7 de octubre de 2013

Escuela de Bambú: Retorno al pasado

El semestre se ha terminado, o casi. Los estudiantes  están de exámenes y yo aprovecho para salir de excursión hacia el pasado: Chantaburi,  pequeña ciudad  en el sudeste de Tailandia a  orillas del rio del mismo nombre y a pocos kilómetros del mar.  Un puñado  de refugiados cristianos  vietnamitas  dieron origen a esta ciudad, una de las de mayor población católica de toda Tailandia.  Un colegio, un joven profesor que se sentía un poco desterrado en aquel lugar y alumnos que en lugar  de venir a clase  se iban con  algún hermano a las minas de zafiros y rubís que se explotaban a cielo abierto  con instrumentos tan rudimentarios como una azada y un cedazo.   Las minas han desaparecido pero el  lugar  sigue siendo importante en el negocio de  las gemas,  aunque  hoy vive sobre todo  de la agricultura. 

Mis alumnos  eran hijos de pescadores,  o de agricultores.  Los primeros eran cristianos, los segundos  budistas, pero no había conflicto religioso entre ellos.  De los primeros recuerdo alguna excursión en sus barcos de pesca  desde Tha Chalep   o Laem Sing  a la isla  “Ko Nom Sao”  (Pechos de doncella) así llamada por su peculiar y sugestivo perfil.   De los segundos  recuerdo los cestos de fruta con los que nos obsequiaban:  En temporada  siempre había una fruta que servía de prueba de fuego a los extranjeros: el Durian.  Si éramos  capaces de comerlo pese a su pestilente olor  recibíamos una especie de reconocimiento oficial, pero lo más importante, empezábamos a  disfrutar de una fruta de paladar delicioso que parece defenderse de los depredadores envuelta en un nauseabundo  olor  a podrido.

 Entre las bellezas de la zona  la isla Chang  (Isla Elefante) que se ha convertido en un refugio para extranjeros que  dando la espalda a  la vida moderna  prefieren vivir  en plena naturaleza, disfrutando del mar, de la pesca submarina,  del frescor de los cocoteros  y de pequeñas escapadas  en moto por las laderas de sus escarpadas montañas.
Más cerca de la ciudad  la cascada de Pliu que yo conocí absolutamente salvaje y en la que hoy, convertida en Parque Nacional me piden 200 Baht de entrada.   Menos mal que  hablar el idioma   sirve   de algo: ¡Como pedir 200 baht a un extranjero que habla el idioma como un nativo!  Es más justo cobrarme  20 Euros como a los nativos y con un  sonriente “Khop Khun Khrap”  (Gracias)  vuelvo a aquel lugar  al que llegaba en moto  por un sendero  tallado a machetazos en la selva.  Cualquiera que fuera el disgusto del día, en aquella  soledad  absoluta,  despojarse de  la ropa y sumergirse en aquella   fresca y cristalina corriente era  equivalente a despojarse de cualquier preocupación.  El estruendo de la cascada, ahogaba  la furia interior que llevaras contigo.  Nadar en  la piscina natural que la cascada había escarbado  en la roca, dejarse incluso acariciar por los diminutos pececillos que la poblaban, era  una manera segura de decir adiós al disgusto del momento.  Volvía al colegio, a la rutina diaria, a los soldados norteamericanos  que cada vez en mayor número venían a “descansar”  a Tailandia y hacían odioso a cualquier extranjero independientemente de lo que hiciera en el país,   porque  desde la cercana base de Satahip  despegaban con sus B52 para sembrar el pánico del napalm en Vietnam….
He vuelto  al pasado y me ha gustado, pero no quiero instalarme en los recuerdos.  El presente está aquí. Tailandia sigue siendo un país que admiro y que amo porque sus gentes son amables, su idioma musical, sus paisajes  encantados y los niños de las tribus Karen y Mon a los que enseño   rudimentos de inglés me recompensan con su sonrisa de cualquier momento de fatiga que pueda sobrevenir.    

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