El sargento examina la maleta. No
tiene nada extraño salvo quizá su color y dos iniciales L.P. grabadas una en
cada cerradura de números en la parte superior.
“Bien”
, dice el sargento, “puesto que estas cerraduras se abren con la mirada y no necesitamos forzar
nada, ábrala y salgamos de dudas. Procure en todo caso dejar todo colocado como
estaba.
La maleta es de fibra lisa con asa
telescópica y cuatro ruedas en el lateral derecho. Reventar la clave es juego
de críos; basta girar las ruedecillas dentadas muy despacio hasta
sentir el distintivo clic cuando la muesca
coincide con el número de clave. A los pocos minutos saltan las cerraduras:
2207 y 1962. Sencillo e infantil. Probablemente la fecha de nacimiento de su propietario.
Coloco la maleta cuidadosamente
sobre la mesa y abro la tapa. Me
sorprende un fuertísimo olor a perfume, mezcla de tabaco, sándalo y aromas de
pachuli. No pensé que Nikita se alterara
tanto por este perfume a la vez
empalagoso y varonil. Me enfundo los preceptivos guantes de algodón blanco, y
tras unos momentos de vana espera a que se disipe el
fuerte olor, procedo a vaciarla tomando
buena nota de la ubicación exacta de cada artículo que va saliendo.
Destaca
en primer lugar y por encima de lo que parece ropa de caballero un libro de lujosa
encuadernación de cuero con repujados en el canto, en la parte superior, el título:
“Las confesiones de san Agustín” y en la inferior, las iniciales L.P. que ya observé
en la cerradura. Aparece ahora un
terno con chaleco, de color gris marengo
y raya diplomática.
“Vaya
resbalón” pienso para mí. “probablemente se trata del equipaje de un gentleman
inglés, culto y distinguido con un gusto particular para los perfumes, muy alejado de las preferencias olfativas de
Nikita.” Pero ya metido en harina
prosigo con la inspección. Salen ahora dos camisas blancas, de algodón egipcio
de cuello alto, amplio y abierto apropiadas para nudos de corbata de tipo
Wilson. Luego un jersey verde botella y una camisa de sport, de rayas y cuello con
botones; una bolsa de aseo con maquinilla y crema de afeitar y lociones varias.
A continuación, calcetines negros y ropa interior de caballero. Todo normal, convencional, una inspección
rutinaria y blanca de la que el dueño no
se va a enterar.
Estoy
a punto de colocar nuevamente la bolsa de aseo en su lugar, cuando me llama la
atención una cinta de cuero negro que sobresale por debajo de unos calzoncillos azules tipo bóxer. Curioso, tiro de ella, y
aparece una especie de látigo de cinco correas rematado por una empuñadora igualmente
de cuero artísticamente trenzado. Sorprendido, cambio de opinión y sigo sacando
objetos de la maleta. Despejo el fondo
de los frascos de colonia de nombres orientales y, entre las prendas de ropa
interior masculina aparecen unas diminutas braguitas de encaje de color rosa
chicle que parecerían de juguete si no fuera por unas oscuras manchas marrones.
Haciendo juego, un sujetador del mismo estilo en el que se evidencian manchas
oscuras muy parecidas a la sangre seca. Creo
que finalmente y a pesar mío, el dueño
se va a enterar de que hemos revisado su maleta.
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