12 de junio de 2007

Teruel



Suenan las campanas de San Pedro, como sonaron aquel día ya lejano en que cansada de esperar, presionada por su padre, Isabel Seguras noble dama turolense accedió por fin a desposar al rico y poderoso señor de Albarracín, Don Pedro de Azagra.

La torre del Salvador desafiando las apretujadas casas a su alrededor se yergue altiva, geométrica e inspirada orgullosa del humilde ladrillo, laboriosa y artísticamente entrelazado por el saber y la tradición mudéjar que durante siglos dominó la ciudad. Algo más alejada la torre de San Martín le da la réplica y nos recuerda la belleza de todo lo que se hace con un corazón enamorado. Y es que mucho antes de que los famosos amantes que hicieran de Teruel una ciudad renombrada, ya hubo en Teruel una historia de amor cantada por juglares y menestrales. La hija del emir turolense, se había enamorado de un noble cristiano que la pretendía en reñida rivalidad con el hijo de otro noble musulmán allegado al Emir. Ambos pretendientes eran arquitectos y no queriendo establecer preferencias entre ellos por motivos de casta o de religión, el sabio Emir, les puso a prueba: aquel que construyera la torre más hermosa, desposaría a la princesa.

Los jóvenes enamorados trabajaron denodadamente, estimulados por el bien en prenda. Su rivalidad en el amor, se volcó en el arte de entrelazar los esmaltados ladrillos y en levantar cada uno una torre que desafiara a la de su oponente, en altura, en belleza, en solidez y en arrogancia. Ambas torres, conocidas hoy como la de San Martín y la de El Salvador, fueron subiendo recubiertas de armazones que las ocultaban a los ojos de los bandos que se habían formado en torno a los dos desafiantes enamorados.

La ejecución de la obra tenía un plazo. A medida que llegaba el día en que las torres fueran despojadas de sus encofrados, crecía la expectación, las acaloradas disputas y entre los más espabilados las pujas y los desafíos iban haciendo subir las apuestas.

Cuando por fin a una señal del Emir se dio orden de descubrir ambas torres, las exclamaciones de admiración fueron tan unánimes, que el pueblo llano no sabía a ciencia cierta cuál de las dos merecía el ansiado galardón. Ambas tenían la misma altura, la misma hechura, los mismos adornos; se notaba de lejos que los dos arquitectos habían sido discípulos aventajados del mismo maestro.

Sin embargo, el artesano honesto, no necesita de las alabanzas y parabienes ajenos. Él sabe apreciar la perfección o los defectos de su obra y es el más implacable juez de su saber hacer. Fue así, como el arquitecto musulmán, advirtiendo una ligerísima inclinación en la torre que con tanto amor había erigido en honor de su princesa, juzgó que esa mínima imperfección no era digna de tan ansiada prenda, y subiéndose a lo más alto de su torre se precipitó al barranco que circunda la ciudad, dejando así el camino libre a su contrincante que en medio de grandes parabienes desposó a la princesa y aseguró durante los años venideros las buenas relaciones y el intercambio de artesanías entre cristianos y musulmanes.

Mi mente sigue fija en los famosos amantes de Teruel, tan maltratados en el refranero popular, pero mis ojos no pueden por menos que admirar las torres mudéjares, y los edificios que coronan esta pequeña y apretujada ciudad aragonesas, encaramada en lo alto de un rocoso torreón natural que los siglos han empequeñecido, obligándola a desparramarse por sus laderas y saltar al macizo siguiente desafiando el vacío a través de sus llamativos puentes.

Las apretujadas calles sólo han dejado espacio para una plaza mayor estrecha y alargada desde donde el famoso “torico” contempla diminuto, el sosegado ir y venir de los habitantes, indiferentes a las prisas, al tráfico y el bullicio. Pero no pretendo escribir una guía turística de Teruel, tendría que mencionar, el aljibe medieval, la catedral con su torre mudéjar y sobre todo su antiquísimo y elaborado artesonado de madera; y tendría que hablar también de un Teruel modernista, con edificios destacados como las Antiguas Escuelas del Arrabal o la fachada principal del Asilo de Ancianos.


Mi estancia en Teruel fue tan breve que me hubiera bastado con acercarme a la antigua iglesia de San Pedro, hoy mausoleo de los amantes y contemplar el famoso sepulcro y las estatuas yacentes de los dos amantes, que el escultor Juan de Avalos regaló a la ciudad en 1955. Quería sobre todo, contemplar sin prisa, silenciosamente, esas dos manos esculpidas en mármol que con una indescriptible tensión se acercan la una hacia la otra, rozándose sin llegar a tocarse, símbolo insuperable del amor imposible y la más bella expresión de la leyenda. Intento abstraerme de todo. Durante unos momentos contemplo desde el corazón toda la simbología de los amores imposibles. No es fácil escapar al escepticismo imperante, a la sonrisa sardónica a la broma fácil. La sociedad moderna parece haber perdido sensibilidad ante estos relatos.


No obstante, grupo tras grupo, como en un silencioso peregrinar, se acercan al mausoleo, jóvenes y mayores que escuchan embelesados y silenciosos el relato: Isabel Seguras y Diego Marcillas, hijo segundón de una noble familia local, se habían conocido desde niños y con los años habían sentido toda la fuerza de un silencioso y correspondido amor. Sin embargo, el fuero de Teruel otorgaba la herencia al primogénito, por lo que el segundo hijo sólo podía medrar en la carrera eclesiástica o en el servicio de armas. Con la promesa de Isabel y de su familia que esperarían cinco años hasta que Diego volviera rico y poderoso de servir al Rey, Digo partió al servicio de los Reyes de Castilla, destacando por su bravura en las Navas de Tolosa. Pero transcurrieron los cinco años, sin noticias de Diego, por lo que Isabel no tuvo otra alternativa que plegarse a la voluntad paterna y desposar al Señor de Albarracín, Don Pedro de Azagra. Se celebraron los esponsales en la Iglesia de San Pedro y ese mismo día, Diego Marcillas, ennoblecido y enriquecido por sus hazañas llegó a la ciudad y se enteró que debido a su retraso Isabel había cedido al mandato paterno. Traspasado de dolor, pero aceptando su desgracia, se presentó en casa de Isabel implorando al menos un postrer beso de despedida. Isabel le respondió que estaba casada por lo que no podía besar a otro hombre que su marido . Ante este rechazo, el dolor de Diego es tal que allí mismo cayó muerto de dolor.


Al día siguiente se celebraron los funerales en la misma iglesia en que el día anterior se casara Isabel. Isabel, vestida de boda, el rostro oculto entre sus velos, avanzó por la nave central para dar al cadáver de Diego el beso que le negó en vida. Al acercarse a su antiguo amor, Isabel cayó inerte abrazada al cuerpo de Diego. El hecho impresionó hasta tal punto a la ciudad que decidieron dar sepultura a los cuerpos de Isabel y Diego en la misma iglesia donde ocurrieron los hechos. ¿Realidad o leyenda? Quizá una mezcla de ambas cosas, pero cuando una leyenda se arraiga hasta ese punto en la historia de una ciudad, ya no merece la pena fijarse tanto en el detalle del relato como en lo que la historia encierra de ejemplificador. Teruel, como Verona es la ciudad del amor. Salgo del mausoleo, contrariado porque no me dejaron fotografiar esas manos de mármol que parecían seguir haciendo un último intento por rozarse, pero las he contemplado tanto tiempo que sus rasgos se han dibujado de manera indeleble en mi pupilas. Cada vez que evoque Teruel, las torres de San Martín y del El Salvador, acudirán a mi mente, recordaré un tiempo en que cristianos y musulmanes supieron convivir en armonía y crear belleza con elementos tan sencillos como ladrillos cocidos, pensaré en los amantes de la leyenda, y en sus figuras esculpidas en mármol, pero me acordaré sobre todo de que contra viento y marea, desafiando las ironías, el escepticismo o el mal gusto, seguirá habiendo personas que den testimonio de que el amor pervive y que de él surge a veces lo más bello que la vida nos ha regalado.

1 comentario:

Cálida Brisa dijo...

Aqui me muero por ir, pero me pasa como con Paris que me gustaria visitarlo en buena compañia...yo soy asi..