12 de julio de 2007

Beirut


Siempre he tenido reparos para hablar del Líbano y de mis frecuentes viajes a Beirut y quizá sea porque de las cosas íntimas cuesta más hablar. Es como si me fuera a despojar de algo muy personal, de amistades, recuerdos, vivencias, sensaciones que, como los perfumes, pierden parte de su fragancia por el mero hecho de ser destapados.

Por otra parte, del Líbano se habla mucho en los periódicos y la política nunca ha hecho buenas migas con los sentimientos. Eso, y la casi apropiación que de ese país ha hecho una conocida periodista y reportera española, autora de varios libros, hacen que hasta ahora me haya retraído y haya preferido archivar los recuerdos en el corazón.

Llegué a Beirut por primera vez a los pocos meses de terminada la confrontación civil que desangró y destruyó el país entre 1975 y 1980 y dejó su capital convertida en un montón de cascotes y edificios derelictos. Mi primera sensación fue de estupefacción pues tuve la impresión de encontrarme en un país ocupado. Los trámites de aduanas en el aeropuerto se hacían ante las autoridades libanesas y ante las autoridades sirias, pero además, en la carretera, entre el aeropuerto y el hotel volví a someterme alternativamente a controles del ejército libanés y de las fuerzas de ocupación sirias.

Mis amigos querían librarme de cualquier peligro por lo que me hospedaron lejos de la capital en un hotel de veraneo situado en la montaña que rodea Beirut. Oscurecía mientras escalábamos las empinadas rampas pero llegué a vislumbrar en uno de los primeros giros, los últimos rayos de un sol incandescente que se ahogaba tras el horizonte Mediterráneo. El aroma de los pinos y el olor a leña quemada me acompañaron durante el ascenso y compensaron, en parte, la decepción de un hotel lujoso pero absolutamente desierto en esa época del año.

A la mañana siguiente, visité comercios y oficinas en el sector Este de la ciudad mucho menos afectado por los destrozos de la guerra, volví a presentar una y otra vez mi pasaporte ante la diferentes patrullas sirias y libanesas que con sacos terreros y barreras de alambrada cortaban alternativamente las calles. Me sorprendió la actividad febril, el tráfico denso y ensordecedor, el polvo que parecía recubrir la ciudad con un manto grisáceo y la algarabía de comercios, con sus luces y letreros en árabe y en inglés cuyas marcas internacionales tanto afean y uniformizan las ciudades del mundo. A la caída de la tarde, desde los distantes minaretes escuché sobrecogido las llamadas de los almuédanos a la oración.


Era el momento de dar por terminada la jornada pero no sin antes asistir de nuevo en la montaña a una tradicional cena libanesa. En el festín se encontraban personas de diversas etnias y religiones: cristianos maronitas, ortodoxos, judíos, católicos y musulmanes. Les unían un lazo común pues estaba invitado a una reunión cena de Rotarios que recaudaban fondos para un orfelinato. Como en cualquier otra parte de Oriente próximo la influencia de la cocina arábiga y turca es evidente. Llama la atención la abundancia de verdura fresca consumida en crudo, los omnipresentes frutos secos, y los innumerables mezze o platillos de entremeses, de los que por su especificidad mencionaré sólo el taboulé o ensalada finamente picada de lechuga, tomate, perejil y albahaca, el hummus que es un puré de garbanzos y pasta de sésamo y el babaganouj que consiste en pasta de berenjena, pasta de sésamo, limón y ajo. Como particularidad cabe señalar que todos los mezze se consumen sin tenedores ni cuchillos ya que se utiliza para ello el pan libanés, una especie de pan pita que en los restaurantes de cierto prestigio se fabrica en el mismo restaurante a medida de la demanda.

El tercer día, intentando siempre llevarme hacia el norte del país, lejos de sorpresas desagradables visité Trípoli y Biblos, auténtica cuna de civilizaciones ya que en ella se han asentado alternativamente fenicios, griegos, romanos, bizantinos, francos, venecianos, turcos, y finalmente franceses. Puesto que los primeros comerciantes conocidos fueron los fenicios, me encontraba en el lugar más apropiado para alguien que había hecho del comercio internacional su nueva profesión por lo que decidí comprar un souvenir en una tienducha de antigüedades. Se trataba de una pequeña lámpara de barro que presumí sería una burda imitación de alguna lámpara romana. Para mi sorpresa, con ocasión de una demostración práctica con carbono 14, que hicieron en la clase de mi hija pequeña, a ésta le dio por llevar para probar aquella lamparita y resultó ser auténtica y de cerca de 2000 años de antigüedad.

No podía abandonar el país sin visitar la zona destruida por la guerra. Con múltiples precauciones nos adentramos en la zona Oeste de la ciudad, antiguamente centro neurálgico de la capital, sede de los grandes bancos y de los grandes hoteles internacionales y la visita no pudo ser más desoladora. Edificios enteros arrasados, grandes boquetes en los muros del antiguo hotel Holiday Inn, edificios desvencijados, calles cortadas por los cascotes, rodeos y más rodeos para pasar a través de una especie de "no man’s land" de cerca de un kilómetro de anchura que en su día fue la famosa línea verde divisoria entre las zonas en guerra. He vuelto a Beirut año tras año hasta el año 2003 y mi corazón se ha ido llenando de alegría por los progresos que viaje tras viaje iba haciendo la ciudad para recuperar su fisonomía original. El centro histórico resurgía de sus cenizas aunque la reconstrucción a veces se hacía de manera más kitch de lo deseable; los hoteles volvía a abrir sus puertas, y la famosa Corniche de Beirut de más de cuatro kilómetros de longitud fue recuperando su antiguo esplendor. No sin un deje de triunfo, en los últimos años pude por fin hospedarme en el Riviera, uno de los hoteles de renombre de la Corniche, con su piscina al borde del mar y su atraque de yates privado, a pocos pasos del nuevo faro y de la noria gigante del Luna Park.

Tengo en mis retinas la silueta de cientos de ciudades extranjeras pero éstas no serían más que cortinas de humo si detrás de ellas no hubiera nombres, rostros amigos, que me han brindado su hospitalidad y su confianza, que me han abierto sus hogares y su corazón, que han compartido conmigo el pan y la sal. Por eso, desde el pasado año las noticias me sobresaltan cada vez que oigo nombrar Beirut o el Líbano. Llamo a mis amigos y me aseguro que están bien y como quiera que Beirut, con permiso de Maruja Torres es también un poco mi ciudad amante y mi ciudad amada, les pregunto si la violencia estúpida y el odio fratricida han vuelto a desfigurar su bello rostro.

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