21 de junio de 2007

Bogotá


Creo que a quienes visitamos con frecuencia Colombia hay cosas que nos desesperan y otras que nos dejan irremediablemente cautivados…. Nos exaspera el tráfico lento y caótico de la ciudad, las retenciones (“presas”, dicen ellos), la lluvia imprevista y los charcos que inundan las calles, las nubes que con frecuencia oscurecen los cerros, la burocracia, sobre todo a la salida del país.


Todas esas pequeñas miserias se disuelven sin embargo en la sonrisa de una amable y servicial camarera o dependienta como se disuelven las nubes cuando irrumpe el sol e ilumina el verde profundo de los cerros o silueta los altos árboles erguidos en la cumbre de Monserrate. Alegran el corazón las mejoras en las calles como alegran el corazón los generosos ramos de rosas de hasta veinte docenas que embellecen y aromatizan el lobby de mi hotel.


Pese a un trabajo intenso, y puesto que la cortedad de la visita y el evidente riesgo de secuestro por parte de la guerrilla, no permite salir de la ciudad y contemplar las bellezas naturales del país, todo el hechizo de Colombia ha quedado en esta ocasión prendido en los ojos de Marcela, Asistente Internacional de la empresa con la que he estado tratando.


Marcela es una muchacha fina, de piel morena y pecosa, de cabellos sedosos y muy negros, de nariz chica y algo respingona, con una voz acariciante y cantarina y unos ojos que parecen negros pero que a medida que aumenta la confianza y los miras más de cerca se vuelven increíblemente verdes y profundos como la laguna de Guatavita. El verdor azulado de esta famosa laguna, el brillo de las esmeraldas, la oscuridad de los bosques se entremezclan con chispitas doradas como el dije que adorna su cuello. Marcela, te he mirado con deleite, con un corazón ligero, con ojos transparentes porque sólo he querido ver en ti la belleza de tu país tan asolado por el terrorismo, las extorsiones y la pobreza de los marginados.


Siempre que viajo a Colombia, no dejo de almorzar al menos una vez en uno de los Restaurantes Casa Vieja. El ambiente está tan cuidado como la cocina criolla que me sirven. De todos los platos que he probado en estos restaurantes me gusta sobre todo el “Ajiaco santafereño". Consiste en una espesa sopa preparada con tres tipos de papa: la papa criolla que se deshace enteramente al hervir, la papa pastosa de tamaño pequeño y la papa sabanera muy parecida a nuestra patata. en la sopa se añade una mazorca de maíz tierno, “choclo”, pollo desmenuzado, crema de leche, aguacate “guacamole” y alcaparras al gusto. El todo servido muy caliente y en vasija de barro. Si después del ajiaco quedas con hambre siempre puedes acompañarlo con un bife a la parrilla aderezado de “chumichurri” que es una salsa a base de pimiento verde, cebolla y ajo pasados por someramente picados y mezclados con aceite. La carne se puede acompañar con “arepas”, que son tortitas de maíz blandas o secas según las regiones. De postre recomiendo una porción de “arequipe” o dulce de leche.


Posiblemente pocos ignoran que Bogotá posee en pleno centro de la Ciudad el Museo del Oro, impresionante cámara acorazada que guarda todos los hallazgos de oro precolombino. Lo que quizá sea más ignorado es que un artesano colombiano se ha dedicado durante años a hacer réplicas certificadas de estos tesoros que vende en su cadena de tiendas “Galerías Cano”. Las piezas de oro están hechas de peltre recubierto de varias capas de baño de oro de 24 kilates, y las piedras que adornan los collares son ágatas, cuarzos y otras piedras semipreciosas, réplicas idénticas a las utilizadas en las piezas originales guardadas en el Museo. Las “narigueras”, o adornos de nariz, los pectorales, los “tequendamas” o águilas sagradas y otras figuras antropomórficas son algunas de las réplicas que se pueden adquirir en estas tiendas.


Entrar en Galerías Cano es para mí siempre una emoción fuerte. Sostengo entre mis manos algunos de los adornos, brazaletes, collares u otras piezas y siento en mis dedos el valor estético de piezas que tienen cientos de año. El contacto con estas bellezas me ayuda a relativizar nuestros logros y nuestros gustos y a eternizar la armonía estética.

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