En nuestros días, la aventura es puramente comercial ya que los mirandeses han sabido atraer a los ávidos compradores españoles que en automóvil y en autocares completos invaden cada fin de semana la villa atraídos por la calidad y buen precio de textiles, muebles y otros enseres y artesanías. Poco dotado para comparar precios y descubrir gangas, aprovecho uno de estos viajes comerciales para recorrer la ciudad antigua, limpia y bien conservada, su plaza mayor y la catedral renacentista con sus masivas torres chatas y rectangulares, y en su interior el retablo del altar mayor obra de Gregorio Hernández. Del antiguo castillo y de los muros de la ciudad sólo quedan las ruinas, pero destacan en la silueta del pueblo que parece enganchado en el mismo borde de la profunda garganta del río.
Me sorprendió lo bien que entendía el portugués hasta que me explicaron que no no me hablaban en portugués, sino mirandés, un idioma propio, de origen bable, mezcla del portugués y del castellano y que se estudia en los colegios a partir del ciclo de secundaria. También recordaré la buena cocida mirandesa, y en particular la merluza a la cazuela del Restaurante O Mirandés cuyo chef, sentenciosamente nos explicó que se trata de un plato hecho de buenos ingredientes pero sobre todo de mucha paciencia.
Las sábanas y la tollas llenan el maletero del coche, en mis oídos sigue sonando las cantarinas frases portuguesas y por mis ojos desfilan los muros blancos, las piedras grises, el verde oscuro del río y a lo lejos ya, como en silueta las torres de la catedral de Miranda de Douro.
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