Si vienes a Moscú, ven dispuesto a dejarte sorprender, y disfrutar con todos los sentidos el momento, el cambiante clima, el sol entre nubes, la lluvia, los charcos y el apacible fluir de tiempo con las aguas embarradas del Moscoba. Algo así hice anoche. Fui invitado, junto con otros compañeros, a un restaurante ruso cerca de la Calle Arbat. Se trata del Restaurante Club del Centro de Escritores Ilustres.
Un edificio gris de apariencia clásica y austera, esconde en su interior un lujoso palacio cuyo salón principal que ocupa las dos alturas del edificio, ha sido transformado en restaurante. Al salón, asoman desde la parte superior arcadas y balcones de aspecto veneciano. En uno de los costados, un fuego encendido crepita en la chimenea. Por encima, en uno de los recodos de la escalera de madera labrada que conduce a la galería, un templete acomoda a un quinteto de jóvenes concertistas que nos deleitan con música de Schubert, Mozart y Brahms. Una magnífica tapicería suspendida de la pared enmarca sus esbeltas siluetas. Las mesas, pocas y de variadas formas y tamaños están vestidas con gruesos manteles de color burdeos a juego con el brocado de las paredes. Los candelabros que las adornan hacen guiños a las lámparas de cristal piedra diseminadas por la sala y a la inmensa lámpara de cristal suspendida del techo que según nos comentan fue regalo de Lenin a la institución y que originalmente destinada a una de las renombradas estaciones del Metro de Moscú.
En un marco semejante, al calor de las llamas vivas cercanas, acariciados por los alegres y conocidos fragmentos musicales, relajados por la agradable y reconfortante compañía y por el vasito de vodka inicial, la cena no podía ser sino un regalo para el paladar.
Un enguantado y discretísimo servicio de camareros, fue atendiendo nuestra difícil elección dada la abultada lista de platos de nombres a cada cual más insinuante. Por mi parte, después de un aperitivo de zumo de pomelo, tomé de primero una sencilla ensalada verde de tomate, pepinos y pimientos, seguida de un plato de raviolis negros a la salsa de calamar y rellenos de carne de cordero. De postre un hojaldre de manzana asada a punto de caramelo, y un refrescante té de jazmín. No es fácil describir sabores, y menos el placer de un plato bien preparado, pero la satisfacción de todos nosotros, cualquiera que fuera su elección, el vino de Burdeos cuidadosamente elegido por nuestro anfitrión y sobre todo el incomparable marco y acompañamiento musical de la cena harán de ésta una de esas experiencias difíciles de olvidar.
No era la primera vez que cenaba bien en Moscú, de hecho cada año surgen nuevos restaurantes, tradicionales unos, sofisticados otros, ruidosos y de copiosa comida la mayoría; pero en esta ocasión, el marco bellísimo, la delicadeza de los platos, el ambiente musical clásico y el recuerdos de los escritores ilustres y desconocidos que un día se sentaron en algún lugar de esa misma sala para emborronar las cuartillas que les harían célebres me emocionó particularmente. Mi hambriento sentido estético salió saciado, mi estómago por el contrario se sintió satisfecho sin pesadez y mi espíritu eufórico sin alboroto.
Un edificio gris de apariencia clásica y austera, esconde en su interior un lujoso palacio cuyo salón principal que ocupa las dos alturas del edificio, ha sido transformado en restaurante. Al salón, asoman desde la parte superior arcadas y balcones de aspecto veneciano. En uno de los costados, un fuego encendido crepita en la chimenea. Por encima, en uno de los recodos de la escalera de madera labrada que conduce a la galería, un templete acomoda a un quinteto de jóvenes concertistas que nos deleitan con música de Schubert, Mozart y Brahms. Una magnífica tapicería suspendida de la pared enmarca sus esbeltas siluetas. Las mesas, pocas y de variadas formas y tamaños están vestidas con gruesos manteles de color burdeos a juego con el brocado de las paredes. Los candelabros que las adornan hacen guiños a las lámparas de cristal piedra diseminadas por la sala y a la inmensa lámpara de cristal suspendida del techo que según nos comentan fue regalo de Lenin a la institución y que originalmente destinada a una de las renombradas estaciones del Metro de Moscú.
En un marco semejante, al calor de las llamas vivas cercanas, acariciados por los alegres y conocidos fragmentos musicales, relajados por la agradable y reconfortante compañía y por el vasito de vodka inicial, la cena no podía ser sino un regalo para el paladar.
Un enguantado y discretísimo servicio de camareros, fue atendiendo nuestra difícil elección dada la abultada lista de platos de nombres a cada cual más insinuante. Por mi parte, después de un aperitivo de zumo de pomelo, tomé de primero una sencilla ensalada verde de tomate, pepinos y pimientos, seguida de un plato de raviolis negros a la salsa de calamar y rellenos de carne de cordero. De postre un hojaldre de manzana asada a punto de caramelo, y un refrescante té de jazmín. No es fácil describir sabores, y menos el placer de un plato bien preparado, pero la satisfacción de todos nosotros, cualquiera que fuera su elección, el vino de Burdeos cuidadosamente elegido por nuestro anfitrión y sobre todo el incomparable marco y acompañamiento musical de la cena harán de ésta una de esas experiencias difíciles de olvidar.
No era la primera vez que cenaba bien en Moscú, de hecho cada año surgen nuevos restaurantes, tradicionales unos, sofisticados otros, ruidosos y de copiosa comida la mayoría; pero en esta ocasión, el marco bellísimo, la delicadeza de los platos, el ambiente musical clásico y el recuerdos de los escritores ilustres y desconocidos que un día se sentaron en algún lugar de esa misma sala para emborronar las cuartillas que les harían célebres me emocionó particularmente. Mi hambriento sentido estético salió saciado, mi estómago por el contrario se sintió satisfecho sin pesadez y mi espíritu eufórico sin alboroto.
3 comentarios:
Fede me alegro q tu estómago esté sastifecho y tu paladar haya disfrutado, con tu execelente descirpción me has dado un hambre!! beso!
Es un placer viajar contigo, Fede. Recreas los ambientes de tal manera, que he estado a punto de coger el tenedor y cogerte un poco de ensalada.Precioso, gracias. Un beso.
Hoy he tomado el plato más exquisito a dos kilómetros de mi casa.
Un moribundo me lo ofreció :
-Si subo al cielo, rezaré por ti.
Me despedí con un "hasta mañana" y el postre fue su sonrisa; tal vez porque era lo que este hombre necesitaba oír: "Mañana".
...y todos empeñados en vivir el "hoy".
Federico...explícamelo, por favor.
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