23 de julio de 2007

La soledad



Hace unos momentos releía lo que decía hace un par de años a una amiga a propósito de la soledad: “La verdadera soledad sólo se siente cuando no te queda ni un solo número de teléfono al que llamar cuando la tarde cae y una mano invisible parecer agarrotarte el cuello y asfixiarte.”


En efecto, soledad no es aislamiento, reclusión o distancia de personas o lugares conocidos. Podemos sentirnos solos en la gran ciudad, codeándonos con cientos de personas o incluso en la tranquilidad de una familia aparentemente feliz y bien avenida.


Cuando reflexiono ahora sobre la soledad siempre empiezo pensando que la única y auténtica soledad es cuando nuestro propio yo nos ha abandonado. Hay algo, difícil de definir pero que fácilmente podría semejarse a un ímpetu o fuerza vital, que orienta, da sentido a nuestros actos. Los ingleses lo llamarían “purpose”. Pues bien, yo creo que nadie que tenga ímpetu y una meta bien definidas y justificada se siente verdaderamente sólo.


Como la nube que se volvía luminosa de noche y de día daba sombra a los israelitas, la pasión, el entusiasmo y el objetivo cubren al solitario de un manto de reconfortante calidez. Sin embargo, nuestros objetivos vitales más íntimos, sufren altibajos, pasan por momentos de euforia comunicativa o de nebulosas y acongojantes dudas. Es entonces que necesitamos compartir afanes y descargar zozobras.


La soledad, la auténtica, es constatar que no hay nadie a tu alrededor que merezca, quiera o quieras tú hacer partícipe de ese flujo que como copa rebosante busca en quien derramarse. Como es obvio, esto puede suceder con independencia de nuestra situación geográfica, edad, estado civil, o profesión. Viajero de mil mares, he conocido las largas, solitarias noches de hotel y las angustiosas cenas en restaurantes repletos de joviales grupos, parejas enamoradas, o ávidos negociantes mientras solo en mi mesa recorría con la mirada a unos y a otros, volviendo una y otra vez a esa página de periódico o a ese libro que como escudo me servía de pantalla. Estaba solo y sin embargo, nunca me sentí sólo del todo. La ilusión me animaba, y en cualquier momento, una llamada telefónica me acercaba a los míos.


Nunca como hoy, ha habido tantos progresos técnicos en la comunicación, y sin embargo nunca como hoy tantas personas se sienten solas y desamparadas. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es el egoísmo, el ritmo de vida, la competitividad, el desarraigo el culpable de tanta incomunicación? No es fácil responder con rotundidez. La vida de nuestros padres tuvo muchas veces unas necesidades que cubrir tan primarias que no quedaba tiempo para otras angustias. Por otra parte, la comunidad, el pueblo, el vecindario, eran como una extensión de la familia y servían muchas de confidentes o consejeros que les ayudaban a relativizar los problemas o como cajas de resonancia en las que amplificar las alegrías.


Hoy, en nuestros pisos blindados a duras penas conocemos a los habitantes del mismo rellano. Apretujados en el metro o en el autobús no se oye ni una palabra. Cada uno va encerrado en su agrio silencio o enfrascado en un libro que lo evade de la realidad. Los compañeros de trabajo van cada uno a lo suyo y con frecuencia compitiendo a tus espaldas por un mejor puesto, una información privilegiada o una amistad interesada. No me extraña en absoluto que nos sintamos solos, que intentemos romper los muros de silencio que nos rodean y acudamos a Internet buscando interlocutores que acuciados por el mismo mal deseen compartir su aislamiento para transformarlo en diálogo enriquecedor y muchas veces salvador.

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