1 de marzo de 2013

Una inspección rutinaria

Nikita no ha dejado de olisquear la maleta beis recuperada ayer de la cinta correspondiente  al último vuelo de British procedente de Londres.  Da vueltas y más vueltas, escarba en la cerradura y si pudiera hablar seguro que me gritaría: “ No seas imbécil, ábrela”.  Pero no puedo hacerlo sin la presencia de un mando. No lo permite el reglamento. Aguanto  estoicamente la mirada de reproche de Nikita y  a última hora, cuando llega el sargento le pongo en antecedentes del extraño comportamiento de nuestro mejor rastreador.

            El sargento examina la maleta. No tiene nada extraño salvo quizá su color y dos iniciales L.P. grabadas una en cada cerradura de números en la parte superior.
“Bien” , dice el sargento, “puesto que estas cerraduras  se abren con la mirada y no necesitamos forzar nada, ábrala y salgamos de dudas. Procure en todo caso dejar todo colocado como estaba.

            La maleta es de fibra lisa con asa telescópica y cuatro ruedas en el lateral derecho. Reventar la clave es juego de críos;   basta girar las ruedecillas dentadas muy despacio hasta sentir el distintivo clic  cuando la muesca coincide con el número de clave. A los pocos minutos saltan las cerraduras: 2207 y 1962. Sencillo e infantil. Probablemente la fecha de nacimiento de su propietario.

            Coloco la maleta cuidadosamente sobre la mesa y abro la tapa.  Me sorprende un fuertísimo olor a perfume, mezcla de tabaco, sándalo y aromas de pachuli.  No pensé que Nikita se alterara tanto por este perfume  a la vez empalagoso y varonil. Me enfundo los preceptivos guantes de algodón blanco, y tras unos momentos de vana espera a que se disipe   el fuerte olor,  procedo a vaciarla tomando buena nota de la ubicación exacta de cada artículo que va saliendo.

Destaca en primer lugar y por encima de lo que parece ropa de caballero un libro de lujosa encuadernación de cuero con  repujados  en el canto, en la parte superior, el título: “Las confesiones de san Agustín” y en la inferior, las iniciales L.P. que ya observé en la cerradura.  Aparece ahora un terno  con chaleco, de color gris marengo y raya diplomática.

“Vaya resbalón” pienso para mí. “probablemente se trata del equipaje de un gentleman inglés, culto y distinguido con un gusto particular para los perfumes,  muy alejado de las preferencias olfativas de Nikita.”  Pero ya metido en harina prosigo con la inspección. Salen ahora dos camisas blancas, de algodón egipcio de cuello alto, amplio y abierto  apropiadas para nudos de corbata de tipo Wilson. Luego un jersey verde botella y una camisa de sport, de rayas y cuello con botones; una bolsa de aseo con maquinilla y crema de afeitar y lociones varias.  A continuación, calcetines negros  y ropa interior de caballero.  Todo normal, convencional, una inspección rutinaria y blanca  de la que el dueño no se va a enterar. 

Estoy a punto de colocar nuevamente la bolsa de aseo en su lugar, cuando me llama la atención una cinta de cuero negro que sobresale por debajo de unos calzoncillos  azules tipo bóxer. Curioso, tiro de ella, y aparece una especie de látigo de cinco correas rematado por una empuñadora igualmente de cuero artísticamente trenzado.   Sorprendido, cambio de opinión y sigo sacando objetos de la maleta.  Despejo el fondo de los frascos de colonia de nombres orientales y, entre las prendas de ropa interior masculina aparecen unas diminutas braguitas de encaje de color rosa chicle que parecerían de juguete si no fuera por unas oscuras manchas marrones. Haciendo juego, un sujetador del mismo estilo en el que se evidencian manchas oscuras muy parecidas a la sangre seca. Creo que finalmente y  a pesar mío, el dueño se va a enterar de que hemos revisado su maleta.  

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