18 de junio de 2007

Chantaburi

Chantabouri es una pequeña ciudad en la costa Este de Tailandia, a escasos kilómetros de la frontera con Camboya. Su sólo nombre me emociona y acuden a mi mente en borbotones, recuerdos, incidentes, y momentos que jamás olvidaré.


Cuando el 1966 llegué por primera vez a esa pequeña ciudad, la población no sobrepasaría los 30.000 habitantes, pero la mezcla de vietnamitas dedicados a la pesca, chinos desentrañando de sus rojizas tierras los insondables y luminosos zafiros, o apacibles tailandeses cultivando sus huertos de durians y rangboutans constituían una población dinámica, donde el farang (extranjero occidental) era acogido con agrado pero sin servilismo, donde aprender inglés era una ambición de todos pero el mimetismo de las costumbres de fuera, no había aún empañado sus bailes, su manera de vestir, ni su religión o sus tradiciones.


La mayoría de las casas, construidas en madera bordeaban el río y como palafitos se afianzaban sobre troncos de teka muy por encima del nivel del agua o de los lodosos márgenes donde chapoteaban los animales domésticos alimentados en parte por las aportaciones del río y en parte por las sobras y desperdicios de la casa. Periódicamente, en la época del monzón, el río se desbordaba y las calles se confundían con él. Pero para mi sorpresa nunca vi cundir el pánico, o asomar el menor resquicio de preocupación o de incomodidad. Los habitantes sabían que ésta era una de las vicisitudes con las que tenían que apechar por vivir a orilla del río y, como buenos y resignados budistas, aceptaban lo que no podían cambiar. Recordaré siempre su sonrisa en los momentos en que hubiera esperado muecas de disgusto. Leía en sus ojos la compasión que sentían por ese joven e impetuoso extranjero que se desesperaba por la inmovilidad, la incomunicación o simplemente el afán de cambiar las cosas.

Las inundaciones eran parte de la vida, y sabiamente se aprovechaban para hacer trabajos en las casas, o para jugar con los hijos en el agua, o inconscientemente observar cómo las ropas se pegaban al cuerpo de las muchachas que con el agua hasta la cintura salían hacia su trabajo envueltas en un estampido de risas cristalinas. Las minas de piedras preciosas, situadas en las colinas cercanas no eran otra cosa que acotaciones de terreno, donde los hombres, ceñidos con tan sólo su phakhauma cavaban pozos e iban tamizando la arcillosa tierra extraída. De tiempo en tiempo, se producía el hallazgo: envuelto en su magma, surgía un trocito de roca bajo cuya tosca apariencia fulgía invisible una relampagueante star como ellos llaman al zafiro.

Entre los atuendos autóctonos, siempre me maravilló el phakhauma, esa pieza de tela de aproximadamente dos metros de largo por uno de ancho, exclusiva de los hombres y que tan pronto servía de tocado para protegerse del sol, como de taparrabos para trabajar o para bañarse, o de cinturón e inclusive de alforja para transportar cargas. Las mujeres, por su lado vestían el sarong, una pieza de tela fina, estampada, de aproximadamente dos metros de largo por uno y medio de ancho, y con los extremos cosidos en forma de saco sin fondo. Las mujeres se lo ciñen al cuerpo en forma de falda, plegando sobre el cuerpo la parte sobrante y sujeto en la cintura por un cinturón habitualmente de oro, que a lo largo de la vida de su dueña va aumentando de grosor constituyendo así la hucha familiar, puesto que estos cinturones se mercadean a peso y al precio del oro en el día de la transacción.

El mismo sarong ceñido por encima de los senos con una simple torsión de las puntas sirve de bañador y a pesar de las múltiples ocasiones que tuve de bañarme en el río entre jóvenes y matronas, nunca vi que el sarong se escurriera fortuitamente. La otra pieza fundamental del atuendo femenino era la blusa adecuda al día de la semana. Y es que la tradición budista asigna un color diferente para cada día, lo cual obliga a las mujeres a conjuntar sarong y blusa entre sí, pero al mismo tiempo guardando la tradición del color del día. La vida en una pequeña ciudad tailandesa es monótona y sobre todo tan expuesta como vivir en un escaparate.

Profesor de inglés en la Escuela de Enfermeras y en el Instituto de Secundaria, es lógico que las muchachas y sus eternas risas y ademanes me rodearan continuamente y que tuviera que aparentar un cierto distanciamiento para evitar murmuraciones o interpretaciones equivocadas. Una de mis distracciones en los peores días de desesperado aburrimiento consistía en lanzar mi moto Puch a su máxima velocidad por la carretera que conducía a la frontera con Cambodia. Al estar las relaciones comerciales interrumpidas entre los dos países el peligro no procedía del tráfico, casi inexistente, sino de los animales salvajes, incluidas las panteras, que pudieran cruzar la carretera. Alguna cicatriz me queda de esas escapadas pero en general, una vez agotada toda la adrenalina y neutralizada la morriña, volvía vacunado contra otra tediosa y soporífica semana de calores por encima de los 40º C y el 95% de humedad relativa.

Vivir en un país es una experiencia única si la presencia física va acompañada de una integración en el ritmo de vida, las costumbres alimenticias, los festivales y las tradiciones del país. No siempre la experiencia es posible y menos en la actualidad en que el extranjero es siempre un turista, una oportunidad o alguien a quien explotar. El trabajar en el país en instituciones públicas y en contacto con mucha gente joven me robaba intimidad y me obligaba a adoptar todas sus costumbres: permanecer descalzo en las casas, comer a ras de suelo sobre una estera, cruzar las piernas al estilo yogui aunque se me permitiera utilizar también la posición femenina sentado sobre una pierna y la otra recogida del mismo lado. Pero sobre todo me permitía participar activamente en ritos tan privados como la ceremonia en que los jóvenes abandonaban el hogar para vestir temporalmente el azafranado hábito budista, o la ceremonia de la tonsura que anuncia el inicio de la pubertad de las niñas, o ceremonias multitudinarias como el Loy Khratong de un simbolismo y de una belleza incomparables.

Esa noche de luna llena, nos reunía a todos a orilla del río llevando en las manos una cestita confeccionada con hojas de banano en la cual se habían colocado unas velas, y como ofrenda unas monedas unas flores o cualquier otro objeto. Tras rezar y arrepentirse de las faltas cometidas durante el año, se dejaban virtualmente en el cestillo para que el río se las llevase al mar. Rito de purificación de un simbolismo y de una belleza inigualable y cómo no, ocasión también para flirteos y enamoramientos al amparo de la noche, de la poesía y de unos corazones recién purificados. Vivir en Tailandia, haberme tomado la molestia de aprender el idioma y de mezclarme con sus gentes no hubiera sido auténtico si no hubiera adoptado de manera indiscriminada todas sus comidas. Ello suponía sacrificar cosas tan arraigadas en mi como el pan o la leche pero ¡qué sinfonía de sabores y de manjares nuevos para el paladar! Aunque el arroz fuera el básico de la alimentación, admite tantas variaciones de preparación: cocido, frito, sofrito y tantas mezclas de carne, de cerdo, de pollo, de pato, de curry, de verduras, de sabores contrastados como el dulce y el picante, el ácido y el dulce, que cada comida era una experiencia única, y un deleite para el paladar.

Chantaburi, ha sido sólo una etapa de mi estancia en Tailandia, pero por su tamaño, por la cercanía con sus gentes, por lo que supuso de inmersión en una nueva cultura, ha quedado grabada a fuego en mi memoria y sobre todo, aunque no sea capaz de definir los detalles, ha modificado mi temperamento y ha contribuido a hacer de aquel muchacho de entonces, la persona, mejor o peor, que soy hoy.

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