Las dos de tarde. Después de una mañana agotadora vuelvo a comer a mi casa en un autobús atestado. A mi espalda suena un teléfono. Alguien llama a la señora que tiene su codo hincado en mis riñones. La conversación va de médicos, y tengo que tragarme con pelos y señales la última operación de próstata de su suegro y la exploración que acaba de hacerle el ginecólogo. Me siento agredido y violentado. Las cuatro de la tarde, acabo comer y me quedo adormecido en el sofá de casa. Suena el teléfono; a trompicones llego hasta la mesita de la entrada donde he dejado mi móvil. No espero llamadas pero cuando se tiene hijos, puede suceder cualquier cosa. ¡Fiasco! Sólo es Telefónica ofreciéndome una promoción si me apunto a no sé que nuevo programa de puntos. Las ocho de la tarde. Estoy con unos amigos en el bar. Suena un teléfono. Instintivamente cuatro o cinco de entre nosotros sacan el teléfono para comprobar que no es el suyo el que suena….La lista y las circunstancias son inagotables. Pero no se trata aquí de eso. Son meros ejemplos de cómo nos estamos dejando invadir por una contaminación tan insidiosa y nefasta como la contaminación atmosférica.
Me dirán que son los tiempos. Que no se puede vivir de espaldas a la modernidad. Que ya no se concibe la vida sin los teléfonos móviles. Totalmente de acuerdo y nadie que no haya pasado la vida viajando sabe tanto de las ventajas de poder comunicar con la familia sin tener que pasar por demoras y operadoras de hotel. Pero, desde el “mesotes” de Aristóteles, “En el justo medio está la virtud” y yo creo que paulatinamente estamos resbalando hacia una comunicabilidad a ultranza que está añadiendo estrés e irritabilidad en nuestras vidas.
A poco que nos fijemos las facilidades que nos conceden las operadores nos daremos cuenta que tanta generosidad tiene un precio. Nos regalan teléfonos, nos dan puntos para que cambiemos a otro mejor y más sofisticado, nos proponen tonos e imágenes, nos ofrecen mayores y más superfluas prestaciones y nos vamos dejando arrastrar por un canto de sirena que como la flauta de Hamelin nos aleja más y más de la vida real, nos aturde y vacía nuestros bolsillos.
No seré yo quien fije pautas y recomendaciones sobre el uso del teléfono. Cada cual sabe dónde está su justo punto intermedio, Sin embargo existen síntomas inequívocos de que el teléfono móvil se está dejando de ser un instrumento útil y convirtiéndose en una obsesión: volver a casa a buscar el teléfono olvidado pese a que hemos salido a hacer un pequeño recado; llamar varias veces al día al alguien para preguntarle que está haciendo; contar por teléfono una película o una gestión al alguien que vamos a ver unos minutos más tarde; aceptar habitualmente las invitaciones de las diferentes cadenas de televisión para enviarles mensajes a cambio de hipotéticos premios.
Me dirán que son los tiempos. Que no se puede vivir de espaldas a la modernidad. Que ya no se concibe la vida sin los teléfonos móviles. Totalmente de acuerdo y nadie que no haya pasado la vida viajando sabe tanto de las ventajas de poder comunicar con la familia sin tener que pasar por demoras y operadoras de hotel. Pero, desde el “mesotes” de Aristóteles, “En el justo medio está la virtud” y yo creo que paulatinamente estamos resbalando hacia una comunicabilidad a ultranza que está añadiendo estrés e irritabilidad en nuestras vidas.
A poco que nos fijemos las facilidades que nos conceden las operadores nos daremos cuenta que tanta generosidad tiene un precio. Nos regalan teléfonos, nos dan puntos para que cambiemos a otro mejor y más sofisticado, nos proponen tonos e imágenes, nos ofrecen mayores y más superfluas prestaciones y nos vamos dejando arrastrar por un canto de sirena que como la flauta de Hamelin nos aleja más y más de la vida real, nos aturde y vacía nuestros bolsillos.
No seré yo quien fije pautas y recomendaciones sobre el uso del teléfono. Cada cual sabe dónde está su justo punto intermedio, Sin embargo existen síntomas inequívocos de que el teléfono móvil se está dejando de ser un instrumento útil y convirtiéndose en una obsesión: volver a casa a buscar el teléfono olvidado pese a que hemos salido a hacer un pequeño recado; llamar varias veces al día al alguien para preguntarle que está haciendo; contar por teléfono una película o una gestión al alguien que vamos a ver unos minutos más tarde; aceptar habitualmente las invitaciones de las diferentes cadenas de televisión para enviarles mensajes a cambio de hipotéticos premios.
¿Seríamos capaces hoy de prescindir voluntariamente del teléfono móvil durante veinticuatro horas seguidas? A la manera de la iglesia católica que prohíbe comer carne los viernes de cuaresma salvo casos de edad o de fuerza mayor, quizá debiéramos imponernos al menos un día al mes la jornada sin teléfono móvil para asegurarnos que no hemos sucumbimos a esta insidiosa plaga que poco a poco nos envuelve y con hilos tan sutiles como invisibles nos inmoviliza, nos acogota y nos impide pensar.
1 comentario:
Yo soy de las que usa mucho el movil, ademas me da seguridad, pero no tengo adicción a él.
Cuando estoy a gusto ni lo escucho jajaja
Hay que no quedarse atras, mirar adelante y en el horizonte está tambien el movil.
Usarlo que a veces hace mucho bien, un sms es silencioso y es una rafaga de luz.
Un abrazo
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