Casi desde el primer día que llegué a aquella ciudad del Sur de Tailandia, me había llamado la atención la pequeña isla que se veía a un par de millas de la costa. Cuando pregunté su nombre, la sonrisa con la que me contestaron no dejaba lugar a dudas. “Nom Sao” en tailandés son los pechos de una muchacha joven, y en efecto, al atardecer, cuando se disipaba la bruma y el sol poniente recortaba en contraluz la silueta completa de la isla, los dos pequeños montes que se erguían en la distancia eran inconfundiblemente evocadores y justificaban plenamente su apelativo.
Me dijeron también que la isla estaba desierta, aunque en el pasado se había instalado allí un hombre huraño que a penas venía a la ciudad y que cuando lo hacía era para cambiar los cocos que llenaban su barca por los útiles imprescindibles para su supervivencia: keroseno para la lámpara, gasolina para su barca, algún alimento básico y pólvora para su vieja escopeta. Sorprendido, pregunté para qué quería una escopeta en aquellas soledades a lo que me contestaron que además de por su silueta, la isla era conocida por los murciélagos gigantes que la poblaban y que a falta de otra palabra más precisa mis informantes llamaban “vampiros”. No estaba muy claro si el viejo loco seguía viviendo en la isla, se había muerto o había decidido poner fin a su austero exilio.
Aquel año el Thêt, o Año Nuevo Chino, cayó a principios de Febrero y casi toda la ciudad respetó la festividad puesto que la población era mayoritariamente de origen chino. La Escuela de Enfermeras en la que por aquel entonces yo era profesor de Inglés, aunque no decretó un cierre oficial dio el día libre tanto a alumnos como a profesores. Por ese motivo, aquella mañana, había bajado temprano al muelle comprar algún periódico y a practicar el tailandés con los viejos pescadores que sentados en el espigón charlaban animadamente con el ojo puesto en los sedales que oscilaban suavemente al vaivén de las olas.
Oí que me interpelaban. Me volví y sonreí de contento porque la esquiva Dusit, una de mis mejores pero más esquivas y tímidas alumnas, me había llamado y parecía esta vez dispuesta a resarcirse de todas las conversaciones que había eludido durante nuestros ejercicios de clase. Venía acompañada por otra muchacha algo mayor que me presentó como su hermana aunque bien podría tratarse de una prima ya que en tailandés no hay un distingo claro entre ambos vocablos. Dusit me invitaba a acompañarlas en la barca de su padre hasta la isla de “Nom Sao” donde nos bañaríamos y volveríamos por la tarde. El plan me hubiera parecido muy atractivo si no fuera porque Dusit era mi alumna y pese a lo que ahora se piense de Tailandia, en aquel entonces hubiera sido muy mal visto que un profesor se fuera de excursión con una alumna, aunque esta fuera una jovencita mayor de edad y muy dueña de sus propias decisiones. La sonrisa malévola de Dusit parecía decirme que adivinaba mis escrúpulos por lo que aclaró que su “Phî” o hermana mayor nos acompañaría, así ya falto de disculpas, y contento a mi pesar, acabé aceptando la invitación.
La barca no me inspiraba mucha confianza, pero la isla estaba cerca y confiaba que si lo peor ocurría, sería capaz de nadar hasta una de las dos orillas, por lo que dejé que las dos muchachas pusieran en marcha el barco, y confiando plenamente en ellas me abandoné a esa dulce indolencia oriental que consiste en dejar de inquietarse por lo que vendrá después y gozar plenamente del momento consciente de “lo que sea será”
Llegamos a la isla y vimos, otra barca amarrada a una especie de embarcadero construido de modo muy rudimentario con troncos de árbol sin desbastar y una estrecha plancha de madera sin barandilla ni asidero. Amarramos la barca y subimos a la plataforma comentando que no estábamos solos en la isla, lo cual, al menos a mí, me pareció bastante tranquilizador. Las muchachas se escondieron detrás de unos cocoteros y volvieron al rato envueltas desde los senos hasta los pies en otro “sarong” muy parecido al que utilizaban como vestido. Ese era el único y pudoroso modo en que había visto a las muchachas bañarse en el canal o “Klong” por lo que mi única duda era adivinar cómo diablos, sin cinturón, ni imperdible ni cualquier otro tipo de abotonadura eran capaces de mantener “en palabra de honor” en torno al pecho esa amplia banda de tela que desplegada no deja de ser una pieza de tela fina e impresa no mayor que una toalla de baño.
Entre risas y bromas me enseñaron el secreto, e incluso lo ensayé con mi propio “Phá khao má” que es una ancha tela utilizada por los hombre a modo de taparrabos, de turbante o de alforja según las necesidades del momento. Nuestras voces y risas atrajeron pronto a al grupo de cazadores dueños de la barca que habíamos visto al llegar que desde la playa nos hicieron señales para que nos acercáramos y compartiéramos con ellos el refrigerio. Salimos del agua. Yo me quedé con mi improvisado bañador, pendiente no se fuera a deshacer el nudo que minutos antes había aprendido a anudar y del que estaba lejos de confiar. Los cazadores habían hecho una batida por el monte y habían cazado algunos de los famosos “vampiros” o murciélagos gigantes de los que tanto había oído hablar. Lo que no podía sospechar ni por un minuto era en qué consistiría el refrigerio. Me acerqué a la bolsa en que traíamos nuestra fruta pensando que de alguna manera compartir con los demás la fruta que habíamos traído sería una manera modesta de corresponder a su hospitalidad. Se echaron a reír y haciendo caso omiso de mi bolsa de fruta me introdujeron en su círculo del que las dos muchachas se habían alejado sin decir palabra.
Cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo ya era tarde. Con ojos desorbitados vi como alguien sacaba un amplio cazo de los utilizados para bañarse y vaciaba en él una botella de “Nam Lâo” un fuerte whisky tailandés hecho con arroz fermentado. Luego, otro hacía una incisión en el cuello de uno de los murciélagos, y dejaba que la sangre chorreara en el cazo y se mezclara con el whisky. Aún hoy siento la arcada que me sobrevino y que a duras penas pude reprimir. Mi hombría estaba en juego y aunque las dos muchachas estaban apartadas me observaban con el rabillo del ojo. Presentí que me estaban sometiendo a una prueba y llegué incluso a sospechar que todo estaba amañado y previsto de antemano. Aún me estaba preguntando que venía después cuando vi que el cazo empezaba a circular de mano en mano y que uno a uno en sielncio y ante la atenta mirada de los demás bebía de ese asqueroso brebaje y con gran respeto y ceremonia se lo pasaba al siguiente. Habían empezado por mi derecha, por lo que aún tuve tiempo de magnificar el asco y reprimir las arcadas a medida que iba aproximándose el fatídico y asqueroso trago o el quedar por cobarde ante mis dos encantadoras acompañantes. Haciendo un último esfuerzo, tomé el cazo, cerré los ojos, traté de olvidar lo que estaba haciendo y di un pequeño sorbo que sólo me supo a sangre. Abrí los ojos y pude leer admiración y sonrisas en torno a mí. Había sido puesto a prueba y había logrado superarla. Era un valiente, y no sólo un “Khî nok” (cieno de pájaro) como despectivamente nos llamaban a los extranjeros. A partir de ese momento iba a poder salir con alguna de las muchachas locales y tomarla en matrimonio si así me apetecía.
No recuerdo lo que sucedió después. Quizá me mareé, quizá me emborracharon. No sé si dormí o retocé. Sólo recuerdo que el sol se estaba ocultando tras los lujuriosos montes de la isla. A partir de ese día los hombres del puerto me saludaban sonrientes, la voz había cundido. Dusit, nunca me volvió a mencionar aquella excursión y siguió tan esquiva y silenciosa en clase como siempre. Un nuevo contrato en la capital me alejó de aquella pequeña ciudad costera y los cazadores del puerto que se habían hecho entretanto tan amigos se quedaron sin saber si lograron su propósito de casarme con una muchacha tailandesa.
Me dijeron también que la isla estaba desierta, aunque en el pasado se había instalado allí un hombre huraño que a penas venía a la ciudad y que cuando lo hacía era para cambiar los cocos que llenaban su barca por los útiles imprescindibles para su supervivencia: keroseno para la lámpara, gasolina para su barca, algún alimento básico y pólvora para su vieja escopeta. Sorprendido, pregunté para qué quería una escopeta en aquellas soledades a lo que me contestaron que además de por su silueta, la isla era conocida por los murciélagos gigantes que la poblaban y que a falta de otra palabra más precisa mis informantes llamaban “vampiros”. No estaba muy claro si el viejo loco seguía viviendo en la isla, se había muerto o había decidido poner fin a su austero exilio.
Aquel año el Thêt, o Año Nuevo Chino, cayó a principios de Febrero y casi toda la ciudad respetó la festividad puesto que la población era mayoritariamente de origen chino. La Escuela de Enfermeras en la que por aquel entonces yo era profesor de Inglés, aunque no decretó un cierre oficial dio el día libre tanto a alumnos como a profesores. Por ese motivo, aquella mañana, había bajado temprano al muelle comprar algún periódico y a practicar el tailandés con los viejos pescadores que sentados en el espigón charlaban animadamente con el ojo puesto en los sedales que oscilaban suavemente al vaivén de las olas.
Oí que me interpelaban. Me volví y sonreí de contento porque la esquiva Dusit, una de mis mejores pero más esquivas y tímidas alumnas, me había llamado y parecía esta vez dispuesta a resarcirse de todas las conversaciones que había eludido durante nuestros ejercicios de clase. Venía acompañada por otra muchacha algo mayor que me presentó como su hermana aunque bien podría tratarse de una prima ya que en tailandés no hay un distingo claro entre ambos vocablos. Dusit me invitaba a acompañarlas en la barca de su padre hasta la isla de “Nom Sao” donde nos bañaríamos y volveríamos por la tarde. El plan me hubiera parecido muy atractivo si no fuera porque Dusit era mi alumna y pese a lo que ahora se piense de Tailandia, en aquel entonces hubiera sido muy mal visto que un profesor se fuera de excursión con una alumna, aunque esta fuera una jovencita mayor de edad y muy dueña de sus propias decisiones. La sonrisa malévola de Dusit parecía decirme que adivinaba mis escrúpulos por lo que aclaró que su “Phî” o hermana mayor nos acompañaría, así ya falto de disculpas, y contento a mi pesar, acabé aceptando la invitación.
La barca no me inspiraba mucha confianza, pero la isla estaba cerca y confiaba que si lo peor ocurría, sería capaz de nadar hasta una de las dos orillas, por lo que dejé que las dos muchachas pusieran en marcha el barco, y confiando plenamente en ellas me abandoné a esa dulce indolencia oriental que consiste en dejar de inquietarse por lo que vendrá después y gozar plenamente del momento consciente de “lo que sea será”
Llegamos a la isla y vimos, otra barca amarrada a una especie de embarcadero construido de modo muy rudimentario con troncos de árbol sin desbastar y una estrecha plancha de madera sin barandilla ni asidero. Amarramos la barca y subimos a la plataforma comentando que no estábamos solos en la isla, lo cual, al menos a mí, me pareció bastante tranquilizador. Las muchachas se escondieron detrás de unos cocoteros y volvieron al rato envueltas desde los senos hasta los pies en otro “sarong” muy parecido al que utilizaban como vestido. Ese era el único y pudoroso modo en que había visto a las muchachas bañarse en el canal o “Klong” por lo que mi única duda era adivinar cómo diablos, sin cinturón, ni imperdible ni cualquier otro tipo de abotonadura eran capaces de mantener “en palabra de honor” en torno al pecho esa amplia banda de tela que desplegada no deja de ser una pieza de tela fina e impresa no mayor que una toalla de baño.
Entre risas y bromas me enseñaron el secreto, e incluso lo ensayé con mi propio “Phá khao má” que es una ancha tela utilizada por los hombre a modo de taparrabos, de turbante o de alforja según las necesidades del momento. Nuestras voces y risas atrajeron pronto a al grupo de cazadores dueños de la barca que habíamos visto al llegar que desde la playa nos hicieron señales para que nos acercáramos y compartiéramos con ellos el refrigerio. Salimos del agua. Yo me quedé con mi improvisado bañador, pendiente no se fuera a deshacer el nudo que minutos antes había aprendido a anudar y del que estaba lejos de confiar. Los cazadores habían hecho una batida por el monte y habían cazado algunos de los famosos “vampiros” o murciélagos gigantes de los que tanto había oído hablar. Lo que no podía sospechar ni por un minuto era en qué consistiría el refrigerio. Me acerqué a la bolsa en que traíamos nuestra fruta pensando que de alguna manera compartir con los demás la fruta que habíamos traído sería una manera modesta de corresponder a su hospitalidad. Se echaron a reír y haciendo caso omiso de mi bolsa de fruta me introdujeron en su círculo del que las dos muchachas se habían alejado sin decir palabra.
Cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo ya era tarde. Con ojos desorbitados vi como alguien sacaba un amplio cazo de los utilizados para bañarse y vaciaba en él una botella de “Nam Lâo” un fuerte whisky tailandés hecho con arroz fermentado. Luego, otro hacía una incisión en el cuello de uno de los murciélagos, y dejaba que la sangre chorreara en el cazo y se mezclara con el whisky. Aún hoy siento la arcada que me sobrevino y que a duras penas pude reprimir. Mi hombría estaba en juego y aunque las dos muchachas estaban apartadas me observaban con el rabillo del ojo. Presentí que me estaban sometiendo a una prueba y llegué incluso a sospechar que todo estaba amañado y previsto de antemano. Aún me estaba preguntando que venía después cuando vi que el cazo empezaba a circular de mano en mano y que uno a uno en sielncio y ante la atenta mirada de los demás bebía de ese asqueroso brebaje y con gran respeto y ceremonia se lo pasaba al siguiente. Habían empezado por mi derecha, por lo que aún tuve tiempo de magnificar el asco y reprimir las arcadas a medida que iba aproximándose el fatídico y asqueroso trago o el quedar por cobarde ante mis dos encantadoras acompañantes. Haciendo un último esfuerzo, tomé el cazo, cerré los ojos, traté de olvidar lo que estaba haciendo y di un pequeño sorbo que sólo me supo a sangre. Abrí los ojos y pude leer admiración y sonrisas en torno a mí. Había sido puesto a prueba y había logrado superarla. Era un valiente, y no sólo un “Khî nok” (cieno de pájaro) como despectivamente nos llamaban a los extranjeros. A partir de ese momento iba a poder salir con alguna de las muchachas locales y tomarla en matrimonio si así me apetecía.
No recuerdo lo que sucedió después. Quizá me mareé, quizá me emborracharon. No sé si dormí o retocé. Sólo recuerdo que el sol se estaba ocultando tras los lujuriosos montes de la isla. A partir de ese día los hombres del puerto me saludaban sonrientes, la voz había cundido. Dusit, nunca me volvió a mencionar aquella excursión y siguió tan esquiva y silenciosa en clase como siempre. Un nuevo contrato en la capital me alejó de aquella pequeña ciudad costera y los cazadores del puerto que se habían hecho entretanto tan amigos se quedaron sin saber si lograron su propósito de casarme con una muchacha tailandesa.
2 comentarios:
Fede, ha sido encantador,atrayente y no sé cuantos adjetivos poner a estas memorias tuyas.Me encantaría que siguieras publicando todas tus experiencias a lo largo de ese basto mundo que has recorrido.Leerlas es vivirlas contigo.Gracias.Un beso muy grande.
Son unas experiencia inigualables.
Precisoso relato
Un abrazo
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