Recientemente he cumplido con el viejo sueño de volver a visitar Estambul. La primera vez había quedado tan impresionado que no supe si escribir sobre el Gran Bazar, sobre los cientos de Mezquitas, sobre el Cuerno de Oro o sobre los incendiados atardeceres sobre el Bósforo.
Un viaje profesional, y la serenidad de lo ya visto, me han permitido disfrutar de nuevo de esta ciudad a caballo entre dos continentes, crisol de las civilizaciones griega, romana, bizantina, otomana y la más reciente, iniciada con la revolución del carismático General Attaturk.
Tan pronto como dispusimos de un momento libre, quise enseñar a mi colega la Mezquita Azul que tanto me había impresionado en el primer viaje. La Mezquita Azul o Mezquita Ahmat se encuentra muy cerca de la Basílica de Santa Sofía, transformada en Museo, del Hipódromo romano y del famoso Palacio Topkapi residencia de los últimos Sultanes.
Impresionan sus seis altos minaretes, sus intrincadas cúpulas, pero sobre todo impresionan sus más de cincuenta mil incrustaciones de cerámica azul que le dan su nombre más popular.
Cuando llegamos a mezquita un joven se nos acercó. Rápidamente, en un español más que regular dejó claro que él no era un guía turístico, que no pretendía ninguna propina, que gustoso nos esperaba para llevarnos, sin compromiso, a su tienda de “souvenirs”.
Entramos en la mezquita, hicimos fotografías, admiramos los azulejos y las enormes lámparas votivas; no habíamos terminado nuestro recorrido cuando el voluntario guía estaba nuevamente a nuestro lado. A parte de explicarnos por qué las mujeres rezan siempre al fondo de la mezquita y separadas de los hombres, y servirnos de fotógrafo, nos deleitó con explicaciones sobre los Baños turcos cercanos, sobre la Basílica de Santa Sofía, y sobre el Palacio Topkapi. Como quiera que no parecía tener prisa pensamos que la única manera de perderle de vista sería acompañarle a la tienda. Curiosamente la tienda de “souvenirs” se convirtió en una magnífica tienda de alfombras. Allí, nos esperaba su “primo”. Éste, como todos los vendedores jóvenes del Gran Bazar había estado en España, conocía Madrid y había tenido una novia de Bilbao... La hospitalidad turca, el tradicional té de manzana, la generosa disponibilidad para darnos una clase magistral sobre alfombras y sus diferentes materiales, sus dobles nudos, su lugar de origen, el número de nudos por centímetro cuadrado, la simbología de los diseños, se fue haciendo patente a nuestros ojos. Cada alfombra es una historia única que dura más de seis meses entre la tejedora y su obra. De ahí la exclusividad de cada diseño. A pesar de no ir dispuestos a comprar alfombras, creo que nos faltó muy poco para salir cargados cada uno con una de aquellas piezas maravillosas... ¡Magnífica lección práctica sobre técnicas de venta con su preparación psicológica, puesta en escena, demostración y remate final!
Aún nos faltaba visitar el Gran Bazar, laberinto de miles de tiendas organizadas por especialidades, en calles todas porticadas, rutilantes de luz, y pararnos en alguno de los comercios de cuero, plata, cerámica, alfombras, pergaminos, etc. Sin dejarnos avasallar por los comerciantes que parecían ir transmitiéndose unos a otros antes de que nosotros llegásemos, no sólo que éramos extranjeros sino incluso que éramos españoles. No puedo visitar el Gran Bazar de Estambul sin que se cruce por mi mente la novela de Antonio Gala “La pasión turca”. Si el acoso que sufrimos durante el tiempo que duró nuestro recorrido por el Bazar acabó haciéndonoslo acortar, me imagino lo que puede ser este acoso cuando la visitante es una mujer sola abierta a nuevas experiencias...
Visitamos también el bazar de las especias o Bazar Egipcio, a orillas del puerto y cerca de la Mezquita de Suleymaniye, la mayor y más importante de Estambul. Este bazar, añade al anterior todo su exotismo de colores y de olores: menta, azafrán, curry, comino, vainilla, pimienta verde y pimienta roja, se exhiben al lado de las hierbas curativas, el té verde, y el popular y banalizado té de manzana. Con sus trece millones de habitantes, de los cuales cinco en Asia y Ocho en la parte Europea, Estambul es una populosa y abigarrada ciudad. Ni la historia, ni el tiempo le han podido arrebatar la incomparable posición geográfica ni sus inolvidables atardeceres cuando el sol, en brasa viva, parece languidecer jugando con las altas cúpulas de las mezquitas.
Un paseo en barco por ambas orillas del Bósforo, pasando bajo los dos esbeltos puentes colgantes que como mágicos cinturones parecen mantener unidos a dos mundos, y la contemplación de palacios, palacetes y opulentas casas de recreo a ambas orillas del estrecho nos retrotraen a tiempos antiguos, cuando Estambul era la capital del Mundo Otomano.
Visitar una ciudad es siempre una experiencia personal única. No puede existir objetividad en la descripción de una vivencia. Estambul es siempre íntima para cada uno de los millones de turistas que la visitan. Yo quiero quedarme con una sola imagen, y esta vez no puedo dejar de centrar mi atención en el extraordinario vendedor de alfombras y su reclamo.
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