Querida amiga,
Ibiza es fuego. ¿Quién no ha oído hablar de las famosas puestas de sol ibicencas? Café Ibiza, creador inicial de la música chill-out se encuentra justamente en Sant Antoni, mirando a poniente y es tradicional acercarse a ese café al atardecer para contemplar esas gloriosas puestas de sol mientras se degusta la bebida favorita y se escucha una música relajante. No muy lejos de allí, del otro lado de la bahía, tuve la oportunidad de contemplar algunas de esas puestas de sol y son absolutamente sobrecogedoras. El cielo se tiñe de oro, naranja, rojo bermellón y languidece con los más extraordinarios violetas. Esta luz crepuscular impregna la superficie del mar que va cambiando de tonalidades por minutos. Acaricia y tiñe las paredes, y confiere a los rostros un aura luminoso como en las representaciones budistas.
Sólo ha sido una semana pero la he vivido tan intensamente, que si no descargo los ojos de toda la belleza acumulada me van a imposibilitar seguir mirando con tus ojos a través de los míos, oír la música que encanta a tus oídos, sentir las sensaciones que estremecen tu piel.
No pretendo disertar ni establecer orden en este torrente de impresiones que dejo libres en estas líneas y a través de ellas en tu intuitiva imaginación. Lo primero que me sorprendió de Ibiza fue su insularidad. Quiero decir con ello que desde el primer momento que alquilé un coche en el aeropuerto de Ibiza, pude constatar que estaba en una isla muy pequeña en la que no existe el concepto de distancia. Cuando en la península hablamos de ir de una población a otra, visualizamos distancias de más de 100 kilómetros. En Ibiza, la distancia más larga entre dos poblaciones es de 30 kilómetros. Puedes perfectamente desayunar en Eivissa (según la acepción local), almorzar en San Antoni en el noroeste, y cenar en Santa Eulalia en el noreste sin que los desplazamientos hayan supuesto más que unos minutos de carretera y el chocar una y otra vez con los maravillosos límites impuestos por el mar.
En una de mis escapadas, una extranjera afincada en la isla y dueña de una galería de arte me señaló que toda la isla es arte. Yo pensé para mí que toda Ibiza es sobre todo color. Habituado a los ocres, pardos y grises del paisaje castellano, mi encuentro con esta isla ha sido intensamente cromático. Ibiza es blanca, es verde, es fuego y es azul.
Ibiza es blanca en sus pueblos y en sus casas diseminadas por las laderas de los montes. Pueblos del interior, como Sant Josep, Santa Gertrudis o San Miguel son pequeños núcleos de casas blancas en torno a una iglesia de un blanco refulgente, de gruesos muros rectangulares y un minúsculo campanario para no sobresalir y ser diana seguro de piratas y corsarios. Como cualquier isla del Mediterráneo, Ibiza ha vivido durante siglos a merced y a pesar de los piratas y no es de extrañar que las iglesias se construyeran como bastiones de defensa y de abrigo, sin apenas ventanas y sin altivas torres como si quisieran agazaparse en el paisaje y cobijar en torno a ellas a todo el caserío. En la actualidad, pese al boom del turismo, y a la especulación inmobiliaria, esta isla ha sabido conservar intacta su blancura. Llaman la atención los miles de chalets, mansiones o palacios diseminados por las laderas de las colinas hasta en lugares casi inaccesibles, pero sosiega observar que en ningún caso se rompe la armonía de color ni se crean estridencias con el entorno. La altura de los edificios está en consonancia con la altura de los pinos que los circundan de manera que destacan por contraste con el verde del follaje pero nunca por su altura.
Es verde. Increíblemente verde en toda su extensión. Los pinos achaparrados y nervudos, las sabinas que descienden hasta la misma orilla del mar, y en los pueblos los majestuosos magnolios, crean un tapiz de fondo sobre el que destaca más si cabe el blanco de las casas Ibiza es azul. ¿Quién lo dudaría? A cada recodo de un camino, de una carretera o cuando te asomas a lo alto de un monte, aparece el mar, pero cada vez ese mar te lanza un destello diferente; desde el azul verdoso de las pequeñas calas, al azul Iñigo de las cavernas marinas pasando por todas los matices de azul: plata, acero, purísima, cielo, cobalto, marino. Nunca es el mismo mar, nunca tiene la misma tonalidad. A veces, generosamente te ofrece varios tonos a un tiempo. Algunas de las calas son precisamente famosas por las variadas y cambiantes tonalidades del mar. Por mi parte me quedo con las calas del norte de la isla y en particular con la de Portinatx
Ibiza es fuego. ¿Quién no ha oído hablar de las famosas puestas de sol ibicencas? Café Ibiza, creador inicial de la música chill-out se encuentra justamente en Sant Antoni, mirando a poniente y es tradicional acercarse a ese café al atardecer para contemplar esas gloriosas puestas de sol mientras se degusta la bebida favorita y se escucha una música relajante. No muy lejos de allí, del otro lado de la bahía, tuve la oportunidad de contemplar algunas de esas puestas de sol y son absolutamente sobrecogedoras. El cielo se tiñe de oro, naranja, rojo bermellón y languidece con los más extraordinarios violetas. Esta luz crepuscular impregna la superficie del mar que va cambiando de tonalidades por minutos. Acaricia y tiñe las paredes, y confiere a los rostros un aura luminoso como en las representaciones budistas.
Amiga mía, nunca me sentí marinero, pero en este viaje me hubiera tentado recorrer todas las calas navegando en un velero. Mi pobre sustituto fue una excursión en barco bordeando la costa para ver desde el mar las calas que previamente había recorrido por carretera en coche. Ciertamente, una excursión turística y bullanguera es una muy pobre alternativa a un viaje romántico y silencioso, pero ello me permitió acercarme a la misteriosa isla Vedra, la Catedral del Mar, tan llena de leyendas y de misterio y hoy refugio de mil aves y algunas cabras de monte. Sobrecoge acercarse a ese picacho de más de doscientos metros de altura que surge abrupto, casi perpendicular como una torre vigía, una más de las siete construidas por el hombre alrededor de la isla y que en el pasado servían de torres permanentes de vigilancia contra piratas e invasores.
Podría seguir contando y contando sobre Ibiza, pero no quiero cansarte. Prefiero que si tienes oportunidad, vayas y lo veas por tu cuenta. Eso sí, no dejes de alquilar un coche cuando llegues a la isla. Merece la pena. Sin él mi viaje no hubiera tenido el mismo sabor, ni hubiera visto la mayoría de los pueblecitos del interior, como Sant Miquel, Santa Gertrudis o Sant Joseph. Tampoco hubiera podido acercarme a San Carlos y recorrer el mercado hippy donde por cierto me compré una camisa blanca al estilo “ad lib” y una litografía que enmarcada adorna una de las paredes de este despacho.
Siempre te he comentado que no se conoce un lugar hasta que uno no se sumerge en él con los cinco sentidos. En este caso yo añadiría obviamente un sexto sentido: el estómago. Aprovecha para degustar los platos típicos de la isla: un buen “guisat de piex” seguido de la “greixonera” que es un postre tradicional típico de cualquier celebración familiar. Ah! y si no estás conduciendo, cualquiera de los numerosos licores de hierbas harán que te sientas a gusto y reconciliada con la vida.
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