17 de julio de 2007

Teotihuacan (México)




Hasta hace poco tiempo, mis conocimientos sobre los pueblos que habitaron Centro América no iban más allá de los Mayas y los Aztecas. Un viaje más sosegado a México me brindó la oportunidad de visitar con todo detalle el Museo Antropológico Nacional y tomar contacto por primera vez con la cultura de Teotihuacan.


Las máscaras de jade y obsidiana, las estatuas, los grabados de la serpiente emplumada, la fotografía de la pirámides del Sol y de la Luna fueron el acicate para acercarme a la ciudad sagrada de Teotihuacan situada entre Tulancingo y Pachuca a unos 45 km aproximadamente del DF. Aquella visita me impresionó. Caminar por la Calzada de los muertos y escalar con fatiga la pirámide de la luna quedaron tan grabados en mi mente que no he podido aún superar la impresión y me imagino que no la superaré hasta que no logre plasmar todos esos sentimientos en este relato.


Teotihuacan significa: lugar de dioses, lugar donde se hacen los dioses o lugar en que los hombres se convierten en dioses y fue así nombrada por los nuevos ocupantes, toltecas y aztecas después de que la ciudad quedara abandonada por sus fundadores. No conocía ese significado cuando pisé aquellas piedras por primera vez pero lejos de sentirme como un dios, me sentí auténticamente insignificante y anonadado ante tales dimensiones tanta grandeza y tanto misterio.


Los monumentos cuyas ruinas contemplo hoy, fueron construidos entre los años 150 a 250 de nuestra era y están alineados a lo largo de la mencionada Calzada de los muertos, una ancha avenida de más de 40 metros de ancho y más de dos kilómetros de largo. A un costado de la Avenida podemos ver la Pirámide del Sol y al final de la avenida la de la Luna. A diferencia de las egipcias éstas son pirámides escalonadas, divididas en cuerpos horizontales siendo la última suficientemente amplia para acoger un templo. Estos niveles son, además, elementos simbólicos de los supermundos y su cuadratura expresión de lo armonioso e inmutable. Son también simbólicamente emulación de los cerros y por consiguiente morada del agua y la alternancia de taludes y tableros evocan de algún modo los rituales cantos sagrados.


Aunque la Pirámide de la Luna sólo tiene 42 metros de altura, el desnivel del terreno hace que la plataforma superior se encuentre exactamente al mismo nivel que la pirámide de la luna con sus 64 metros de altura y 255 metros de base. Me asombro al pensar cómo consiguieron nivelar ambas plataformas y me intriga la precisión con la que está orientada la pirámide del sol de manera que permita al sol coincidir en el Cenit del centro de la pirámide los días 20 de mayo y 18 de Junio. Mientras los turistas suben con dificultad las escalinatas centrales, yo quedé absorto contemplando semejante estructura construida de adobe y recubierta de piedra. Si aún hoy, cuando todo adorno ha desaparecido, sigue siendo impresionante, ¡qué no sería cuando estaba recubierta de estuco y pintada con el mismo color carmesí que encontramos en otros lugares del recinto!


Muy pronto, azuzado por el temor de no tener una segunda oportunidad, yo también me dispongo, pese al asma, a subir trabajosamente, peldaño a peldaño, hasta la primera plataforma de la Pirámide Lunar. Los escalones son altos y muy estrechos y me pregunto si esta dificultad no fue voluntariamente asumida por los primitivos constructores, de complexión más baja que la nuestra, como sacrificio y rito purificador en su ascenso para dialogar con los dioses.


El monumento mejor conservado es la pirámide de Quetzalcoatl ( o de la serpiente emplumada) con gran cantidad de máscaras del mitológico animal rodeadas por imágenes referentes al agua. Hacia el final de la Calle de los Muertos, junto a la pirámide de la luna se encuentra el palacio de Quetzalpapalotl (mariposa) cuyas exquisitas tallas en piedra se conservan en óptimo estado.

Hoy, nada o muy poco queda del esplendor de aquella civilización. Mientras permanecemos en esta vasta soledad invadida por las chumberas y los ágaves, no es fácil imaginar una ciudad de más de doscientos mil habitantes, que exportó su artesanía en la talla de la obsidiana y del jade mucho más allá de sus fronteras. La amplitud del terreno, el calor agobiante, me piden un esfuerzo y un recogimiento especial. Nuestras pequeñas victorias individuales, nuestros logros personales adquieren en este lugar su justa proporción.


Me siento sobrecogido por tanto misterio y me invade el sentido de la trascendencia y de la finitud de las civilizaciones y de sus obras. Antes de abandonar el recinto, escojo una pequeña talla en obsidiana de Quezalcioatl, que desde la repisa de una estantería parece observarme mientras escribo este relato y me hace sentir que habiendo pisado la tierra de los dioses, no hay relato posible capaz de librarme de su influjo.

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