12 de mayo de 2018

La fuente del Chino Liu


       

       Perdida en las tupidas caucheras, allá en la frontera noroeste entre Tailandia y Myanmar, la pequeña aldea de Song Kalia se apelotona perezosa  y escondida a orillas del caudaloso río Nam Kalia. Sin embargo, sus vecinos, a fuerza de malarias, dengues y otras enfermedades, han comprendido que el agua del río no es apta ni para beber ni para cocinar. Por ello, todas las tardes, después del colegio, vemos a grupos de adolescentes, sobre todo niñas, cargando en cada mano una pesada garrafa de agua que por unos céntimos han ido a comprar al almacén de un chino espabilado que montó en su local de la carretera, a dos o tres kilómetros del pueblo, un alambicado sistema de filtrado y purificación de agua con el que promete la eliminación de residuos, tierra, gérmenes o cualquier microbio.
         Esta sería una historia banal, si no fuera porque como ocurría antaño en nuestros pueblos castellanos, este obligado y esforzado viaje a la moderna fuente del chino Liu no fuera también la ocasión propicia para alborotados rubores, cuchicheos de muchachas, exclamaciones al vuelo y sin autor, miradas desafiantes y otras bravuconadas de sus jóvenes admiradores.
         En el colegio, Dusit, ciertamente no era uno de esos muchachos de mirada retadora, voz estrangulada y gesto de gallo conquistador.  Silencioso, tímido, incluso cobarde, yo le veía con la mirada perdida, siguiendo embelesado el cadencioso balanceo de las pesadas ramas de los mangos, o robando a escondidas miradas azoradas hacia la joven y vivaracha Salini, cuyas risas estridentes y extemporáneas nos traían de cabeza a todos los profesores, pues su sólo amago bastaba para alborotar la clase y desbaratar nuestras más sesudas explicaciones.
     
    Salini era una de las muchachas que con mayor asiduidad acudía a por agua al almacén del chino Liu.  Nunca le faltaba escolta masculina, pero sabía rodearse de amigas que interrumpían, interpelaban y se reían de los moscardones que la rondaban.  Dusit, por el contrario, no necesitaba acarrear agua. Su hermano, con un par de viajes de su motocarro  mantenía la casa bien abastecida.  No obstante, el muchacho veía en esos paseos al almacén una ocasión de oro para  que Salini se fijara en él y no podía desaprovechar la oportunidad.  Inspirándose en la motocarro de su hermano, trabajó durante días para construir una carretilla capaz de cargar con varias garrafas de agua. Utilizó las ruedas de un desvencijado coche de niño al que acopló una plataforma de madera, laterales de bambú y un largo remo que le servía a la vez de tirador y de timón.  Así pertrechado se acercó un día al almacén del viejo Liu, a por una garrafa de agua, no sin antes asegurarse de que Salini   estaría cerca, charlando o haciendo cola con sus amigas.
         Cuando lo vieron llegar  todas lo rodearon  de inmediato. No les cabía la menor duda sobre la intención del muchacho. Sabían que en realidad lo hacía por estar cerca y ayudar a la amiga   por la que en silencio suspiraba, hablar con ella, reírse de sus bromas,  y quizá, con el tiempo conseguir que Salini  se fijara en él, lo eligiera como amigo o al menos le diera esperanzas.
         Pero Dusit cometió un error de proporciones. Construyó una carretilla demasiado grande que podía cargar hasta seis o siete garrafas de cinco litros.  Así pues  nunca faltaban amigas que  aprovechándose de la circunstancia, ponían en la carretilla al menos una garrafa junto a la de Salini  lo que las convertía de inmediato en embarazosa e indeseada compañía.
Fue Salini la que muy pronto buscó remedio a este exceso de compañía. Hay que decir que aunque no lo manifestara a las claras, Dusit le gustaba mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Ella también quería sentir el cosquilleo de sus palabras entrecortadas y dichas en voz muy baja, sentir sobre ella esas miradas cómplices, atreverse con bromas de doble sentido, que borraba de inmediato con una sonora carcajada. Quería sentirse elegida y calibrar su poder sobre Dusit con reproches por olvidos inexistentes, caprichos consentidos,  o por descuidos inventados.
Salini hizo correr la voz de que aprovechando su obligado paseo al almacén de viejo Liu, también traería agua a las personas que no tuvieran quien les hiciera ese servicio.  Esa pequeña treta además de granjearles la simpatía de las abuelas del poblado, les permitió recorrer el camino a la fuente con tranquilidad y sin otra compañía que su alborozo.
Han pasado tres años, pero creo que  su estratagema ha dado resultado. Los veo de vez en cuando  en Facebook, y las fotos son suficientemente elocuentes para pensar que hacen una buena pareja. 

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