Hace unas semanas tuve la oportunidad de volver a Teruel como ponente en un Congreso. Me llamó la atención que en el programa de actos para los acompañantes, había una visita a Albarracín, pueblo poco distante de Teruel y que ha saltado recientemente a las páginas de los periódicos por haber sido el primer destino de los Príncipes de España en su viaje de novios. La curiosidad, pero sobre todo el deseo de encontrarme con otra joya del arte mozárabe fueron suficientes acicates para saltarme una de las tediosas tardes de discursos y hacer una escapada para visitar la ciudad.
Si tuviera que definir con pocas palabras el lugar, diría ante todo que nos encontramos ante una villa fronteriza, que como tantas otras del Reino de Aragón, han sido villas cristianas, ciudadelas musulmanas y tras la reconquista, bastiones cristianos en el misma frontera con los reinos musulmanes. Nada hace presagiar que detrás de la cerrada curva del manso río Guadalaviar se halla una de las más ensoñadoras villas del viejo Aragón.
Las grandes rejas de los ventanales, las aldabas forjadas con formas de salamandra, los anchos voladizos de las casas le confieren unas peculiaridades que raras veces se pueden contemplar en otras villas españolas. Pero es sobre todo las estrechas y empinadas calles, y los numerosos arcos que actúan como puertas de guarda, los contrafuertes, y las murallas que la circundan lo que le dan ese aire de buque enseña que mira desde lo alto de la muralla al invasor sea éste moro o cristiano. De la época de Banu Razín aún siguen en pie las torres del Agua y la del Aguador mientras que de la época feudal posterior, sigue en pie la Torre de doña Blanca, como sigue su triste leyenda; pues hay quien cuenta que Blanca de Aragón murió de pena y tristeza en aquella fría torre por lo que aún hoy, en las noches de luna llena, su alma baja a las orillas del Guadalaviar, donde se baña su espíritu.
Pero si la curiosidad y la oportunidad se alían para acercarse a Albarracín, es necesario dejar atrás las guías turísticas y subir despacio por las empinadas calles, dejando que la vista quede prendida en una magnífica reja forjada en un escudo tallado en la piedra, o que a la vuelta de una esquina, entre casas que desafían todas las reglas del equilibrio, encontremos un hueco por donde dejar escapar nuestra vista hacia la sierra circundante. Cada arco, cada esquina, puede de pronto convertirse en mirador, nido de águilas u atalaya desde donde sentirse libre. Son además importantes la catedral del siglo XVI, la iglesia de Santa María y los edificios civiles del ayuntamiento o las casas nobles de los Monteverde o de la Brigadiera. No obstante es la arquitectura popular compuesta por numerosas construcciones de tres o cuatro alturas de mampostería, yeso y estructuras de madera con balcones, lo que más llama la atención del visitante. La ciudad entera es un museo y sus miradores exteriores permiten percibir la carga histórica y artística de la ciudad que parece haber quedado congelada en el pasado a pesar del avance de los tiempos. Algunos arcos, las sorprendentes vistas desde la plaza del Ayuntamiento y la casa Juanilla serán para mí los armazones donde trabar el amplio abanico de vistas y sensaciones.
El calor del día no invita a degustar los platos de la tierra: el ternasco al horno, la caldereta o las migas con uvas, recios platos para una tierra que en invierno debe resistir los rigores de una estación fría y que me dejan un enorme afán por visitarla silenciosa y mojada cuando los vientos del otoño hayan espantando a los turistas que pueblan hoy sus calles.
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