11 de junio de 2007

Puesta de sol


Suances, nueve de la tarde. Asomado al mirador de uno de los acantilados, observo cómo el mar golpea, una y otra vez, las paredes rocosas e, impotente, retrocede espumoso y jadeante. Es tanta la rabia y la obstinación con que las olas se estrellan contra las rocas, que toda la franja costera es un tapiz blanco de espuma. Hay pocas nubes en el cielo y el sol, a escasa altura de la línea del horizonte, parece darnos el primer aviso: ¡comienza el espectáculo!

Y es que el disco solar, a medida que desciende y se posa sobre el horizonte se va volviendo sucesivamente cobrizo, luego, naranja, y rojo vivo cuando nos lanza su último guiño antes de quedar completamente sumergido por las olas.

Pero aunque no le veamos, el sol no se ha ido del todo. En el cielo sigue escenificando una fantasmagórica proyección de luz y misterio. Las escasas nubes se van tiñendo de rojo, de púrpura, de granate, sobre un fondo degradado que va del amarillo incandescente al violeta en los bordes más alejados. El silencio es sobrecogedor. No soy el único que contempla el espectáculo, y su magnética grandeza nos mantiene a todos con los ojos fijos en el horizonte. Nadie se mueve, los colores se van diluyendo en una difusa oscuridad. Los picos de Europa, que antes se recortaban nítidos sobre un cielo de intenso azul cobalto, se han ido estampando en la mortecina luz del ocaso. El paisaje se va transformado en masas oscuras proyectadas sobre un mar rugiente que lanza sus últimos destellos blancos con el romper de las olas.

Las luces de las casas se han encendido y, allá lejos, un pesquero que está faenando enciende sus focos para atraer el banco de sardinas que viene rastreando.

La escena dura aproximadamente media hora. Me duele hasta pestañear, no quiero perderme ni una sola sensación, ni una brizna de esta maravilla. El silencio es total. No hay palabras para describir el espectáculo . Durante horas continuará repitiéndose una y otra vez en mis pupilas. Me siento tan firmemente arraigado a la naturaleza que me he convertido en una inmensa copa que se va llenando con rumor de las olas, la oscuridad envolvente, esa luna menguante que aparece a mi izquierda, la vida y el latir de esta pequeña ciudad costera que me alberga. Pero ya se rompe el embrujo. Los grupos comienzan a dispersarse, las luces de los coches y los ruidos de arranque me vuelven a la realidad. Espero con fervor que mañana se repita el espectáculo.

1 comentario:

Cálida Brisa dijo...

Es un precioso relato y una hermosa fotografia.