Querida María,
Quiero que cuando llegues mañana haya un mensaje mío desde este angosto valle que invita siempre y en todo momento a mirar al cielo para evitar el tropezar la vista con toda la quincallería que se exhibe en los escaparates de las miles y miles de tiendas que como prostitutas acicaladas te están diciendo a cada paso, entra y compra, entra y compra....
Mirar al cielo, digo, porque las altas montañas te cortan todo horizonte. No hay más dimensiones que la puramente ramplona, a ras de tierra, y pocos metros de nuestras narices. En esa dimensión, todo es luz, artificial por supuesto, colores chillones, olores fuertes (la venta de perfume está de moda en Andorra) oro y brillantes, ropa cara, zapatos italianos y quincallería, mucha quincallería salpimentada de paraguas a 2 euros y azúcar en el que te ahorras 10 pesetas por paquete.
La dimensión intermedia, la del horizonte falta. Montañas casi verticales encañonan el río Emvalira que baja furioso de las montañas como huyendo de tanto mercantilismo para echarse en los brazos más sosegados, austeros pero risueños del río Segre bendecido por los cielos limpios del valle de la Seo de Urgell. Entre las montañas, solo queda sitio además del torrentoso río para las casas a un lado y otro de la sinuosa carretera.
Afortunadamente, para los que superada la crisis consumista inicial, seguimos enamorados de Andorra, evidentemente este no sería un retrato completo. Andorra es mucho más. Andorra un paisaje de montañas nevadas, en invierno, de lagos y verdes praderas en verano, de un rosario de pueblecitos que auque orientados al turismo viven profundamente su pasado. Iglesias románicas de torres ochavadas que se levantan airosas como buscando a beber de la luz del cielo azul, lagos apacibles que reflejan rebaños de nubes blancas mecidas por la suave brisa del atardecer. Arpegios de esquilas de rebaños, profanados por el trepidante, chirriante y bullanguero automóvil que como sinuosa culebra serpentea como esclavo por la cinta negra de la carretera.
Andorra son también sus gentes: contrabandistas ancestrales reconvertidos en avispados y modernos comerciantes, multifacéticos, multiraciales, multilingües, pero como los pinos, como sus chalets, arraigados hasta lo más hondo de su ser en el alma viva de sus rocas.
He hecho buenos amigos en Andorra pese a la barrera del idioma. No he logrado nunca pasar una tarde con ellos sin que en presencia de otros locales no salten al catalán con la disculpa de que casi lo entiendo… pero no hay voluntad de ocultar sino la casi imposibilidad de hablar con un patriota una lengua que no sea la suya propia.
Siempre que subo a Andorra me hago el firme propósito de bajar como subí, con el maletero vacío. Caigo en la trampa una vez y otra, y siempre vuelvo a casa con algún gadget, con algún regalo que quizá hubiera comprado a mejor precio en Barcelona o en Madrid. Antiguamente, el pequeño afán de trampear frente a los aduaneros españolas con los cartones de tabaco, los radiocasettes o las cámaras de fotos sofisticadas añadía una excitación adicional a la bajada y la adrenalina del riesgo no se quitaba hasta casi llegar a Barcelona, pues era frecuente que te volviera a detener la guardia civil en algún pueblecito de Lérida. De eso sólo queda el recuerdo y la única excitación aún posible es la subida por carreteras heladas o con nieve en invierno y las largas y peligrosas caravanas de domingueros en los puentes y fines de semana de verano.
Alguna vez, querida amiga, he pensado que la única manera de subir a Andorra tu y yo sería mochila al hombro, cámara en ristre y sobre todo ojos dispuestos a no dejarse hipnotizar por los escaparates, oídos sordos a la bocinas de los automóviles y corazón palpitante en busca de aire puros y una borrachera de cielo azul sobre nosotros tumbados exhaustos en la hierba verde.
Quiero que cuando llegues mañana haya un mensaje mío desde este angosto valle que invita siempre y en todo momento a mirar al cielo para evitar el tropezar la vista con toda la quincallería que se exhibe en los escaparates de las miles y miles de tiendas que como prostitutas acicaladas te están diciendo a cada paso, entra y compra, entra y compra....
Mirar al cielo, digo, porque las altas montañas te cortan todo horizonte. No hay más dimensiones que la puramente ramplona, a ras de tierra, y pocos metros de nuestras narices. En esa dimensión, todo es luz, artificial por supuesto, colores chillones, olores fuertes (la venta de perfume está de moda en Andorra) oro y brillantes, ropa cara, zapatos italianos y quincallería, mucha quincallería salpimentada de paraguas a 2 euros y azúcar en el que te ahorras 10 pesetas por paquete.
La dimensión intermedia, la del horizonte falta. Montañas casi verticales encañonan el río Emvalira que baja furioso de las montañas como huyendo de tanto mercantilismo para echarse en los brazos más sosegados, austeros pero risueños del río Segre bendecido por los cielos limpios del valle de la Seo de Urgell. Entre las montañas, solo queda sitio además del torrentoso río para las casas a un lado y otro de la sinuosa carretera.
Afortunadamente, para los que superada la crisis consumista inicial, seguimos enamorados de Andorra, evidentemente este no sería un retrato completo. Andorra es mucho más. Andorra un paisaje de montañas nevadas, en invierno, de lagos y verdes praderas en verano, de un rosario de pueblecitos que auque orientados al turismo viven profundamente su pasado. Iglesias románicas de torres ochavadas que se levantan airosas como buscando a beber de la luz del cielo azul, lagos apacibles que reflejan rebaños de nubes blancas mecidas por la suave brisa del atardecer. Arpegios de esquilas de rebaños, profanados por el trepidante, chirriante y bullanguero automóvil que como sinuosa culebra serpentea como esclavo por la cinta negra de la carretera.
Andorra son también sus gentes: contrabandistas ancestrales reconvertidos en avispados y modernos comerciantes, multifacéticos, multiraciales, multilingües, pero como los pinos, como sus chalets, arraigados hasta lo más hondo de su ser en el alma viva de sus rocas.
He hecho buenos amigos en Andorra pese a la barrera del idioma. No he logrado nunca pasar una tarde con ellos sin que en presencia de otros locales no salten al catalán con la disculpa de que casi lo entiendo… pero no hay voluntad de ocultar sino la casi imposibilidad de hablar con un patriota una lengua que no sea la suya propia.
Siempre que subo a Andorra me hago el firme propósito de bajar como subí, con el maletero vacío. Caigo en la trampa una vez y otra, y siempre vuelvo a casa con algún gadget, con algún regalo que quizá hubiera comprado a mejor precio en Barcelona o en Madrid. Antiguamente, el pequeño afán de trampear frente a los aduaneros españolas con los cartones de tabaco, los radiocasettes o las cámaras de fotos sofisticadas añadía una excitación adicional a la bajada y la adrenalina del riesgo no se quitaba hasta casi llegar a Barcelona, pues era frecuente que te volviera a detener la guardia civil en algún pueblecito de Lérida. De eso sólo queda el recuerdo y la única excitación aún posible es la subida por carreteras heladas o con nieve en invierno y las largas y peligrosas caravanas de domingueros en los puentes y fines de semana de verano.
Alguna vez, querida amiga, he pensado que la única manera de subir a Andorra tu y yo sería mochila al hombro, cámara en ristre y sobre todo ojos dispuestos a no dejarse hipnotizar por los escaparates, oídos sordos a la bocinas de los automóviles y corazón palpitante en busca de aire puros y una borrachera de cielo azul sobre nosotros tumbados exhaustos en la hierba verde.
2 comentarios:
Me parece fantastico
Difícil no ver Andorra la Vieja cuando tú la describes así.
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