12 de junio de 2007

Luces y sombras de La habana Vieja


Son las ocho de la tarde y a pesar del viento de levante que riza las olas y las transforma en cascadas de agua y espuma, el Malecón está lleno de gente que pasea indiferente a las salpicaduras y a veces a las trombas de agua que con un golpe seco estallan contra el muro y se desparraman sobre los paseantes desprevenidos. El sol se hunde rápidamente en las agitadas aguas, y el tiempo queda como suspendido entre dos luces en este lugar tan emblemático y tan romántico de la ciudad.


En el Malecón pasean por la mañana los jubilados que observan a los pacientes pescadores de sedal y caña. Por él pasean al atardecer las familias, y cuando las sombras invaden la ciudad, en su pretil aúpan los jóvenes a sus novias para que sus besos y susurros sean sólo sorprendidos por el embravecido o acariciante mar. El Malecón ha sido desde tiempo inmemorial el lugar preferido de los habitantes de la Habana y el lugar de encuentro, de enamoramientos y de animosa convivencia. Desde su orilla contemplo esta ciudad que me ha herido de penas y alegrías, esta ciudad hermosa en sus arrugas y desconchones, esta ciudad iluminada por el andar, por la sonrisa y por la voz cantarina de sus habitantes. Del otro lado del Malecón se encuentra el Morro, con su impresionante fortaleza y sus cañones, los doce apóstoles, que junto con el fortín que le hace frente y el castillo o fortaleza de la Real Fuerza hacían del puerto de La Habana uno de los más seguros de toda América. Sus atalayas y sus saeteras otean el horizonte y como majestuosa proa desafían al mar.



La antigua ciudad colonial, está siendo paulatinamente restaurada bajo la dirección del ilustre historiador Eusebio Leal con la ayuda del turismo y bajo el patrocinio de la UNESCO que en 1981 declaró La Habana Vieja patrimonio de la Humanidad.



Sería imposible describir todas las mansiones y palacios restaurados y recuperados par uso público y cultural. En una primera visita probablemente bastaría con pasear por La Plaza de Armas y por la de la Catedral con El Palacio de los Capitanes Generales, el palacio de los Condes de Casa Bayona, que alberga el Museo de Arte Colonial, el palacio del Marqués de Arcos, antigua Casa de Correos y hoy Taller Experimental de Gráfica de La Habana, y así despacio, parándose aquí y allá, recorrer los más de veinte palacios y casas señoriales que una vez restauradas se han convertido en museos del tabaco, del chocolate, de la música, de los coches antiguos o bien se han transformado en coquetos y recogidos hoteles o restaurantes como el Mesón del Fraile, o el antiguo palacio del Marqués de Aguas Claras, que alberga en su interior el bar-restaurante El Patio.



Mi recorrido turístico por La Habana Vieja no sería completo si no mencionara el Templete que conmemora el lugar en que en 1519 se fundó la villa de San Cristóbal de la Habana y donde se celebró la primera misa debajo de una ceiba parecida a la que existe en la actualidad frente al edificio y que, según cuenta la tradición quien pasea en torno a ella, no tarda en volver a la ciudad; ni puedo olvidar mencionar la airosa Giraldilla, símbolo turístico de La Habana. La veleta se asemeja a la Giralda Sevillana y data de 1631 y la leyenda – una de las primeras y más bellas de La Habana – dice que es la imagen de doña Inés de Bobadilla, esposa del conquistador español y gobernador de la isla, Hernando de Soto. Doña Inés quedó como gobernadora de Cuba cuando su ambicioso esposo se fue a conquistar La Florida y mientras éste descubría el Mississipi, ella subía todos los días al torreón de la Fuerza esperando ver las velas del galeón que lo trajera de vuelta a casa. Soto jamás retornó porque murió precisamente en el Mississipi. La Giraldilla fue construida mucho después de que muriera doña Inés, pero del torreón – que no es el original – conservó el nombre de Torreón de la Espera y los habaneros, cuentan la hermosa leyenda ante un mojito o daiquiri porque la Giraldilla es también el símbolo del ron Havana Club marca creada para sustituir la marca Bacardí cuyos dueños huyeron a Puerto Rico durante la Revolución, llevándose la marca de ron más popular de la isla.



Pero hablando de ron, bueno es mencionar también el Restaurante La Bodeguilla, puerto habitual de Hemingway que dejó estampada su firma en la pared y tras él innumerables famosos de la política, el cine, la música, el espectáculo, seguidos por los desconocidos visitantes que han hecho del lugar un hito en la vida turística de La Habana. Por mi parte, prefiero acercarme al palacio que alberga El Museo de Artesanías, y sentado en su frondoso patio interior, escuchar los sones y canciones populares cubanas mientras saboreo despacio un mojito muy frío que con su aroma y sabor a hierbabuena me devuelve esa mezcla de luces y sombras que constituye la Habana de hoy.



Y es que a poca conciencia que tenga uno, no puede utilizar la Habana como un sitio turístico desechable u olvidado una vez hechas las visitas y fotos de rigor como hacen tantos turistas antes volver al autocar con aire acondicionado que les devuelve a los paraísos de artificiales de Varadero. La Habana es también una realidad social mal que nos pese, fruto de años de obstinada cerrazón política, y enconado y despiadado bloqueo del gigante americano. La combinación de ambas posturas y sin ánimo para otras disquisiciones, la están pagando los habitantes de la ciudad, a quién sus dirigentes les ofrecen ollas a presión para ahorrar energía pero no les ofrecen el mínimo necesario para la subsistencia. Y es que el sueldo de 300 pesos cubanos mensuales (aproximadamente 25 dólares USA) no da ni para sobrevivir. No es de extrañar entonces que la preocupación primera de todo cubano en edad de razonar es el afanarse en “resolver”; expresión eufemística que cubre todos los cambalaches para hacerse con ingresos suplementarios ya sea desviando bienes comunes y vendiéndolos en las tiendas de turismo, ya sea, fabricando artesanías, pastelitos o cualquier otra cosa susceptible de ser convertida en dinero, y a poder ser dinero convertible. Porque asustado por la doble circulación de pesos y dólares en la isla, Fidel y sus Consejeros han ideado un peso convertible obligatorio en todas las transacciones turísticas y que penaliza cualquier tipo de divisa con una tasa del 8% y al dólar con un 18%.



Se podrá argumentar que gracias al turismo, y gracias a esos impuestos sobre divisas se puede hacer frente a la canasta básica que se reparte a la población mediante cartilla de racionamiento, pero existe el peligro de que se esté matando la gallina de los huevos de oro, pues el turismo puede derivar hacia otras islas menos onerosas y por otra parte opino que sería preferible dar cancha a la iniciativa privada en lugar de repartir ocho huevos, medio pollo o unos puñados de frijoles por habitante y mes.
Pero no quiero terminar este relato con un tema tan amargo. He acabado mi mojito y la noche ha caído sobre la ciudad. Los turistas se han ido, y las calles se vacían. Salgo meditabundo del local para dirigirme al Restaurante El Aljibe, famoso por sus cenas criollas de arroz blanco con frijoles negros y pollo asado a la cubana. La cerveza y el último mojito del día, disipan poco a poco las últimas brumas de la melancolía. Amo esta ciudad aunque me espine el alma. Amo a sus gentes y deseo que cuanto antes la Habana Vieja sea una Ciudad reconstruida, pero también que sus habitantes recobren parte de la alegría perdida y se sientan de verdad libres para desarrollar toda la iniciativa e inventiva que hoy están obligados a usar en el arte de sobrevivir.

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