Sentado en el sillón leo el último libro de viajes de Javier Reverte, La aventura de viajar y compruebo una vez más que cuesta tiempo, que se malgastan años trotando por el mundo, cámara en ristre, hasta que uno se da cuenta de que recorrer etapas no es viajar. Llevando la reflexión casi al absurdo me atrevo a decir que no se ha estado en un lugar hasta que no se ha vuelto a él , y con renovada emoción, recorrido sus calles, sus monumentos, sus parajes y paisajes y se vuelve a ver esos lugares por segunda vez interiorizando sentimientos en lugar de captar imágenes. Ocurre a veces, sin embargo, que el tiempo entre una escala y la siguiente se ha dilatado, nuestras circunstancias han cambiado o lo que vemos ha sufrido tal transformación que nos cuesta reconocer en la contemplación de hoy las imágenes que nuestra pupila grabó en el viaje inicial.
Esto es lo que año tras año ha ido sucediendo en mis reiterados viajes a Portugal. El trabajo pero también las vacaciones y los viajes con la familia me han llevado una y otra vez a ese pequeño pero bello país. He estado en múltiples ocasiones en Oporto, en el Algarbe y sobre todo en Lisboa. Nunca el viaje ha sido monótono ni aburrido, nunca he tenido la sensación de haber viajado en balde. Sin embargo, tengo la impresión de que los sucesivos viajes, a cualquier punto de la geografía portuguesa han sido como pequeños retoques, matices de color que se han ido aplicando al boceto inicial cuyos rasgos fundamentales quedaron dibujados con trazos leves pero indelebles en mi primer viaje.
Fue a mediados de 1975 cuando viajé por primera vez a Lisboa enviado por la Empresa en un viaje exploratorio de negocios. Treinta años más tarde aún recuerdo las personas con las que me encontré, los rincones de Lisboa que me llamaron la atención y las sensaciones que quedaron grabadas en mi memoria y que conformaron la actitud positiva que siempre he sentido hacia el país vecino. Por aquel entonces, Portugal llevaba al menos 15 años de atraso sobre España que a su vez parecía ir retrasada en más de 10 años sobre el resto de Europa. En Portugal esto era particularmente evidente en los espléndidos edificios de la Avenida de la Libertad que leprosos y desconchados no habían recibido una mano de pintura en los últimos 50 años. Se veía también en el parque automovilístico, en los taxis desvencijados, de puertas desencajadas y amortiguadores chirriantes, casi siempre con luces incompletas, y motores Mercedes que probablemente habían hecho su primer millón de kilómetros en el país de origen. Las calles tenían “buracos” o socavones monumentales que había que sortear sin perder de vista a los demás conductores que se cruzaban, gesticulaban, adelantaban por la izquierda o la derecha según les venía en gana y se jugaban la vida y ponían en peligro la de los demás en la carretera que bordea la desembocadura del Tajo entre Lisboa y Estoril.
Al lado de esas impresiones fuertes, otras menos amenazantes, quedaron permanentemente ancladas en la memoria: la visión y el recorrido por encima del puente colgante 25 de Abril, cuya esbelta silueta roja, semejante a la del Golden Gate de San Francisco, parece abrazar y despedirse del río Tajo que está a punto de convertirse en mar; el monumento a los Descubridores como una proa rumbo al Oeste; la filigrana del Monasterio de los Jerónimos; el romper de las olas contra el faro de Cascais; el viento silbando entre las rocas de Guinxo y el verdor húmedo y lujuriante de Sintra con sus recónditos palacetes rosados y su increíble Palacio Nacional que nos cuenta largas y románticas historias en sus muros recubiertos de espléndidos mosaicos azules. Resuenan aún en mis oídos las pisadas por las empedradas calles de Alfama y, de vez en cuando esas ráfagas de voz desgarrada desgranando un fado en alguna de las tabernas casi escondidas tras los anónimos portalones. Y, entre voces y música, evoco aún los efluvios de las parrilladas de marisco en alguno de los restaurantes al aire libre de Cascais, o saboreo aún los suculentos lenguados a la parrilla regados con el vino verde de Quinta de Aveleda. Monumentos, colores, olores, sonidos y música son como la paleta cromática que se ha ido convirtiendo a lo largo de los años en un paisaje único, personal e intransferible.
Soy plenamente consciente de los cambios que en Portugal y en particular en Lisboa, se han ido produciendo a lo largo de estos treinta años: Se han creado carreteras nuevas y el tráfico, aunque intenso ya no es una pesadilla, el parque automovilístico se ha renovado, la Avenida de la Libertad está llena de edificios modernos donde brilla el acero y se reflejan las fachadas contra las magníficas cristaleras de los Bancos. La ciudad bulle y se mueve sin descanso y el aeropuerto es en todo momento la prueba evidente del dinamismo de nuestros vecinos, tan dotados para los idiomas a pesar de haber estado relegados durante tantos años “tras os montes” Portugal es un país conocido, recorrido y amado, porque a medida que he ido escribiendo estas líneas es como si viese, oliese, oyese aún lo que trato de describir. Así quisiera recordar todos los países que conozco. Así podría contemplarlos uno a uno y viajar a ellos con la imaginación como esos estetas misóginos que se recorren todos los días su colección privada de obras maestras. Hoy mejor que nunca puedo decir que viajar, aunque sea con la imaginación, oxigena el alma.