Las heridas de la insolación se fueron curando a lo largo de los tediosos días siguientes en los que a penas alguna galerna o alguna fiesta a bordo rompía la monotonía de los días. La falta de horizontes sólidos, empezaba a pesar sobre los viajeros y aunque los eventos sociales se multiplicaron el humor de unos y otros parecía ir vaciándose como las reservas de combustible y provisiones a bordo del paquebote.
Singapur
Por fín avistamos Singapur a primera hora de una mañana soleada. La ciudad, seguía siendo por aquel entonces una ciudad colonial a mitad inglesa y a mitad china, en la que como puerto franco florecían los negocios y las transacciones financieras. Puerta y puerto al mundo para Malasia, Singapur era un gigantesco emporio marítimo en el Sur Este Asiático. Sin embargo la ciudad no ofrecía entonces esos maravillosos rascacielos, y ese perfecto orden y limpieza que hacen de ella el modelo de Asia. De mi escala en la ciudad sólo recuerdo dos cosas: la compra de mi primera cámara fotográfica: una Pentax semi-automática que me ha acompañado durante más de veinte años y la visita a los Tiger Gardens. Unos jardines públicos donados a la ciudad por el magnate chino propietario de la Empresa Tiger Balm una especie de pomada universal para curar infinidad de dolencias y que encontraría y usaría con frecuencia en los años siguientes en Tailandia. Pero quizá la razón por la que esos jardines han quedado grabados en mi mente es por el gran parecido que encontré muchos años más tarde cuando tuve ocasión de visitar en Barcelona el Parque Guëll
Saigon
Salimos de Singapur a la caída de la tarde y dos días después, avistamos por fin los meandros del delta del gran rio Mekong uno de cuyos ramales el río Saigon, enfilamos hacia nuestro destino final. Desde la noche anterior mi equipaje estaba listo por lo que pude dedicarme durante esas últimos cuarenta millas de navegación fluvial para admirar los manglares, el laberinto de bifurcaciones, las diminutas casitas de madera posadas sobre pilotes a orillas del gran río y las diminutas embarcaciones que como cáscaras de nuez zozobraban al paso del buque y la gigantesca ola que se formaba tras su espumosa estela.
Debo confesar que desembarcar en la ciudad de Saigon, me produjo un agudo sentimiento de desolación. La ficticia camaradería del buque había desaparecido. Todos los viajeros tenían en el muelle un nutrido grupo de familiares o amigos que les estaban esperando. Yo bajé solo la pasarela del barco, y con un nudo en la garganta y los ojos amenazando anegarse en llanto, salí tan rápido como pude del puerto. Afortunadamente, además del vietnamita, el idioma oficial era el francés, y no fue difícil conseguir un taxi que me llevó al hotel Morin, un hotel de solera pero sin excesivas pretensiones.
Probablemente porque mi estancia en Saigon venía forzada por las circunstancias, ya que estaba a la espera del visado para Bangkok, o porque me sentía solo y deseaba entrar en acción para olvidar esa angustiosa sensación, o bien porque resentía que en aquel momento los extranjeros no éramos particularmente bienvenidos, no puedo decir que disfrutara de mi estancia en Saigon. Y sin embargo cuánta belleza en sus mujeres, qué elegancia en el vestir, que armoniosa mezcla de lo desconocido con lo familiar. A la vuelta de una esquina un templo exhalaba el penetrante aroma de los bastoncillos de incienso, al tiempo que el tintineo de una campana te hacía volver la mirada hacia la blanca torre de una iglesia católica. Un moderno comercio exhibiendo sus productos tras las lunas de su escaparate y delante, en la misma acera, una mujer acuclillada vendiendo sopa de tallarines que mantenía caliente sobre un improvisado brasero de latón.
La situación política en Vietnam era particularmente tensa. El Presidente Diem se mantenía en el poder pese a la oposición de su Parlamento gracias al apoyo del Ejército fuertemente influenciado por la ayuda americana y y la discreta presencia de sus “asesores” militares. Unas semanas un bonzo se había rociado de gasolina y se había prendido fuego en una céntrica plaza de la ciudad. Esa inmolación tuvo un efecto demoledor en la opinión pública al tiempo que una enorme repercusión a nivel internacional. El conflicto vietnamita estaba a punto de estallar y Saigon no era precisamente una ciudad amable.
Por eso, mi primera visita a la mañana siguiente fue a la Embajada de Tailandia para reclamar mi visado de entrada. Sin perder por un momento la sonrisa, el Encargado de negocios me informó de que estaba al corriente de mi llegada y sabía que había una petición de visado en curso, pero que lamentablemente tendría que esperar a que llegara por valija diplomática en unos pocos días. Fue un auténtico jarro de agua fría que contribuyó a incrementar el sentimiento de angustia que me atenazaba desde mi llegada a Saigon. Por ese motivo, no queriendo que el desánimo me venciera antes de llegar a mi destino, decidí salir de Saigon y explorar la antigua capital Dalat al tiempo que escapa de la pegajosa humedad de la capital.
Singapur
Por fín avistamos Singapur a primera hora de una mañana soleada. La ciudad, seguía siendo por aquel entonces una ciudad colonial a mitad inglesa y a mitad china, en la que como puerto franco florecían los negocios y las transacciones financieras. Puerta y puerto al mundo para Malasia, Singapur era un gigantesco emporio marítimo en el Sur Este Asiático. Sin embargo la ciudad no ofrecía entonces esos maravillosos rascacielos, y ese perfecto orden y limpieza que hacen de ella el modelo de Asia. De mi escala en la ciudad sólo recuerdo dos cosas: la compra de mi primera cámara fotográfica: una Pentax semi-automática que me ha acompañado durante más de veinte años y la visita a los Tiger Gardens. Unos jardines públicos donados a la ciudad por el magnate chino propietario de la Empresa Tiger Balm una especie de pomada universal para curar infinidad de dolencias y que encontraría y usaría con frecuencia en los años siguientes en Tailandia. Pero quizá la razón por la que esos jardines han quedado grabados en mi mente es por el gran parecido que encontré muchos años más tarde cuando tuve ocasión de visitar en Barcelona el Parque Guëll
Saigon
Salimos de Singapur a la caída de la tarde y dos días después, avistamos por fin los meandros del delta del gran rio Mekong uno de cuyos ramales el río Saigon, enfilamos hacia nuestro destino final. Desde la noche anterior mi equipaje estaba listo por lo que pude dedicarme durante esas últimos cuarenta millas de navegación fluvial para admirar los manglares, el laberinto de bifurcaciones, las diminutas casitas de madera posadas sobre pilotes a orillas del gran río y las diminutas embarcaciones que como cáscaras de nuez zozobraban al paso del buque y la gigantesca ola que se formaba tras su espumosa estela.
Debo confesar que desembarcar en la ciudad de Saigon, me produjo un agudo sentimiento de desolación. La ficticia camaradería del buque había desaparecido. Todos los viajeros tenían en el muelle un nutrido grupo de familiares o amigos que les estaban esperando. Yo bajé solo la pasarela del barco, y con un nudo en la garganta y los ojos amenazando anegarse en llanto, salí tan rápido como pude del puerto. Afortunadamente, además del vietnamita, el idioma oficial era el francés, y no fue difícil conseguir un taxi que me llevó al hotel Morin, un hotel de solera pero sin excesivas pretensiones.
Probablemente porque mi estancia en Saigon venía forzada por las circunstancias, ya que estaba a la espera del visado para Bangkok, o porque me sentía solo y deseaba entrar en acción para olvidar esa angustiosa sensación, o bien porque resentía que en aquel momento los extranjeros no éramos particularmente bienvenidos, no puedo decir que disfrutara de mi estancia en Saigon. Y sin embargo cuánta belleza en sus mujeres, qué elegancia en el vestir, que armoniosa mezcla de lo desconocido con lo familiar. A la vuelta de una esquina un templo exhalaba el penetrante aroma de los bastoncillos de incienso, al tiempo que el tintineo de una campana te hacía volver la mirada hacia la blanca torre de una iglesia católica. Un moderno comercio exhibiendo sus productos tras las lunas de su escaparate y delante, en la misma acera, una mujer acuclillada vendiendo sopa de tallarines que mantenía caliente sobre un improvisado brasero de latón.
La situación política en Vietnam era particularmente tensa. El Presidente Diem se mantenía en el poder pese a la oposición de su Parlamento gracias al apoyo del Ejército fuertemente influenciado por la ayuda americana y y la discreta presencia de sus “asesores” militares. Unas semanas un bonzo se había rociado de gasolina y se había prendido fuego en una céntrica plaza de la ciudad. Esa inmolación tuvo un efecto demoledor en la opinión pública al tiempo que una enorme repercusión a nivel internacional. El conflicto vietnamita estaba a punto de estallar y Saigon no era precisamente una ciudad amable.
Por eso, mi primera visita a la mañana siguiente fue a la Embajada de Tailandia para reclamar mi visado de entrada. Sin perder por un momento la sonrisa, el Encargado de negocios me informó de que estaba al corriente de mi llegada y sabía que había una petición de visado en curso, pero que lamentablemente tendría que esperar a que llegara por valija diplomática en unos pocos días. Fue un auténtico jarro de agua fría que contribuyó a incrementar el sentimiento de angustia que me atenazaba desde mi llegada a Saigon. Por ese motivo, no queriendo que el desánimo me venciera antes de llegar a mi destino, decidí salir de Saigon y explorar la antigua capital Dalat al tiempo que escapa de la pegajosa humedad de la capital.