11 de junio de 2007

Petra

Finalmente empiezo a cumplir mis propósitos: planifico un día más de viaje para poner algo de cultura en mi trabajo. El camino de Aman a Petra me sirve como una especie de desintoxicación de mis preocupaciones anteriores. El taxi, contratado en el hotel, sin ser lujoso ofrece comodidad y rapidez pero sobre todo independencia para pararme, mirar y fotografiar. El taxista, que no es un guía profesional ni un charlatán compulsivo, intenta responder a mis preguntas dejando largos silencios entre nuestras frases. Al cabo de dos horas, nos separamos de la autovía del Sur y nos adentramos hacia el interior a través del desierto. Sólo algunas tiendas de beduinos y rebaños de cabras rompen la monotonía del paisaje. Una hora más y llegamos a Petra. Decenas de autocares, cientos de turistas invaden ya el lugar. Me despido del taxista y le doy cita para cinco horas más tarde.

Tengo por delante de mí cinco horas en las que solo, sin guía ni compañía, haciendo silencio en torno a mí, me apresto a un descubrimiento personal y muy íntimo de Petra. El camino amplio y despejado al principio se topa de repente con un macizo rocoso y color rosa en el que me voy adentrando a través de un increíble desfiladero o Sik que en algunos lugares no tiene más de dos metros de ancho. Lo que probablemente en el pasado fue el lecho del río que a lo largo de los siglos horadó la montaña caliza y friable ha sido pavimentado y el andar se hace cómodo, sobre todo porque supone una bajada equivalente a una casa de treinta pisos. Entre los altos muros de piedra, el silencio se va haciendo cada vez más profundo, los grupos de turistas con los que me cruzo, parecen en perspectiva, insignificantes en el marco que nos rodea. No me molestan, al contrario, me dan un sentido de realidad y un punto de contraste. Camino despacio, cada vez tengo que mirar más en vertical para ver una franja de cielo que ilumina las veteadas paredes de la montaña. Aquí y allá, pequeñas tallas en la piedra erosionadas por la acción del agua y del viento dejan entrever que el lecho de este antiguo “wadi” que recorren mis pies fue utilizado hace cientos de años por hombres de fe, peregrinos que se adentraban en una ciudad santa y que fueron dejando grabadas sus convicciones en la piedra. Miro, contemplo, fotografío y me paro para escuchar el silencio.

Como a aquellos peregrinos, el camino me prepara a mí también para contemplar la ciudad santa. Por el camino he dejado mis preocupaciones del día, mis negocios, mis programas y mis aviones. Por unas horas soy solo un peregrino solitario. Recuerdo lo que he leído la noche anterior en el hotel sobre los Nabateos, antiguos pobladores del lugar y sobre las culturas y civilizaciones posteriores que hicieron de Petra una de las cinco ciudades más importantes de la antigüedad y paso obligado entre Oriente y Occidente De pronto, cuando el Sik parece estrecharse aún más, en medio de dos paredes que se presentan cada vez más oscuras, entreveo el monumento más famoso y curioso de Petra, El-Khazne o Casa del Tesoro. El monumento luce espléndido en la suave luz de la mañana que ilumina su greda rojiza. Fue excavado directamente en la roca y tiene proporciones de basílica. El estilo corintio se manifiesta en su esplendor. Sin embargo no estamos ante la presencia de un templo sino de una monumental tumba con influencias no sólo griegas sino también egipcias como lo demuestran los símbolos funerarios que adornan los bajorrelieves del monumento.

A partir de aquí la vista se abre a un valle donde en su día debió estar emplazada una ciudad de la que lamentablemente sólo podemos ver los monumentos funerarios debido a la costumbre Nabatea de excavar los mismos en la roca de las montañas que la circundan. El resto de la ciudad me la imagino sepultada bajo mis pies a la espera de ser recuperada para miles de turistas de la posteridad Sigo caminando, el sol está en su cenit. Los comerciantes beduinos instalados al borde del camino me ofrecen monedas antiguas, lámparas, collares y souvenirs de todo tipo. También hay puestos donde los artesanos han intentado embotellar el desierto elaborando intrincados dibujos con sus arenas multicolores. No hay trampa, es curioso ver como trabajan y con qué maestría van colocando las capas de arena moviéndolas hacia las paredes para formar dibujos de camellos o de flores. Algún chiquillo beduino me ofrece aliviar la caminata montando en un borrico, pero para mí esta visita es iniciática y tengo que hacerla a pie. Me paro, miro las tumbas más humildes excavadas en la roca, miro los puestos de souvenir y al final me dejo tentar por una pequeña lámpara ¿Romana, griega, tabetea? ¡Quién sabe! Para mí será un símbolo más real que las postales o los recuerdos hechos con plástico y papel. Al menos sé que data de varios cientos de años y que iluminó el quehacer de personas que me precedieron. Hoy para mí sólo tiene valor de adorno y de recuerdo, pero cumplió su misión, fue utensilio de barro, presidió alguna humilde comida o las caricias de una madre. El suelo que piso recubre una ciudad enterrada, o mejor varias ciudades superpuestas y enterradas por el abandono, la erosión de la montaña que los wadi tormentosos se encargaron de depositar en el valle. A parte de los monumentos funerarios se puede ver aún un anfiteatro excavado en la roca y en el otro extremo del valle una calzada romana flanqueada de columnas y que desemboca en el templo Nabateo conocido como templo Sur.

De nuevo prosigo el camino. Me dejo guiar por los turistas que me preceden De pronto se abre un nuevo desfiladero pero esta vez está tallado en la roca en forma de escalones. Ochocientos cincuenta oigo decir al paso, a medida que asciendo, mi asma se va haciendo más y más patente, el jadeo es seguido y me ahoga. Siento la tentación de abandonar. Algunas personas que hacen el camino de vuelta me espolean y me dan ánimos para seguir. Merece la pena, dicen. Sacando mis últimas fuerzas sigo adelante. Al fin y al cabo, estoy haciendo mi subida particular al Tabor. Sigo subiendo y me admiran los borriquillos que, azuzados por los pequeños beduinos, cargan con gruesos turistas y suben las escaleras sin tropiezo. ¿Cuántas veces harán el trayecto en el día? ¿De dónde sacarán fuerzas? Llego a la cumbre y respiro. Me siento feliz. Lo he logrado. Ante mí, otro monumento funerario, parecido al de El-Kashne se ofrece a mis ojos, esta vez a plena luz del día. Se trata del monumento conocido como Ed-Deir o Monasterio. Es tan impresionante aunque algo más macizo que el primero.

La caminata valió la pena. Fotografío, me hago fotografiar y me siento a respirar. Ante esta fachada mi imaginación vuela, me traslado dos mil años atrás me veo deambular frente a estas piedras. ¿Qué habría sido yo de haber nacido entonces y en ese lugar? ¿Beduino, esclavo, amo, militar? Esa no es la pregunta: ¿hubiera sido más feliz que hoy? ¿Me sentiría más centrado, más a gusto y en paz conmigo mismo? La humanidad ha dado pasos de gigante en dos mil años, creemos haber superado estas culturas, las vemos con una admiración mezclada de condescendencia, pero yo me pregunto, ¿ha aumentado nuestra sabiduría en proporción de nuestros conocimientos?

3 comentarios:

Cálida Brisa dijo...

Me encanta tu manera de narrar los viajes y experiencias vividas.

Idella Esteve dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Idella Esteve dijo...

Hola Fede,
Recorrí todo el blog buscando este artículo, sabía que había de encontrarlo, siempre ha sido mi favorito.
Enhorabuena por el blog, iré pasando con más tiempo, más detenidamente. Me alegra verte activo, escribiendo y recopilando y me animas a continuar con el blog que creé en octubre pasado pero que he tenido abandonado por falta de tiempo. Te dejo el link por si quieres visitarlo.

http://vientos.bitacoras.com/

Unn beso.

Isabel