Perdida en las tupidas
caucheras, allá en la frontera noroeste entre Tailandia y Myanmar, la pequeña
aldea de Song Kalia se apelotona perezosa y escondida a orillas del caudaloso río Nam
Kalia. Sin embargo, sus vecinos, a fuerza de malarias, dengues y otras
enfermedades, han comprendido que el agua del río no es apta ni para beber ni
para cocinar. Por ello, todas las tardes, después del colegio, vemos a grupos
de adolescentes, sobre todo niñas, cargando en cada mano una pesada garrafa de
agua que por unos céntimos han ido a comprar al almacén de un chino espabilado
que montó en su local de la carretera, a dos o tres kilómetros del pueblo, un
alambicado sistema de filtrado y purificación de agua con el que promete la
eliminación de residuos, tierra, gérmenes o cualquier microbio.
Salini era una de las muchachas que con mayor asiduidad
acudía a por agua al almacén del chino Liu.
Nunca le faltaba escolta masculina, pero sabía rodearse de amigas que
interrumpían, interpelaban y se reían de los moscardones que la rondaban. Dusit, por el contrario, no necesitaba acarrear
agua. Su hermano, con un par de viajes de su motocarro mantenía la casa bien abastecida. No obstante, el muchacho veía en esos paseos
al almacén una ocasión de oro para que
Salini se fijara en él y no podía desaprovechar la oportunidad. Inspirándose en la motocarro de su hermano,
trabajó durante días para construir una carretilla capaz de cargar con varias
garrafas de agua. Utilizó las ruedas de un desvencijado coche de niño al que
acopló una plataforma de madera, laterales de bambú y un largo remo que le
servía a la vez de tirador y de timón.
Así pertrechado se acercó un día al almacén del viejo Liu, a por una
garrafa de agua, no sin antes asegurarse de que Salini estaría cerca, charlando o haciendo cola con
sus amigas.
Esta sería una historia banal, si no fuera porque como
ocurría antaño en nuestros pueblos castellanos, este obligado y esforzado viaje
a la moderna fuente del chino Liu no fuera también la ocasión propicia para
alborotados rubores, cuchicheos de muchachas, exclamaciones al vuelo y sin autor,
miradas desafiantes y otras bravuconadas de sus jóvenes admiradores.
En el colegio, Dusit, ciertamente no era uno de esos
muchachos de mirada retadora, voz estrangulada y gesto de gallo
conquistador. Silencioso, tímido,
incluso cobarde, yo le veía con la mirada perdida, siguiendo embelesado el
cadencioso balanceo de las pesadas ramas de los mangos, o robando a escondidas
miradas azoradas hacia la joven y vivaracha Salini, cuyas risas estridentes y
extemporáneas nos traían de cabeza a todos los profesores, pues su sólo amago
bastaba para alborotar la clase y desbaratar nuestras más sesudas
explicaciones.
Cuando lo vieron llegar todas lo rodearon de inmediato. No les cabía la menor duda
sobre la intención del muchacho. Sabían que en realidad lo hacía por estar
cerca y ayudar a la amiga por la que en silencio suspiraba, hablar con
ella, reírse de sus bromas, y quizá, con
el tiempo conseguir que Salini se fijara
en él, lo eligiera como amigo o al menos le diera esperanzas.
Pero Dusit cometió un error de proporciones. Construyó una
carretilla demasiado grande que podía cargar hasta seis o siete garrafas de
cinco litros. Así pues nunca faltaban amigas que aprovechándose de la circunstancia, ponían en
la carretilla al menos una garrafa junto a la de Salini lo que las convertía de inmediato en
embarazosa e indeseada compañía.
Fue Salini la que muy pronto
buscó remedio a este exceso de compañía. Hay que decir que aunque no lo
manifestara a las claras, Dusit le gustaba mucho más de lo que estaba dispuesta
a reconocer. Ella también quería sentir el cosquilleo de sus palabras
entrecortadas y dichas en voz muy baja, sentir sobre ella esas miradas
cómplices, atreverse con bromas de doble sentido, que borraba de inmediato con
una sonora carcajada. Quería sentirse elegida y calibrar su poder sobre Dusit
con reproches por olvidos inexistentes, caprichos consentidos, o por descuidos inventados.
Salini hizo correr la voz de
que aprovechando su obligado paseo al almacén de viejo Liu, también traería
agua a las personas que no tuvieran quien les hiciera ese servicio. Esa pequeña treta además de granjearles la
simpatía de las abuelas del poblado, les permitió recorrer el camino a la
fuente con tranquilidad y sin otra compañía que su alborozo.
Han pasado tres años, pero
creo que su estratagema ha dado resultado.
Los veo de vez en cuando en Facebook, y
las fotos son suficientemente elocuentes para pensar que hacen una buena
pareja.
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