9 de agosto de 2007

Moscú revisitado




El resquemor inevitable que el viejo Tupolev de Aeroflot, que nos espera en la pista oliendo a una mezcla de keroseno y comida recalentada, se ha ido disipando. El avión despega con achacosa lentitud y parece que hacer cambio de marchas para subir a altitud de crucero. La cena, que en los buenos viejos tiempos incluía caviar en la clase ejecutiva, ha rebajado sus pretensiones. Apenas pasa de aceptable y el servicio a bordo es tan espartano como innecesario. Sin radio, sin película, sin ruidos, sin tan siquiera sobresaltos, vamos surcando la noche de luna llena hacia nuestro destino.


Cuando el avión comienza a descender sobre Moscú está amaneciendo. Me fijo en la mancha gris del paisaje, moteada de grandes extensiones blancas. Adivino que se trata de los lagos y claros nevados en medio de los grandes bosques que rodean a la capital. Tímidamente, el horizonte se va coloreando de un rosa pálido que difumina los perfiles y me introduce como en uno de esos estudios impresionistas de la luz realizados por Monet.


A punto de tocar tierra, grandes brochazos anaranjados han teñido ya los perfiles y Moscú aparece a nuestros ojos nevada, brumosa, humeante pero con la promesa de un tibio sol primaveral.


En el Control de Pasaportes nunca hay prisa. Las filas se hacen y se deshacen sin rigor alguno, pero sin acritud. Los turistas porque no tienen prisa, los viajeros frecuentes porque ya están acostumbrados y los paisanos de las repúblicas otrora hermanas, porque aceptan con fatalidad la situación como única posible, el caso es que la aceptación o la resignación es unánime y al cabo de una hora de hacer cola paso por fin bajo la mirada escrutadora de la joven aduanera cuyo empeño en su escrutinio, nunca logro averiguar si es a causa de un tic o deformación profesional y si de verdad he cambiado tanto en estos últimos meses que todo parecido de mi foto en el pasaporte con la realidad, es mera coincidencia. Estas colas tienen una ventaja: la maleta cuando llego a ella, está mareada de dar vueltas. El trámite de otro control aunque enojoso es más sencillo.


En la habitación del hotel del Golden Ring, instintivamente me acerco a la ventana. Desde el piso 17 contemplo la ciudad. Creo sinceramente que el gesto obedece al insistente deseo de plasmar sensaciones que una y otra vez se me escapan. Los penachos de humo de las centrales térmicas que además de proporcionar electricidad dan calor colectivamente a la ciudad, sumergen a ésta a primera hora de la mañana en una bruma lechosa semejante a la de las antiguas estaciones de ferrocarril. De los siete u ocho monumentos civiles estalinianos tres están a la vista.


A lo lejos, solitario y majestuoso el perfil de la Universidad, hierático navío de palo inhiesto, que parece vigilar desde su colina el sueño de la ciudad. Más cerca, en un magnífico recodo del río Moscova, totalmente helado, el ocupado ahora por el hotel Ucrania, vieja gloria del Imperio, y finalmente más cerca aún, el edificio sede del Ministerio de Asuntos Exteriores donde a esta hora tan temprana se observan ya muchas luces encendidas señal inequívocamente del seguimiento que desde aquí se hace de la azarosa situación internacional en la que Rusia se debate entre los intereses a corto plazo de inversiones americanas y participación en el petróleo Iraquí y los intereses a mayor plazo de volver a ocupar un puesto relevante en la hegemonía mundial capaz de plantar cara al gigante e irresponsable coloso americano.

17 de Marzo 2003

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