El semestre se ha terminado, o casi. Los estudiantes están de exámenes y yo aprovecho para salir
de excursión hacia el pasado: Chantaburi,
pequeña ciudad en el sudeste de
Tailandia a orillas del rio del mismo
nombre y a pocos kilómetros del mar. Un puñado de refugiados cristianos vietnamitas
dieron origen a esta ciudad, una de las de mayor población católica de
toda Tailandia. Un colegio, un joven
profesor que se sentía un poco desterrado en aquel lugar y alumnos que en
lugar de venir a clase se iban con
algún hermano a las minas de zafiros y rubís que se explotaban a cielo
abierto con instrumentos tan
rudimentarios como una azada y un cedazo.
Las minas han desaparecido pero el lugar
sigue siendo importante en el negocio de
las gemas, aunque hoy vive sobre todo de la agricultura.
Mis alumnos eran
hijos de pescadores, o de
agricultores. Los primeros eran
cristianos, los segundos budistas, pero
no había conflicto religioso entre ellos.
De los primeros recuerdo alguna excursión en sus barcos de pesca desde Tha Chalep o Laem
Sing a la isla “Ko Nom Sao”
(Pechos de doncella) así llamada por su peculiar y sugestivo
perfil. De los segundos recuerdo los cestos de fruta con los que nos
obsequiaban: En temporada siempre había una fruta que servía de prueba
de fuego a los extranjeros: el Durian.
Si éramos capaces de comerlo pese
a su pestilente olor recibíamos una
especie de reconocimiento oficial, pero lo más importante, empezábamos a disfrutar de una fruta de paladar delicioso
que parece defenderse de los depredadores envuelta en un nauseabundo olor a
podrido.
Entre las bellezas de
la zona la isla Chang (Isla Elefante) que se ha convertido en un
refugio para extranjeros que dando la
espalda a la vida moderna prefieren vivir en plena naturaleza, disfrutando del mar, de
la pesca submarina, del frescor de los
cocoteros y de pequeñas escapadas en moto por las laderas de sus escarpadas
montañas.
Más cerca de la ciudad la cascada de Pliu que yo conocí absolutamente
salvaje y en la que hoy, convertida en Parque Nacional me piden 200 Baht de
entrada. Menos mal que hablar el idioma sirve de
algo: ¡Como pedir 200 baht a un extranjero que habla el idioma como un
nativo! Es más justo cobrarme 20 Euros como a los nativos y con un sonriente “Khop Khun Khrap” (Gracias)
vuelvo a aquel lugar al que
llegaba en moto por un sendero tallado a machetazos en la selva. Cualquiera que fuera el disgusto del día, en
aquella soledad absoluta, despojarse de
la ropa y sumergirse en aquella fresca y cristalina corriente era equivalente a despojarse de cualquier
preocupación. El estruendo de la
cascada, ahogaba la furia interior que
llevaras contigo. Nadar en la piscina natural que la cascada había
escarbado en la roca, dejarse incluso
acariciar por los diminutos pececillos que la poblaban, era una manera segura de decir adiós al disgusto
del momento. Volvía al colegio, a la
rutina diaria, a los soldados norteamericanos
que cada vez en mayor número venían a “descansar” a Tailandia y hacían odioso a cualquier
extranjero independientemente de lo que hiciera en el país, porque desde la cercana base de Satahip despegaban con sus B52 para sembrar el pánico
del napalm en Vietnam….
He vuelto al pasado y
me ha gustado, pero no quiero instalarme en los recuerdos. El presente está aquí. Tailandia sigue siendo
un país que admiro y que amo porque sus gentes son amables, su idioma musical,
sus paisajes encantados y los niños de
las tribus Karen y Mon a los que enseño
rudimentos de inglés me recompensan con su sonrisa de cualquier momento
de fatiga que pueda sobrevenir.
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