A pesar de que podemos ver
unas puestas de sol espectaculares con
el sol incendiando la silueta de los montes, que el clima es benigno, y que por las mañanas jirones de niebla blanquecina intentan
tapar como con un manto las hojas mohosas de los árboles, no me gusta el otoño en el noroeste de Tailandia. Claro está
que si preguntamos nos dirán que esa estación no existe en Tailandia, pero ¿cómo llamar a ese momento en que los árboles se engalanan de mil colores antes
de decir adiós a su verde follaje?
No me gusta este otoño
porque no encuentro esos amarillos, anaranjados, ocres, rojos incandescentes, o
marrones sepias con los que nuestros bosques componen sus hermosas sinfonías
otoñales. Las hojas de los “tekas”
grandes como pañuelos desplegados, de
pronto, oscurecen, se arrugan, y sucios
guiñapos, se enganchan a las ramas como negros pajarracos hasta que la ventisca
las hace caer pesadamente sin una pirueta de despedida. Las “haveas”
que plantadas por el hombre forman una parte importante de nuestra masa
forestal, parecen ponerse de acuerdo
para desnudarse a un tiempo y sacudir en menos de diez días su marchito penacho
de hojas tristes y oxidadas. De pronto,
el bosque se vuelve transparente y las
cabañas de los que trabajan en las plantaciones
quedan expuestas a todas las
miradas. Pero, ellos como las hojas
también se mudan, no les queda otro remedio. Mientras los árboles florecen y hasta que no broten las nuevas
hojas, no se puede recoger el látex.
Tienen que buscar trabajos alternativos.
Tampoco me queda pues el placer de ver a altas horas de la noche
esas lucecitas que como luciérnagas, avanzaban por el bosque y no son otra cosa
los sacrificados trabajadores que a la luz de sus frontales
recorren dos veces su parcela, una vez
para herir levemente cada árbol y la segunda, al cabo de unas horas pare
recoger el látex que se ha ido depositando en las cazoletas. Si la noche era templada a veces llegaba a oír alguna tonada que
canturreada en un idioma desconocido y dulce, hacía menos triste su
tarea. Hay menos pájaros y los
insectos parecen haber desaparecido. El silencio sólo se ve interrumpido de vez
en cuando por un aislado ladrido o por el bronco grito de un lagarto.
Me queda el consuelo de los
bambús. Sus hojas incluso ahora, ofrecen múltiples tonalidades
de verde, desde el verde botella de las hojas más antiguas al verde hierba
fresca de las recién nacidas. Y es que
como en una familia en la que se suceden las generaciones, los bambús van
perdiendo las hojas más antiguas mientras
nacen nuevas y temblorosas hojas
nuevas.
El otoño es breve en
Tailandia. De hecho, casi no existe. Tras el largo período de lluvias, aquí en
la montaña tenemos unos días frescos, con persistentes nieblas matinales. Pero
los 10 u 11ºC con que amanecemos pronto suben a 25 o 26ºC y en cuanto el sol irrumpe en el horizonte la niebla se disipa y deja días radiantes. Es
precisamente cuando aparece ese falso otoño en el que los árboles pierden sus
hojas y que de ninguna manera pueden emular
nuestros gloriosos otoños europeos
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