Era una tarde de
domingo. Yo leía plácidamente en el
salón mientras a mi pies, nuestro hijo
Alex jugaba con su última adquisición un Famobil Artillero
pertrechado con su cañón, y sus
bolas redondas y de aspecto plomizo del tamaño de un garbanzo.
De pronto, Alex se gira
hacia mi y me señala la nariz donde empiezan a brotar gruesas gotas de sangre
_ Qué te ha pasado hijo?
Alex no contesta, señala
alternativamente su cañón de juguete y una diminuta bolita , una bala de su cañón. El
gesto nos dice todo lo demás. Jugando con una de esas balitas se la ha
introducido por una de las narinas y no la puede sacar.
Inicialmente no me alarmo
excesivamente. Bastará llamar a su madre y mientras yo mantengo al niño
tranquilo, ella con un poco de paciencia y unas pinzas de depilar desalojará
el proyectil de tan fastidioso lugar.
Hay pocos niños tan
valientes como el nuestro. Sabe que ha hecho una trastada y por mucho que le
duela o por más miedo que tenga se trata
de demostrar que es un chico grande, que no es un quejica y que sabe hacer frente a esas pequeñas
calamidades de la vida.
Mi mujer se empieza a poner
nerviosa, intenta hurgar con las pinzas en las fosas nasales de niño sin
hacerle demasiado daño pero solo
consigue que sangre más abundantemente, que empiece a ponerse nervioso y que dos
grandes lagrimones nublen su límpida
mirada de cuatro años.
Ahora somos nosotros quienes
nos ponemos nerviosos. En un plis plas
nos ponemos ropa de calle y salimos disparados hacia el Servicio de Urgencias
del Hospital. La sangre que sigue
manando de la nariz del niño es suficientemente aparatosa para acortar el tiempo de espera. Nos hacen pasar rápidamente a una sala de
consulta, entra un médico joven que probablemente esté haciendo el MIR, se
lleva al niño a un rincón de la sale donde le enfoca una potente lámpara y sin
volverse hacia nosotros pregunta
_ ¿Qué ha pasado?
¿Cómo se ha hecho eso?
Contestar sencillamente “Jugando con una bala de cañón” hubiera sido una simplificación tan escueta
que hubiera creado más confusión que otra cosa. Debía proporcionar una
explicación más elaborada:
_ Verá Doctor, el niño estaba jugando con sus Famobil y su cañón y debió acertar a meterse una de esas
dichosas bolitas por la nariz…
Iba a seguir diciendo que la
cosa había ocurrido hacia escasamente una hora pero ya no me dejó seguir.
El médico se giró hacia mí, se me quedó mirando, y me dijo.
_ No se preocupe, Esta
batalla está ganada. Por lo que veo
Usted no se acuerda de mi. Yo tampoco le reconocí a primera vista. Pero
ahora que ha empezado a hablar, su voz me resulta inconfundible. Usted fue mi
profesor de francés en el Colegio
Acitain La Salle de Eibar.
Por las explicaciones que me dio una vez hubo extraído la
sanguinolenta bolita de la narina de mi hijo, efectivamente habían pasado unos
diez años desde que Asier Iturbe fuera alumno mío de francés en aquel colegio.
. Ahora hacía las prácticas del MIR en el hospital de Burgos y yo seguía sin poder
colgar ningún recuerdo de aquella tarjeta que prendida sobre el bolsillo
superior de su bata lo acreditaba. Yo solo era una voz, pero había servido para
identificarme. Espero que al despedirme con mi más sincero agradecimiento, su
recuerdo se quedara sólo en eso, una voz, un recuerdo, y que si alguna otra anécdota viniera a sumarse a la voz, durara lo que una pompa
de jabón en la espuma de aquel día
No hay comentarios:
Publicar un comentario