No es de ayer, pero quiero compartir con vosotros una experiencia vivida a orillas de los mares de Grecia.
Acabé pronto mis entrevistas, demasiado pronto para cenar pero demasiado tarde para volver al centro de la ciudad y matar el tiempo mirando escaparates hasta que fuera la hora de ir a cenar a alguna taberna griega.
Decidí pues salir a caminar por el paseo que bordea el mar en la parte sur de Atenas, más conocida como Glyfada, lugar residencial y vacacional de los atenienses.
La luna, afilada como una hoz, tililaba en un cielo estrellado, pero sus reflejos a penas permitían dibujar la silueta de las islas más cercanas ancladas como dormidos paquebotes a escasas millas de la costa. Los faros de cada isla se hacían guiños en la distancia y el mar estaba tan tranquilo que solo de vez en cuando se oía el chapoteo suave de algunas barquitas fondeadas en la playa.
Al cabo de un rato, ví un café con mesas en la terraza a pie de playa y como un habitual del lugar me senté a tomar un café frappé.
Había estado solo prácticamente todo el día, pero no había tenido en ninguno momento el más mínimo sentimiento de soledad. Sin embargo, al sentarme y mirar al rededor empecé a notar la angustia del solitario en un lugar donde todas las mesas estaban ocupadas por grupos de amigos, de familias, de parejas. Era la única persona sola en un lugar con más de 50 mesas!
Me sentí solo, y ese sentimiento se vio acrecentado por el aislamiento que supone el oír por doquier un idioma que no entiendes. Únicamente la calma y la belleza del lugar actuaron como anclas que me mantuvieron en aquel lugar el tiempo suficiente para saborear mi café.
De pronto, ¡se produjo el milagro! Empezó a sonar la música, las conversaciones se atenuaron, y la voz ronca y cadenciosa de Leonard Cohen me captó. Yo diría más: me enredó con unos hilos invisibles a todos las personas que me rodeaban. Olvidé mi soledad y me sentí extrañamente unido con un grupo de desconocidos, comulgando de la misma paz, de la misma belleza, del mismo frescor de la tarde tras una dura jornada de trabajo.
Bastaron unas notas de música, una voz conocida mundialmente, para devolverme la confianza y el sentido de pertenencia
Acabé pronto mis entrevistas, demasiado pronto para cenar pero demasiado tarde para volver al centro de la ciudad y matar el tiempo mirando escaparates hasta que fuera la hora de ir a cenar a alguna taberna griega.
Decidí pues salir a caminar por el paseo que bordea el mar en la parte sur de Atenas, más conocida como Glyfada, lugar residencial y vacacional de los atenienses.
La luna, afilada como una hoz, tililaba en un cielo estrellado, pero sus reflejos a penas permitían dibujar la silueta de las islas más cercanas ancladas como dormidos paquebotes a escasas millas de la costa. Los faros de cada isla se hacían guiños en la distancia y el mar estaba tan tranquilo que solo de vez en cuando se oía el chapoteo suave de algunas barquitas fondeadas en la playa.
Al cabo de un rato, ví un café con mesas en la terraza a pie de playa y como un habitual del lugar me senté a tomar un café frappé.
Había estado solo prácticamente todo el día, pero no había tenido en ninguno momento el más mínimo sentimiento de soledad. Sin embargo, al sentarme y mirar al rededor empecé a notar la angustia del solitario en un lugar donde todas las mesas estaban ocupadas por grupos de amigos, de familias, de parejas. Era la única persona sola en un lugar con más de 50 mesas!
Me sentí solo, y ese sentimiento se vio acrecentado por el aislamiento que supone el oír por doquier un idioma que no entiendes. Únicamente la calma y la belleza del lugar actuaron como anclas que me mantuvieron en aquel lugar el tiempo suficiente para saborear mi café.
De pronto, ¡se produjo el milagro! Empezó a sonar la música, las conversaciones se atenuaron, y la voz ronca y cadenciosa de Leonard Cohen me captó. Yo diría más: me enredó con unos hilos invisibles a todos las personas que me rodeaban. Olvidé mi soledad y me sentí extrañamente unido con un grupo de desconocidos, comulgando de la misma paz, de la misma belleza, del mismo frescor de la tarde tras una dura jornada de trabajo.
Bastaron unas notas de música, una voz conocida mundialmente, para devolverme la confianza y el sentido de pertenencia
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