vivir, seremos capaces de pasar del aislamiento a la intimidad. La invitación puede venir de la mano de una esposa, un marido, un amante o un amigo.

La intimidad requiere en todos los casos que todas las personas involucradas en una relación seamos individuos íntegros. La co-dependencia no es intimidad. Identificarse totalmente con otra persona hasta llegar a perder la identidad propia tampoco es intimidad.

Existe intimidad cuando dos personas que tienen su propia vida y asumen sus fallos y sus verdades, sus necesidades y sus dones se dicen mutuamente: “Este soy yo. Te estoy viendo. Estoy deseando decir la verdad, cometer errores, perdonar, confiar, recibir, dar, aceptar nuestras diferencias, discutir, reír y permanecer cerca de ti respetándote”.

No todas las personas que tienen una relación íntima son amantes. No todos los amantes tienen una relación íntima. Una amistad puede alcanzar una gran intimidad y no incluir sexo. No todas las personas que tienen una relación íntima se casa. No todas las parejas son amigas íntimas. El matrimonio es una gran oportunidad para acceder a la intimidad, pero muchas parejas la pierden.

Todos cometemos errores en relación con la intimidad. Lo que es correcto para algunos puede resultar difícil para la relación, o viceversa. Todos tenemos momentos de desconsideración hacia los demás en los que nos centramos en nosotros mismos. Proponemos una separación, acaso sin advertirlo, cuando estamos tan pendientes de nosotros mismos que esperamos que los demás se anticipen a nuestras necesidades o cuando damos por hecho su benevolencia. Una persona sana se mueve entre la conciencia de sí misma y la conciencia de la relación.

Cuando dos personas unen sus vidas, es importante que sigan manteniendo su individualidad. Esto puede querer decir pasar un tiempo juntos, pero no todo el tiempo (por ejemplo, leer o ir al cine), tener un tiempo individual y un tiempo para disfrutar con otras personas. Alguien que está acostumbrado a vivir solo necesita períodos de silencio y reflexión para centrarse. Cuando las personas comienzan a convivir, los proyectos individuales siguen vigentes.

El esplendor en la hierba


Aunque mis ojos
ya no puedan ver ese puro destello
que me deslumbraba.
Aunque ya nada pueda devolver la hora
del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no hay que afligirse.
Porque la belleza
siempre subsiste en el recuerdo.

William Wordsworth

23 de junio de 2007

23 de Junio 2007


Las fiestas de San Pedro y San Pablo se inician en Burgos y lo hacen con una ofrenda floral a Santa María la Mayor, patrona de la ciudad.

Las diferentes Peñas, Asociaciones, Casas Regionales, Clubs y demás entidades locales desfilan con cestasy ramos de flores por el Paseo del Espolón y el Arco de Santa María hasta llegar a la Plaza del Rey San Fernando donde tiene lugar la ofrenda.


La Junta Directiva de la Asociación Cabezas de Famila Juan XXIII hemos desfilados tras nuestra insignia y acompañados por nuestras Reinas Mayor e infantil así como por sus Damas de Honor.
A pesar de los más de 30 años vividos en Burgos es la primera vez que participo en un acto que me ha parecido vistoso y emotivo.


Se dice a veces que el hábito no hace al monje pero el hecho de habernos puesto el fajín verde el pañuelo Amarillo de la Asociación el rojo de las fiestas ha hecho que de alguna manera, por dentro me sintiera diferente; como más alegre, más abierto, más predispuesto en una palabra a zambullirme en el ambiente y disfrutar de cada momento sin más pensamiento que el de los minutos preciosos que estaba viviendo.


Al final todos los asistentes, en el Paseo del Espolón cantamos a pleno pulmón el himno a Burgos dando por finalizada la ceremonia y abierta una larga semana de festejos, fuegos artificiales, teatros, títeres callejeros, conciertos y demás actividades festivas.

22 de junio de 2007

Camino de hierro


Camino de Hierro
Premio Primavera 2007
Nativel Preciado
Espasa Calpe 2007
Ámbito Cultural
235 páginas.

Me gustaría decir que el nuevo libro de Nativel Preciado me ha gustado y ciertamente algunas partes me han parecido muy buenas, pero creo que la autora, ha escrito dos o tres novelas paralelas que como las muñecas rusas pero de forma más forzada ha tratado de encajar unas dentro de las otras. Tanto el título como la intención primigenia de la obra parece ser la recuperación de la memoria histórica de los miles de personas que murieron el León en el transcurso de la guerra civil.


Ignoro la base personal que ha podido inspirar el relato, pero creo que si quiere ser absolutamente sincera como novelista debe respetar las reglas de juego y no mezclar datos absolutamente ciertos tales como nombres de calles o de personas conocidas, con la ficción. Debo decir que soy leonés, que nací poco después de terminar la guerra en el mismo barrio en el que la novelista sitúa la acción. Los hermanos y familia del histórico anarquista Durruti fueron conocidos míos y amigos de mis padres. He jugado en la calle Astorga donde supuestamente vivía el Abuelo Román, sólo que en esa calle nunca hubo un convento de monjas y por consiguiente me parece absolutamente gratuita la afirmación de que fueran unas monjas las que delataran al abuelo Román porque desde su ventana veían un cuadro de Pablo Iglesias en el salón de su casa. Ese tipo de precisiones hace que el lector acabe dudando si lo que lee es ficción o algún pequeño ajuste de cuentas.


Me gustaría añadir por otra parte, que siendo niño oí muchas veces a mi padre contarnos a modo de catarsis, las múltiples vejaciones que sufrió al terminar la guerra por el mero hecho de ser obrero y sospechoso de una afiliación política proscrita: desfiles con pico y pala al hombro, saludos brazo en alto a niñatos falangistas e incluso repetidas amenazas por parte del cacique del pueblo que luciendo su camisa azul con el yugo y las flechas de que el día que se le antojara le daría el “paseo”.


Quiero decir con esto, que tengo casi tanta Memoria Histórica, como pueda tener esta apreciada novelista, pero considero que si escribe una novela debe quedar en todo momento claro que se trata de una novela y que aunque los hechos narrados sean históricos, los detalles son pura ficción. No se puede crear ficción con datos reales y personas concretas y conocidas porque entonces la novela deja de ser novela y pasa a ser un libelo.


Pero no acaba ahí mi reflexión sobre esta novela porque como dije al principio hay otro relato imbricado en el primero que me ha gustado mucho más, particularmente en su última parte. El marido de Paula, Lucas, se aleja de ella sin explicaciones, y no sabemos hasta el final de la novela por qué lo ha hecho. Abunda el pathos y el lloriqueo, pero también las buenas reflexiones sobre el amor, sobre la vida y sobre la muerte. San Marcos es hoy un Hotel de lujo de la Red de Paradores Nacionales. Con anterioridad ha sido cuartel y durante la guerra civil cárcel desde donde los vencedores encarcelaron a numerosos leoneses que acabaron fusilados en las tapias del cementerio de Puente Castro. Pero mucho antes, no lo olvidemos, fue también Hospital de peregrinos de la Orden de Santiago, y la Memoria Histórica, dolorosa como haya sido, debe mantenerse en nuestro corazón para inculcar a nuestros hijos y nietos el odio a toda violencia de cualquier signo que sea. Las placas, las conmemoraciones y el recuerdo público y futil sólo generará rencor y el rencor nunca ha sido el camino recto hacia la paz.

Split (Croacia)



Dicen los franceses que “Partir c’est mourir un peu”. Hoy, visito Split por última vez desde y para mi empresa aunque mantengo la esperanza de reencontrarme con esta ciudad por el simple placer de volver a visitarla. He dicho adiós a tres años de trabajo intenso en este país, tres años que se me han hecho cortos como profunda se ha vuelto mi amistad con mis clientes, Kruno, Marko y Slodoban Magníficos croatas, altos como torres, fuertes como robles pero cariñosos y cercanos como todos los pueblos que bordean el Mediterráneo.


Los croatas de la costa, los Dálmatas de las novelas de Skarmeta emigrantes a Chile, tiernos y bullangueros me han ofrecido su ayuda y su cálida amistad. Me voy recompensado y con el “Volveré” a flor de labios... ¡Qué mejor lugar para un reposado verano que sus cientos de islas que forman un rosario protector a lo largo de sus costas! Sus aguas son profundamente azules pero cristalinas y tranquilas; los rodados guijarros de la orilla son blancos como las rocas peladas que coronan los cerros; los pinos achaparrados de sus laderas son generosos con su sombra y la temperatura es benigna.

Al lado de eso, degustar pescado del Adriático, recién salido del agua en uno de los pequeños restaurantes que se asoman al mar, mojarlo con un buen vino blanco de la región, precederlo de una ensalada de pulpo, y acompañarlo de una de las múltiples variedades de arroz con pulpo, sepia o calamar es una placer que sólo puede disfrutarse de lleno inmerso en el cuadro anteriormente descrito.

Curiosamente, esta vez por fin he visitado la ciudad de Split, capital de Dalmacia y me he quedado asombrado de su riqueza histórica. Diocleciano, uno de los pocos emperadores romanos que logró jubilarse, famoso por la invención de la tetrarquía, construyó la ciudad como lugar de retiro y de descanso en la bahía de una pequeña península sobre el Adriático a pocos kilómetros de su Salona natal. La ciudad en forma de rectángulo irregular estaba amurallada y protegida por torres defensivas en tres de sus costados y se dividía en dos partes claramente diferenciadas, el castro militar, y la zona de villas y palacios residenciales.

Aún hoy, a pesar de los siglos, de las invasiones y de los asentamientos se conservan algunos de los muros exteriores, columnatas, arcadas, parte del peristilo o patio central del palacio y el mausoleo previsto para su último reposo. Los pueblos que se asentaron en el interior de la ciudadela, squatters siglos antes de que se inventara la palabra, fueron ocupando las dependencias que aún quedaban en pie, y con el abundante material tallado disponible, reconstruyeron una ciudad medieval, de estilo veneciano con abundantes arcadas, balcones, escaleras exteriores, callejuelas estrechas y fáciles de defender y en los rincones más insospechados, restos de chapiteles corintios y lápidas labradas procedentes de alguna tumba y utilizadas como pavimentación de algún recóndito patio interior.

La iglesia romana, no sólo emuló a la población, sino que se hizo con el Mausoleo de Diocleciano, aventó sus cenizas, y lo reconvirtió en la primera y más pequeña basílica de la cristiandad. En siglos posteriores le añadirían un altísimo campanario, tan característico de las iglesias del Adriático y que se ha convertido en el símbolo y referencia de Split. He deambulado por las calles, pisando las mismas piedras milenarias que pisaron los fundadores de la ciudad, he fotografiado rincones silenciosos, columnas truncadas, me he fijado en la gente afanada, y en los ancianos pausados que llevan en su piel el sol de la montaña y en sus ojos el azul del mar.

No he podido por menos que comprar una pequeña litografía de la fachada al mar de la ciudad que en algún lugar de mi despacho me recordará esta ciudad, pero sobre todo he tratado de beber con mis ojos toda la belleza acumulada en sus calles, sus piedras y sus ruinas, su mar y su sol. Algún día, retazos de esta visión alimentarán mis recuerdos, pero no me pondré nostálgico. No habrá pena en mi corazón. Split, como tantas otras ciudades del mundo pasarán a formar parte de la trama de mi vida, porque en ellas y con ellas, se ha ido forjando mi personalidad.


22 de Junio 2007

Conferencia de Espido Freire reivindicando la fantasía.
Me ha gustado. Es cierto que en la literatura clásica española a penas hay fantasía. Nada comparado con las grandes sagas del Norte de Europa. En el gran poema épico español, El Cantar de Mio Cid, ni siquiera hay un amor por el que luchar o por el cual el héroe se inmola pronunciando su nombre. Doña Jimena es un personaje circunstancial. En "La Chanson de Roland" interviene el amor como elemento de fantasía. En las sagas nórdicas la fantasía llega a crear monstruos, dragones y princesas que hay que liberar.
Sin embargo la fantasía es imprescindible en nuestra vida. La play station para los niños y sobre todo internet nos ha vuelto a reconciliar con la
fantasía.

21 de junio de 2007

Bogotá


Creo que a quienes visitamos con frecuencia Colombia hay cosas que nos desesperan y otras que nos dejan irremediablemente cautivados…. Nos exaspera el tráfico lento y caótico de la ciudad, las retenciones (“presas”, dicen ellos), la lluvia imprevista y los charcos que inundan las calles, las nubes que con frecuencia oscurecen los cerros, la burocracia, sobre todo a la salida del país.


Todas esas pequeñas miserias se disuelven sin embargo en la sonrisa de una amable y servicial camarera o dependienta como se disuelven las nubes cuando irrumpe el sol e ilumina el verde profundo de los cerros o silueta los altos árboles erguidos en la cumbre de Monserrate. Alegran el corazón las mejoras en las calles como alegran el corazón los generosos ramos de rosas de hasta veinte docenas que embellecen y aromatizan el lobby de mi hotel.


Pese a un trabajo intenso, y puesto que la cortedad de la visita y el evidente riesgo de secuestro por parte de la guerrilla, no permite salir de la ciudad y contemplar las bellezas naturales del país, todo el hechizo de Colombia ha quedado en esta ocasión prendido en los ojos de Marcela, Asistente Internacional de la empresa con la que he estado tratando.


Marcela es una muchacha fina, de piel morena y pecosa, de cabellos sedosos y muy negros, de nariz chica y algo respingona, con una voz acariciante y cantarina y unos ojos que parecen negros pero que a medida que aumenta la confianza y los miras más de cerca se vuelven increíblemente verdes y profundos como la laguna de Guatavita. El verdor azulado de esta famosa laguna, el brillo de las esmeraldas, la oscuridad de los bosques se entremezclan con chispitas doradas como el dije que adorna su cuello. Marcela, te he mirado con deleite, con un corazón ligero, con ojos transparentes porque sólo he querido ver en ti la belleza de tu país tan asolado por el terrorismo, las extorsiones y la pobreza de los marginados.


Siempre que viajo a Colombia, no dejo de almorzar al menos una vez en uno de los Restaurantes Casa Vieja. El ambiente está tan cuidado como la cocina criolla que me sirven. De todos los platos que he probado en estos restaurantes me gusta sobre todo el “Ajiaco santafereño". Consiste en una espesa sopa preparada con tres tipos de papa: la papa criolla que se deshace enteramente al hervir, la papa pastosa de tamaño pequeño y la papa sabanera muy parecida a nuestra patata. en la sopa se añade una mazorca de maíz tierno, “choclo”, pollo desmenuzado, crema de leche, aguacate “guacamole” y alcaparras al gusto. El todo servido muy caliente y en vasija de barro. Si después del ajiaco quedas con hambre siempre puedes acompañarlo con un bife a la parrilla aderezado de “chumichurri” que es una salsa a base de pimiento verde, cebolla y ajo pasados por someramente picados y mezclados con aceite. La carne se puede acompañar con “arepas”, que son tortitas de maíz blandas o secas según las regiones. De postre recomiendo una porción de “arequipe” o dulce de leche.


Posiblemente pocos ignoran que Bogotá posee en pleno centro de la Ciudad el Museo del Oro, impresionante cámara acorazada que guarda todos los hallazgos de oro precolombino. Lo que quizá sea más ignorado es que un artesano colombiano se ha dedicado durante años a hacer réplicas certificadas de estos tesoros que vende en su cadena de tiendas “Galerías Cano”. Las piezas de oro están hechas de peltre recubierto de varias capas de baño de oro de 24 kilates, y las piedras que adornan los collares son ágatas, cuarzos y otras piedras semipreciosas, réplicas idénticas a las utilizadas en las piezas originales guardadas en el Museo. Las “narigueras”, o adornos de nariz, los pectorales, los “tequendamas” o águilas sagradas y otras figuras antropomórficas son algunas de las réplicas que se pueden adquirir en estas tiendas.


Entrar en Galerías Cano es para mí siempre una emoción fuerte. Sostengo entre mis manos algunos de los adornos, brazaletes, collares u otras piezas y siento en mis dedos el valor estético de piezas que tienen cientos de año. El contacto con estas bellezas me ayuda a relativizar nuestros logros y nuestros gustos y a eternizar la armonía estética.

Una noche griega


La música del busuki, intensa y vibrante marca el ritmo. En medio de la pista, camisa blanca y brazos extendidos, un espontáneo se sostiene sobre un solo pie, como suspendido, en espera de que la música le indique dónde y cuándo posarlo. Su concentración es total. Todos sus movimientos son pausados, reconcentrados, como si bailara solo para él o para una musa invisible. Sus compañeros de mesa salen al estrado, y en cuclillas, le miran absortos, y baten palmas al ritmo de la música, animándole en su trance. Estamos en Atenas, en “Xarana” (Amanecer) un local de moda en Atenas, donde toca una de las mejores orquestas griegas actuales. Nuestros amigos nos han invitado a una cena espectáculo e indiferente a lo que estoy comiendo me sumerjo totalmente en el ambiente de música y baile que trato de entender.

La orquesta está formada por piano acústico, guitarra, acordeón, tambor, violín, busuki o mandolina griega, y contrabajo. En ocasiones se añade una mandolina más pequeña y de tono más agudo Inicialmente la música me recuerda algunas melopeas turcas, y las canciones, cuya letra no entiendo me suenan no obstante cálidas y sensuales. Mi compañero de mesa, Andros, director de un programa de radio l ocal, helenista erudito y habitual del local me traduce algunos versos:

“No llames a mi puerta esta noche
no esperes que te abra
el recuerdo será mi compañía”

Una de las cantantes acaba de interpretar una canción compuesta por el gran cantautor Kasasikis para Edith Piaf, y viene a sentarse con nosotros. Además de enseñarme a decir “Se agapó” (Te quiero), me traduce al francés los versos que el solista masculino está cantando:

“El día se volverá nubloso
si tu no acudes a la cita
lloverá si no te veo.
Las nubes me penetrarán
y me llenarán de melancolía.

Una de las características que más me llama la atención en estas veladas es la costumbre de comprar cestas rebosantes de pétalos de flor (generalmente claveles) que el público arroja directamente a los cantantes, ya sean hombres o mujeres, o a los bailarines y bailarinas. Las cestas se vacían con rapidez y son sustituidas por otras previo pago del estipendio correspondiente. Naturalmente, no todas las flores llegan a su destinatario y pronto el local, la mesa, y los platos están salpicados de claveles y el escenario tiene que ser barrido periódicamente para que la gente que sale a bailar pueda hacerlo sin peligro.

El sirtaki es el baile griego más conocido, gracias sobre todo a su espléndida interpretación por Anthony Quinn en la película "Zorba el griego" pero se baila también en corro y en dúos. En todos los casos, llama sobre todo la atención la seriedad y concentración de los participantes. El salir a bailar durante una cena forma parte del rito de la amistad y de la convivencia. De ahí que al espontáneo que sale a expresarse libremente mediante la danza, se le contemple, se le aplauda, se le eche flores, y los más allegados se acerquen al borde del escenario para animarle con palmas y palabras de aliento.

Es evidente que la cena fue sólo un pretexto, La actuación empezó a las 10 de la noche, y a las cuatro de la mañana la sala sigue llena y las canciones lánguidas y los bailes cada vez más espontáneos siguen sin desfallecer. De vez en cuando me siguen traduciendo algunos versos:

“Me arrepiento
de lo que hice por ti
pero no me arrepiento de haberte amado
aunque seas una mentira viviente”

No obstante, no estamos ante una manifestación folklórica en la que el ritmo, el colorido, la coreografía pueda suplir el desconocimiento del idioma. Aunque estemos en un local público y los comensales sean perfectos desconocidos, la música y el baile ha transformado el ambiente en una fiesta íntima y sensual que puede durar toda la noche. El tradicional uzo,(especie de anís aromatizado) y el whisky han templado los ánimos y las gargantas. Mi compañero de mesa, Andros, sale al estrado. Sus más de 120 kilos de peso no son un obstáculo. Con toda naturalidad se exhibe ante sus amigos, baila para nosotros, pero sobre todo disfruta con esos movimientos sincopados, que congelan el tiempo y parecen suspender el aliento en espera que el pie se pose y se inicie el siguiente movimiento de brazos y cuerpo en total ensoñación. Salgo de la velada con la sensación de haber asistido a ese “ágape” del que habla la Biblia, en el que el baile, la amistad, el trance el rito y el amor se entremezclan y hermanan a los hombres.

20 de junio de 2007

Una mujer sola


La mejor manera de banalizar una tragedia es llevándola al ámbito de lo abstracto, de las ideas. No, no quiero hablar de la soledad. Necesito hablar de esta mujer joven, sentada a la mesa del café, seria, abstraída, sola.


Es de noche, las luces del café se reflejan en el gran ventanal que hace de espejo y concentra toda mi atención en la mujer, sin escapatoria hacia la calle, sin distracción posible.


¿Cómo se llama? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? Lo ignoro. Quiero pensar que se llama Lucía, que está harta de las continuas ausencias de su marido, y que sin pensárselo dos veces, ahogada por la soledad, se ha puesto un abrigo y ha salido a la calle. No sabe dónde la conducen sus pasos, pero la noche oscura cae sobre ella como un manto. Una bola de angustia se arrebuja en su estómago. En la calle solitaria sus pisadas suenan amenazantes. El sonido reverbera en las paredes, en su cabeza y parece gritarle: “¡Vuelve!, ¡vuelve!.


De pronto, a lo lejos, las luces de la cafetería la atraen como un faro. Oigo sus pasos mucho antes de ver quién se acerca. El repiqueteo de los tacones y el paso apresurado me indican que se trata de una mujer, su prisa denota miedo. Apenas me mira. Su semblante, la pesadez de los párpados, el ligero temblor de las manos, el sombrero hundido que le oculta el rostro, su vacilación al elegir mesa denotan su desarraigo, su tristeza, su desolación. Es una mujer sola. Está sola.


Se sienta, y sin quitarse el abrigo recoge modosamente sus vistosas y rectas piernas bajo la silla. Casi sin alzar la voz pide una taza de café que no le tarda en llegar. Levanta la taza y la deja a medio camino de sus labios, ensimismada, abstraída debatiéndose con sus propios pensamientos. Mantiene los ojos bajos, ajena a lo que ocurre en el café. El escenario en que se desarrolla la tragedia está en su mente. Quienes la miramos, somos meras sombras que no distraemos su concentración.


Lucía, o como quiera que se llame esta mujer, se ha visto abocada a tomar una decisión sin considerar el después, sin medir todas sus consecuencias. Ha salido de su casa, y en ella ha dejado sus pertenencias, sus recuerdos, sus anhelos y una parte tan importante de su vida que lo que aún le queda entre las manos, no le da para reconocerse. ¿Qué hará? ¿Dónde irá? ¿A quién acudirá? son preguntas que se agolpan en su mente, y ensombrecen su rostro. Afuera la noche es fría y oscura, como fríos y oscuros son sus pensamientos. Una y otra vez parece repetirse las mismas preguntas: ¿Por qué?, ¿Adónde?


Observo a la mujer y, cobarde, disimulo. Es tan fácil aducir que no quiero inmiscuirme en su vida, que ese no es asunto mío, que quién me manda... Pero quizá sólo hubiera bastado eso: una palabra, un gesto de solidaridad. ¡He llenado tantas páginas hablando de la soledad, he mascado tantas palabras huecas perorando sobre la solidaridad, que ante la Soledad personificada, la soledad concreta, y doliente me he quedado paralizado. Esa mujer está sola.


Se ha quedado sola.

19 de junio de 2007

Cuánto sabe la flor



¡Cuánto sabe la flor! Sabe ser blanca
cuando es jazmín, morada cuando es lirio.
Sabe abrir el capullo
sin reservar dulzuras para ella,
a la mirada o a la abeja.
Permite sonriendo
que con su alma se haga miel.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe dejarse
coger por ti, para que tú la lleves,
ascendida, en tu pecho alguna noche.
Sabe fingir, cuando al siguiente día
la separas de ti, que no es la pena
por tu abandono lo que la marchita.
¡cuánto sabe la flor! Sabe el silencio;
y teniendo unos labios tan hermosos
sabe callar el “¡ay!” y el “no”, e ignora
la negativa y el sollozo.
¡cuánto sabe la flor! Sabe entregarse,
dar, dar todo lo suyo al que la quiere,
sin pedir más que eso: que la quiera.
Sabe, sencillamente sabe, amor.

Pedro Salinas (Largo Lamento)

18 de junio de 2007

Chantaburi

Chantabouri es una pequeña ciudad en la costa Este de Tailandia, a escasos kilómetros de la frontera con Camboya. Su sólo nombre me emociona y acuden a mi mente en borbotones, recuerdos, incidentes, y momentos que jamás olvidaré.


Cuando el 1966 llegué por primera vez a esa pequeña ciudad, la población no sobrepasaría los 30.000 habitantes, pero la mezcla de vietnamitas dedicados a la pesca, chinos desentrañando de sus rojizas tierras los insondables y luminosos zafiros, o apacibles tailandeses cultivando sus huertos de durians y rangboutans constituían una población dinámica, donde el farang (extranjero occidental) era acogido con agrado pero sin servilismo, donde aprender inglés era una ambición de todos pero el mimetismo de las costumbres de fuera, no había aún empañado sus bailes, su manera de vestir, ni su religión o sus tradiciones.


La mayoría de las casas, construidas en madera bordeaban el río y como palafitos se afianzaban sobre troncos de teka muy por encima del nivel del agua o de los lodosos márgenes donde chapoteaban los animales domésticos alimentados en parte por las aportaciones del río y en parte por las sobras y desperdicios de la casa. Periódicamente, en la época del monzón, el río se desbordaba y las calles se confundían con él. Pero para mi sorpresa nunca vi cundir el pánico, o asomar el menor resquicio de preocupación o de incomodidad. Los habitantes sabían que ésta era una de las vicisitudes con las que tenían que apechar por vivir a orilla del río y, como buenos y resignados budistas, aceptaban lo que no podían cambiar. Recordaré siempre su sonrisa en los momentos en que hubiera esperado muecas de disgusto. Leía en sus ojos la compasión que sentían por ese joven e impetuoso extranjero que se desesperaba por la inmovilidad, la incomunicación o simplemente el afán de cambiar las cosas.

Las inundaciones eran parte de la vida, y sabiamente se aprovechaban para hacer trabajos en las casas, o para jugar con los hijos en el agua, o inconscientemente observar cómo las ropas se pegaban al cuerpo de las muchachas que con el agua hasta la cintura salían hacia su trabajo envueltas en un estampido de risas cristalinas. Las minas de piedras preciosas, situadas en las colinas cercanas no eran otra cosa que acotaciones de terreno, donde los hombres, ceñidos con tan sólo su phakhauma cavaban pozos e iban tamizando la arcillosa tierra extraída. De tiempo en tiempo, se producía el hallazgo: envuelto en su magma, surgía un trocito de roca bajo cuya tosca apariencia fulgía invisible una relampagueante star como ellos llaman al zafiro.

Entre los atuendos autóctonos, siempre me maravilló el phakhauma, esa pieza de tela de aproximadamente dos metros de largo por uno de ancho, exclusiva de los hombres y que tan pronto servía de tocado para protegerse del sol, como de taparrabos para trabajar o para bañarse, o de cinturón e inclusive de alforja para transportar cargas. Las mujeres, por su lado vestían el sarong, una pieza de tela fina, estampada, de aproximadamente dos metros de largo por uno y medio de ancho, y con los extremos cosidos en forma de saco sin fondo. Las mujeres se lo ciñen al cuerpo en forma de falda, plegando sobre el cuerpo la parte sobrante y sujeto en la cintura por un cinturón habitualmente de oro, que a lo largo de la vida de su dueña va aumentando de grosor constituyendo así la hucha familiar, puesto que estos cinturones se mercadean a peso y al precio del oro en el día de la transacción.

El mismo sarong ceñido por encima de los senos con una simple torsión de las puntas sirve de bañador y a pesar de las múltiples ocasiones que tuve de bañarme en el río entre jóvenes y matronas, nunca vi que el sarong se escurriera fortuitamente. La otra pieza fundamental del atuendo femenino era la blusa adecuda al día de la semana. Y es que la tradición budista asigna un color diferente para cada día, lo cual obliga a las mujeres a conjuntar sarong y blusa entre sí, pero al mismo tiempo guardando la tradición del color del día. La vida en una pequeña ciudad tailandesa es monótona y sobre todo tan expuesta como vivir en un escaparate.

Profesor de inglés en la Escuela de Enfermeras y en el Instituto de Secundaria, es lógico que las muchachas y sus eternas risas y ademanes me rodearan continuamente y que tuviera que aparentar un cierto distanciamiento para evitar murmuraciones o interpretaciones equivocadas. Una de mis distracciones en los peores días de desesperado aburrimiento consistía en lanzar mi moto Puch a su máxima velocidad por la carretera que conducía a la frontera con Cambodia. Al estar las relaciones comerciales interrumpidas entre los dos países el peligro no procedía del tráfico, casi inexistente, sino de los animales salvajes, incluidas las panteras, que pudieran cruzar la carretera. Alguna cicatriz me queda de esas escapadas pero en general, una vez agotada toda la adrenalina y neutralizada la morriña, volvía vacunado contra otra tediosa y soporífica semana de calores por encima de los 40º C y el 95% de humedad relativa.

Vivir en un país es una experiencia única si la presencia física va acompañada de una integración en el ritmo de vida, las costumbres alimenticias, los festivales y las tradiciones del país. No siempre la experiencia es posible y menos en la actualidad en que el extranjero es siempre un turista, una oportunidad o alguien a quien explotar. El trabajar en el país en instituciones públicas y en contacto con mucha gente joven me robaba intimidad y me obligaba a adoptar todas sus costumbres: permanecer descalzo en las casas, comer a ras de suelo sobre una estera, cruzar las piernas al estilo yogui aunque se me permitiera utilizar también la posición femenina sentado sobre una pierna y la otra recogida del mismo lado. Pero sobre todo me permitía participar activamente en ritos tan privados como la ceremonia en que los jóvenes abandonaban el hogar para vestir temporalmente el azafranado hábito budista, o la ceremonia de la tonsura que anuncia el inicio de la pubertad de las niñas, o ceremonias multitudinarias como el Loy Khratong de un simbolismo y de una belleza incomparables.

Esa noche de luna llena, nos reunía a todos a orilla del río llevando en las manos una cestita confeccionada con hojas de banano en la cual se habían colocado unas velas, y como ofrenda unas monedas unas flores o cualquier otro objeto. Tras rezar y arrepentirse de las faltas cometidas durante el año, se dejaban virtualmente en el cestillo para que el río se las llevase al mar. Rito de purificación de un simbolismo y de una belleza inigualable y cómo no, ocasión también para flirteos y enamoramientos al amparo de la noche, de la poesía y de unos corazones recién purificados. Vivir en Tailandia, haberme tomado la molestia de aprender el idioma y de mezclarme con sus gentes no hubiera sido auténtico si no hubiera adoptado de manera indiscriminada todas sus comidas. Ello suponía sacrificar cosas tan arraigadas en mi como el pan o la leche pero ¡qué sinfonía de sabores y de manjares nuevos para el paladar! Aunque el arroz fuera el básico de la alimentación, admite tantas variaciones de preparación: cocido, frito, sofrito y tantas mezclas de carne, de cerdo, de pollo, de pato, de curry, de verduras, de sabores contrastados como el dulce y el picante, el ácido y el dulce, que cada comida era una experiencia única, y un deleite para el paladar.

Chantaburi, ha sido sólo una etapa de mi estancia en Tailandia, pero por su tamaño, por la cercanía con sus gentes, por lo que supuso de inmersión en una nueva cultura, ha quedado grabada a fuego en mi memoria y sobre todo, aunque no sea capaz de definir los detalles, ha modificado mi temperamento y ha contribuido a hacer de aquel muchacho de entonces, la persona, mejor o peor, que soy hoy.

17 de junio de 2007

Mira si yo te querré


MIRA SI YO TE QUERRÉ
Luis Leante
Alfaguara 2007
Premio Alfaguara 2007
308 páginas


Ciertamente El Sahara está de actualidad. Recientemente fue Javier Reverte quien nos habló del desierto en “El médico de Ifni”, ahora, Alfaguara premia a Luis Leante por Mira si yo te querré y después de leer ambas novelas me siento como si por indiscreción hubiera espiado tras una cortina y sintiera la imperiosa necesidad de conocer más, de saber como es el silencio del desierto, su frío, sus atardeceres, su solidaridad y la hospitalidad de sus gentes.

Sin tratar de comparar ambas novelas, creo que Luis Leante se centra mucho más en la acción y Javier Reverte en la poesía. No en vano Luis Leante es un novelista escritor de guiones de cine. Esta novela podría ser perfectamente el guión de una novela de aventuras con sus fundidos, sus flashbacks, su armoniosa mezcla de presente y pasado, sus momentos de trepidante aventura y sus toques de exotismo y de patética realidad.

El autor hace continuos “travellings” del presente al pasado y a momentos intermedios de la historia. En cualquier caso, aunque en principio el título sugiere una historia de amor, se trata sobre todo de una aventura que pone en evidencia el abandono en el que se ha dejado a un pueblo al que se le ha despojado de su tierra y al que se le niega su identidad.

16 de junio de 2007

Una caña que piensa


"El hombre es solo una caña, pero es una caña que piensa."

L'homme n'est qu'un roseau, le plus faible de la nature; mais c'est un roseau pensant. Il ne faut pas que l'univers entier s'arme pour l'écraser : une vapeur, une goutte d'eau, suffit pour le tuer. Mais, quand l'univers l'écraserait, l'homme serait encore plus noble que ce qui le tue, puisqu'il sait qu'il meurt, et l'avantage que l'univers a sur lui, l'univers n'en sait rien. Toute notre dignité consiste donc en la pensée. C'est de là qu'il faut nous relever et non de l'espace et de la durée, que nous ne saurions remplir. Travaillons donc à bien penser : voilà le principe de la morale.
Pascal Pensées

14 de junio de 2007

Miranda de Douro

Después de regar los ribazos castellanos en los que se producen algunos de nuestros mejores vinos, el Río Duero desemboca en Oporto donde con idéntica generosidad da vida a los famosos caldos que madurados a veces durante décadas en las oscuras bodegas de Oporto han hecho la ciudad mundialmente famosa. Como si titubeara, en un momento dado se remansa, sinuoso, durante un centenar de kilómetros, encajonado en profundas gargantas rocosas, haciendo de barrera suplementaria entre dos países. La construcción en 1955 del pantano y de la carretera que recorre el muro de contención, ha abierto paso a las relaciones comerciales entre la meseta castellana y la laboriosa e histórica ciudad de Miranda, para nuestra sorpresa patria chica del Caballero del Verde Gabán que don Quijote, en su tercera salida, visitara en la oscura región de Tras-os-Montes.


En nuestros días, la aventura es puramente comercial ya que los mirandeses han sabido atraer a los ávidos compradores españoles que en automóvil y en autocares completos invaden cada fin de semana la villa atraídos por la calidad y buen precio de textiles, muebles y otros enseres y artesanías. Poco dotado para comparar precios y descubrir gangas, aprovecho uno de estos viajes comerciales para recorrer la ciudad antigua, limpia y bien conservada, su plaza mayor y la catedral renacentista con sus masivas torres chatas y rectangulares, y en su interior el retablo del altar mayor obra de Gregorio Hernández. Del antiguo castillo y de los muros de la ciudad sólo quedan las ruinas, pero destacan en la silueta del pueblo que parece enganchado en el mismo borde de la profunda garganta del río.


Me sorprendió lo bien que entendía el portugués hasta que me explicaron que no no me hablaban en portugués, sino mirandés, un idioma propio, de origen bable, mezcla del portugués y del castellano y que se estudia en los colegios a partir del ciclo de secundaria. También recordaré la buena cocida mirandesa, y en particular la merluza a la cazuela del Restaurante O Mirandés cuyo chef, sentenciosamente nos explicó que se trata de un plato hecho de buenos ingredientes pero sobre todo de mucha paciencia.

Las sábanas y la tollas llenan el maletero del coche, en mis oídos sigue sonando las cantarinas frases portuguesas y por mis ojos desfilan los muros blancos, las piedras grises, el verde oscuro del río y a lo lejos ya, como en silueta las torres de la catedral de Miranda de Douro.

melancolía

“No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben sino las de la melancolía”.
Cervantes, El Quijote

Todo bajo el cielo


Todo bajo el cielo
Novela
Matilde Asensi
Planeta 2006
458 páginas




Mis seis años en Tailandia y mi pasión por las filosofía y tradiciones chinas han sido acicate suficiente para leer este libro de Matilde Asensi. Se trata de un típico libro de aventuras, al estilo de sus libros anteriores “El origen perdido” y “El último Catón” y el argumento sigue pautas tan parecidas que a veces uno tiene la impresión de estar releyendo un libro anterior.


Sin desvelar el argumento, digamos que se trata de un juego de pistas, una típica aventura a lo Indiana Jones con tesoro final incluido y pistas que hay que recuperar, pruebas que hay que superar, y cómo no, malos de los que hay que escapar….


Creo no obstante que Matilde Asensi ha hecho un considerable esfuerzo por documentarse sobre los principales hitos de la historia de China así como de sus tradiciones. Conceptos como el feng sui, el tai chi, el wei-ch’i (mas conocido como juego de Go) , los conceptos fundamentales del Taoísmo Wudang o las artes marciales de los monjes de Shaolin, están someramente explicados. No falta alguna otra explicación sobre los ideogramas, y el tratamiento de cortesía entre los chinos en relación con el propio nombre. Pero es evidente que se trata de un mero revestimiento y que Matilde Asensi no tiene pretensiones culturalistas. Pretende entretener y engancharnos en libro de aventuras y los datos históricos o culturales son meros adornos.


En el lado positivo destacaría la desbordante imaginación de Matilde Asensi describiendo lugares cerrados templos, pasadizos, grutas, trampas. Pese a su minuciosa descripción cuesta seguirla quizá porque mi imaginación no da para tanto.


En lo negativo, creo que Matilde Asensi, no sabe dar profundidad a sus personajes. Puede agobiarnos con las descripciones y sabemos como se visten y se peinan, pero después de 450 páginas de lectura seguimos sin saber cómo piensan, y como interactúan Personajes como el viejo anticuario chino, el escritor irlandés (cómo no, borracho) y la española Elvira (pintora y desinhibida que vive en Paris) es la narradora de la historia, podrían tener momentos de confrontación de pareceres sobre la cultura occidental y la china, pero evidentemente la escritora no quiere que nos perdamos en profundidades, el libro debe ser largo y fluir como el el famoso Río Azul en el que transcurre parte de la historia.

13 de junio de 2007

Moderación

"Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar; cuando todo se puede superar, nadie hay que conzoca los límites de su fuerza".

Lao Tsé Tao te king

12 de junio de 2007

Luces y sombras de La habana Vieja


Son las ocho de la tarde y a pesar del viento de levante que riza las olas y las transforma en cascadas de agua y espuma, el Malecón está lleno de gente que pasea indiferente a las salpicaduras y a veces a las trombas de agua que con un golpe seco estallan contra el muro y se desparraman sobre los paseantes desprevenidos. El sol se hunde rápidamente en las agitadas aguas, y el tiempo queda como suspendido entre dos luces en este lugar tan emblemático y tan romántico de la ciudad.


En el Malecón pasean por la mañana los jubilados que observan a los pacientes pescadores de sedal y caña. Por él pasean al atardecer las familias, y cuando las sombras invaden la ciudad, en su pretil aúpan los jóvenes a sus novias para que sus besos y susurros sean sólo sorprendidos por el embravecido o acariciante mar. El Malecón ha sido desde tiempo inmemorial el lugar preferido de los habitantes de la Habana y el lugar de encuentro, de enamoramientos y de animosa convivencia. Desde su orilla contemplo esta ciudad que me ha herido de penas y alegrías, esta ciudad hermosa en sus arrugas y desconchones, esta ciudad iluminada por el andar, por la sonrisa y por la voz cantarina de sus habitantes. Del otro lado del Malecón se encuentra el Morro, con su impresionante fortaleza y sus cañones, los doce apóstoles, que junto con el fortín que le hace frente y el castillo o fortaleza de la Real Fuerza hacían del puerto de La Habana uno de los más seguros de toda América. Sus atalayas y sus saeteras otean el horizonte y como majestuosa proa desafían al mar.



La antigua ciudad colonial, está siendo paulatinamente restaurada bajo la dirección del ilustre historiador Eusebio Leal con la ayuda del turismo y bajo el patrocinio de la UNESCO que en 1981 declaró La Habana Vieja patrimonio de la Humanidad.



Sería imposible describir todas las mansiones y palacios restaurados y recuperados par uso público y cultural. En una primera visita probablemente bastaría con pasear por La Plaza de Armas y por la de la Catedral con El Palacio de los Capitanes Generales, el palacio de los Condes de Casa Bayona, que alberga el Museo de Arte Colonial, el palacio del Marqués de Arcos, antigua Casa de Correos y hoy Taller Experimental de Gráfica de La Habana, y así despacio, parándose aquí y allá, recorrer los más de veinte palacios y casas señoriales que una vez restauradas se han convertido en museos del tabaco, del chocolate, de la música, de los coches antiguos o bien se han transformado en coquetos y recogidos hoteles o restaurantes como el Mesón del Fraile, o el antiguo palacio del Marqués de Aguas Claras, que alberga en su interior el bar-restaurante El Patio.



Mi recorrido turístico por La Habana Vieja no sería completo si no mencionara el Templete que conmemora el lugar en que en 1519 se fundó la villa de San Cristóbal de la Habana y donde se celebró la primera misa debajo de una ceiba parecida a la que existe en la actualidad frente al edificio y que, según cuenta la tradición quien pasea en torno a ella, no tarda en volver a la ciudad; ni puedo olvidar mencionar la airosa Giraldilla, símbolo turístico de La Habana. La veleta se asemeja a la Giralda Sevillana y data de 1631 y la leyenda – una de las primeras y más bellas de La Habana – dice que es la imagen de doña Inés de Bobadilla, esposa del conquistador español y gobernador de la isla, Hernando de Soto. Doña Inés quedó como gobernadora de Cuba cuando su ambicioso esposo se fue a conquistar La Florida y mientras éste descubría el Mississipi, ella subía todos los días al torreón de la Fuerza esperando ver las velas del galeón que lo trajera de vuelta a casa. Soto jamás retornó porque murió precisamente en el Mississipi. La Giraldilla fue construida mucho después de que muriera doña Inés, pero del torreón – que no es el original – conservó el nombre de Torreón de la Espera y los habaneros, cuentan la hermosa leyenda ante un mojito o daiquiri porque la Giraldilla es también el símbolo del ron Havana Club marca creada para sustituir la marca Bacardí cuyos dueños huyeron a Puerto Rico durante la Revolución, llevándose la marca de ron más popular de la isla.



Pero hablando de ron, bueno es mencionar también el Restaurante La Bodeguilla, puerto habitual de Hemingway que dejó estampada su firma en la pared y tras él innumerables famosos de la política, el cine, la música, el espectáculo, seguidos por los desconocidos visitantes que han hecho del lugar un hito en la vida turística de La Habana. Por mi parte, prefiero acercarme al palacio que alberga El Museo de Artesanías, y sentado en su frondoso patio interior, escuchar los sones y canciones populares cubanas mientras saboreo despacio un mojito muy frío que con su aroma y sabor a hierbabuena me devuelve esa mezcla de luces y sombras que constituye la Habana de hoy.



Y es que a poca conciencia que tenga uno, no puede utilizar la Habana como un sitio turístico desechable u olvidado una vez hechas las visitas y fotos de rigor como hacen tantos turistas antes volver al autocar con aire acondicionado que les devuelve a los paraísos de artificiales de Varadero. La Habana es también una realidad social mal que nos pese, fruto de años de obstinada cerrazón política, y enconado y despiadado bloqueo del gigante americano. La combinación de ambas posturas y sin ánimo para otras disquisiciones, la están pagando los habitantes de la ciudad, a quién sus dirigentes les ofrecen ollas a presión para ahorrar energía pero no les ofrecen el mínimo necesario para la subsistencia. Y es que el sueldo de 300 pesos cubanos mensuales (aproximadamente 25 dólares USA) no da ni para sobrevivir. No es de extrañar entonces que la preocupación primera de todo cubano en edad de razonar es el afanarse en “resolver”; expresión eufemística que cubre todos los cambalaches para hacerse con ingresos suplementarios ya sea desviando bienes comunes y vendiéndolos en las tiendas de turismo, ya sea, fabricando artesanías, pastelitos o cualquier otra cosa susceptible de ser convertida en dinero, y a poder ser dinero convertible. Porque asustado por la doble circulación de pesos y dólares en la isla, Fidel y sus Consejeros han ideado un peso convertible obligatorio en todas las transacciones turísticas y que penaliza cualquier tipo de divisa con una tasa del 8% y al dólar con un 18%.



Se podrá argumentar que gracias al turismo, y gracias a esos impuestos sobre divisas se puede hacer frente a la canasta básica que se reparte a la población mediante cartilla de racionamiento, pero existe el peligro de que se esté matando la gallina de los huevos de oro, pues el turismo puede derivar hacia otras islas menos onerosas y por otra parte opino que sería preferible dar cancha a la iniciativa privada en lugar de repartir ocho huevos, medio pollo o unos puñados de frijoles por habitante y mes.
Pero no quiero terminar este relato con un tema tan amargo. He acabado mi mojito y la noche ha caído sobre la ciudad. Los turistas se han ido, y las calles se vacían. Salgo meditabundo del local para dirigirme al Restaurante El Aljibe, famoso por sus cenas criollas de arroz blanco con frijoles negros y pollo asado a la cubana. La cerveza y el último mojito del día, disipan poco a poco las últimas brumas de la melancolía. Amo esta ciudad aunque me espine el alma. Amo a sus gentes y deseo que cuanto antes la Habana Vieja sea una Ciudad reconstruida, pero también que sus habitantes recobren parte de la alegría perdida y se sientan de verdad libres para desarrollar toda la iniciativa e inventiva que hoy están obligados a usar en el arte de sobrevivir.

Teruel



Suenan las campanas de San Pedro, como sonaron aquel día ya lejano en que cansada de esperar, presionada por su padre, Isabel Seguras noble dama turolense accedió por fin a desposar al rico y poderoso señor de Albarracín, Don Pedro de Azagra.

La torre del Salvador desafiando las apretujadas casas a su alrededor se yergue altiva, geométrica e inspirada orgullosa del humilde ladrillo, laboriosa y artísticamente entrelazado por el saber y la tradición mudéjar que durante siglos dominó la ciudad. Algo más alejada la torre de San Martín le da la réplica y nos recuerda la belleza de todo lo que se hace con un corazón enamorado. Y es que mucho antes de que los famosos amantes que hicieran de Teruel una ciudad renombrada, ya hubo en Teruel una historia de amor cantada por juglares y menestrales. La hija del emir turolense, se había enamorado de un noble cristiano que la pretendía en reñida rivalidad con el hijo de otro noble musulmán allegado al Emir. Ambos pretendientes eran arquitectos y no queriendo establecer preferencias entre ellos por motivos de casta o de religión, el sabio Emir, les puso a prueba: aquel que construyera la torre más hermosa, desposaría a la princesa.

Los jóvenes enamorados trabajaron denodadamente, estimulados por el bien en prenda. Su rivalidad en el amor, se volcó en el arte de entrelazar los esmaltados ladrillos y en levantar cada uno una torre que desafiara a la de su oponente, en altura, en belleza, en solidez y en arrogancia. Ambas torres, conocidas hoy como la de San Martín y la de El Salvador, fueron subiendo recubiertas de armazones que las ocultaban a los ojos de los bandos que se habían formado en torno a los dos desafiantes enamorados.

La ejecución de la obra tenía un plazo. A medida que llegaba el día en que las torres fueran despojadas de sus encofrados, crecía la expectación, las acaloradas disputas y entre los más espabilados las pujas y los desafíos iban haciendo subir las apuestas.

Cuando por fin a una señal del Emir se dio orden de descubrir ambas torres, las exclamaciones de admiración fueron tan unánimes, que el pueblo llano no sabía a ciencia cierta cuál de las dos merecía el ansiado galardón. Ambas tenían la misma altura, la misma hechura, los mismos adornos; se notaba de lejos que los dos arquitectos habían sido discípulos aventajados del mismo maestro.

Sin embargo, el artesano honesto, no necesita de las alabanzas y parabienes ajenos. Él sabe apreciar la perfección o los defectos de su obra y es el más implacable juez de su saber hacer. Fue así, como el arquitecto musulmán, advirtiendo una ligerísima inclinación en la torre que con tanto amor había erigido en honor de su princesa, juzgó que esa mínima imperfección no era digna de tan ansiada prenda, y subiéndose a lo más alto de su torre se precipitó al barranco que circunda la ciudad, dejando así el camino libre a su contrincante que en medio de grandes parabienes desposó a la princesa y aseguró durante los años venideros las buenas relaciones y el intercambio de artesanías entre cristianos y musulmanes.

Mi mente sigue fija en los famosos amantes de Teruel, tan maltratados en el refranero popular, pero mis ojos no pueden por menos que admirar las torres mudéjares, y los edificios que coronan esta pequeña y apretujada ciudad aragonesas, encaramada en lo alto de un rocoso torreón natural que los siglos han empequeñecido, obligándola a desparramarse por sus laderas y saltar al macizo siguiente desafiando el vacío a través de sus llamativos puentes.

Las apretujadas calles sólo han dejado espacio para una plaza mayor estrecha y alargada desde donde el famoso “torico” contempla diminuto, el sosegado ir y venir de los habitantes, indiferentes a las prisas, al tráfico y el bullicio. Pero no pretendo escribir una guía turística de Teruel, tendría que mencionar, el aljibe medieval, la catedral con su torre mudéjar y sobre todo su antiquísimo y elaborado artesonado de madera; y tendría que hablar también de un Teruel modernista, con edificios destacados como las Antiguas Escuelas del Arrabal o la fachada principal del Asilo de Ancianos.


Mi estancia en Teruel fue tan breve que me hubiera bastado con acercarme a la antigua iglesia de San Pedro, hoy mausoleo de los amantes y contemplar el famoso sepulcro y las estatuas yacentes de los dos amantes, que el escultor Juan de Avalos regaló a la ciudad en 1955. Quería sobre todo, contemplar sin prisa, silenciosamente, esas dos manos esculpidas en mármol que con una indescriptible tensión se acercan la una hacia la otra, rozándose sin llegar a tocarse, símbolo insuperable del amor imposible y la más bella expresión de la leyenda. Intento abstraerme de todo. Durante unos momentos contemplo desde el corazón toda la simbología de los amores imposibles. No es fácil escapar al escepticismo imperante, a la sonrisa sardónica a la broma fácil. La sociedad moderna parece haber perdido sensibilidad ante estos relatos.


No obstante, grupo tras grupo, como en un silencioso peregrinar, se acercan al mausoleo, jóvenes y mayores que escuchan embelesados y silenciosos el relato: Isabel Seguras y Diego Marcillas, hijo segundón de una noble familia local, se habían conocido desde niños y con los años habían sentido toda la fuerza de un silencioso y correspondido amor. Sin embargo, el fuero de Teruel otorgaba la herencia al primogénito, por lo que el segundo hijo sólo podía medrar en la carrera eclesiástica o en el servicio de armas. Con la promesa de Isabel y de su familia que esperarían cinco años hasta que Diego volviera rico y poderoso de servir al Rey, Digo partió al servicio de los Reyes de Castilla, destacando por su bravura en las Navas de Tolosa. Pero transcurrieron los cinco años, sin noticias de Diego, por lo que Isabel no tuvo otra alternativa que plegarse a la voluntad paterna y desposar al Señor de Albarracín, Don Pedro de Azagra. Se celebraron los esponsales en la Iglesia de San Pedro y ese mismo día, Diego Marcillas, ennoblecido y enriquecido por sus hazañas llegó a la ciudad y se enteró que debido a su retraso Isabel había cedido al mandato paterno. Traspasado de dolor, pero aceptando su desgracia, se presentó en casa de Isabel implorando al menos un postrer beso de despedida. Isabel le respondió que estaba casada por lo que no podía besar a otro hombre que su marido . Ante este rechazo, el dolor de Diego es tal que allí mismo cayó muerto de dolor.


Al día siguiente se celebraron los funerales en la misma iglesia en que el día anterior se casara Isabel. Isabel, vestida de boda, el rostro oculto entre sus velos, avanzó por la nave central para dar al cadáver de Diego el beso que le negó en vida. Al acercarse a su antiguo amor, Isabel cayó inerte abrazada al cuerpo de Diego. El hecho impresionó hasta tal punto a la ciudad que decidieron dar sepultura a los cuerpos de Isabel y Diego en la misma iglesia donde ocurrieron los hechos. ¿Realidad o leyenda? Quizá una mezcla de ambas cosas, pero cuando una leyenda se arraiga hasta ese punto en la historia de una ciudad, ya no merece la pena fijarse tanto en el detalle del relato como en lo que la historia encierra de ejemplificador. Teruel, como Verona es la ciudad del amor. Salgo del mausoleo, contrariado porque no me dejaron fotografiar esas manos de mármol que parecían seguir haciendo un último intento por rozarse, pero las he contemplado tanto tiempo que sus rasgos se han dibujado de manera indeleble en mi pupilas. Cada vez que evoque Teruel, las torres de San Martín y del El Salvador, acudirán a mi mente, recordaré un tiempo en que cristianos y musulmanes supieron convivir en armonía y crear belleza con elementos tan sencillos como ladrillos cocidos, pensaré en los amantes de la leyenda, y en sus figuras esculpidas en mármol, pero me acordaré sobre todo de que contra viento y marea, desafiando las ironías, el escepticismo o el mal gusto, seguirá habiendo personas que den testimonio de que el amor pervive y que de él surge a veces lo más bello que la vida nos ha regalado.

11 de junio de 2007

La Despedida




Mientras haya ciudades, iglesias y mercados,
y traidores, y leyes injustas, y banderas;
mientras los ríos sigan vertiendo su basura
en el mar y los vientos soplen en las montañas;
mientras caiga la nieve y los pájaros vuelen,
y el sol salga y se ponga, y los hombres se maten;
mientras alguien regrese, derrotado, a su cuarto
y dibuje en el aire la V de la victoria;
mientras vivan el odio, la amistad y el asombro,
y se rompa la tierra para que crezca el trigo;
mientras tú y yo busquemos el medio de encontrarnos
y nuestro encuentro sea poco más que silencio,
yo te estaré queriendo, vida mía, en la sombra,
mientras mi pecho aliente, mientras mi voz alcance
la estela de tu fuga, mientras la despedida
de este amor se prolongue por las calles del tiempo

Luis Alberto de Cuenca

Albarracín


Hace unas semanas tuve la oportunidad de volver a Teruel como ponente en un Congreso. Me llamó la atención que en el programa de actos para los acompañantes, había una visita a Albarracín, pueblo poco distante de Teruel y que ha saltado recientemente a las páginas de los periódicos por haber sido el primer destino de los Príncipes de España en su viaje de novios. La curiosidad, pero sobre todo el deseo de encontrarme con otra joya del arte mozárabe fueron suficientes acicates para saltarme una de las tediosas tardes de discursos y hacer una escapada para visitar la ciudad.
Si tuviera que definir con pocas palabras el lugar, diría ante todo que nos encontramos ante una villa fronteriza, que como tantas otras del Reino de Aragón, han sido villas cristianas, ciudadelas musulmanas y tras la reconquista, bastiones cristianos en el misma frontera con los reinos musulmanes. Nada hace presagiar que detrás de la cerrada curva del manso río Guadalaviar se halla una de las más ensoñadoras villas del viejo Aragón.
Las grandes rejas de los ventanales, las aldabas forjadas con formas de salamandra, los anchos voladizos de las casas le confieren unas peculiaridades que raras veces se pueden contemplar en otras villas españolas. Pero es sobre todo las estrechas y empinadas calles, y los numerosos arcos que actúan como puertas de guarda, los contrafuertes, y las murallas que la circundan lo que le dan ese aire de buque enseña que mira desde lo alto de la muralla al invasor sea éste moro o cristiano. De la época de Banu Razín aún siguen en pie las torres del Agua y la del Aguador mientras que de la época feudal posterior, sigue en pie la Torre de doña Blanca, como sigue su triste leyenda; pues hay quien cuenta que Blanca de Aragón murió de pena y tristeza en aquella fría torre por lo que aún hoy, en las noches de luna llena, su alma baja a las orillas del Guadalaviar, donde se baña su espíritu.
Pero si la curiosidad y la oportunidad se alían para acercarse a Albarracín, es necesario dejar atrás las guías turísticas y subir despacio por las empinadas calles, dejando que la vista quede prendida en una magnífica reja forjada en un escudo tallado en la piedra, o que a la vuelta de una esquina, entre casas que desafían todas las reglas del equilibrio, encontremos un hueco por donde dejar escapar nuestra vista hacia la sierra circundante. Cada arco, cada esquina, puede de pronto convertirse en mirador, nido de águilas u atalaya desde donde sentirse libre. Son además importantes la catedral del siglo XVI, la iglesia de Santa María y los edificios civiles del ayuntamiento o las casas nobles de los Monteverde o de la Brigadiera. No obstante es la arquitectura popular compuesta por numerosas construcciones de tres o cuatro alturas de mampostería, yeso y estructuras de madera con balcones, lo que más llama la atención del visitante. La ciudad entera es un museo y sus miradores exteriores permiten percibir la carga histórica y artística de la ciudad que parece haber quedado congelada en el pasado a pesar del avance de los tiempos. Algunos arcos, las sorprendentes vistas desde la plaza del Ayuntamiento y la casa Juanilla serán para mí los armazones donde trabar el amplio abanico de vistas y sensaciones.
El calor del día no invita a degustar los platos de la tierra: el ternasco al horno, la caldereta o las migas con uvas, recios platos para una tierra que en invierno debe resistir los rigores de una estación fría y que me dejan un enorme afán por visitarla silenciosa y mojada cuando los vientos del otoño hayan espantando a los turistas que pueblan hoy sus calles.