15 de marzo de 2013

La Bicicleta


                                                                                    Ilustración:  "La bicicleta"   Angel Gómez  Worldpress  

Escribir una historia que tenga el siguiente final: "El día de su cumpleaños, Fernando, despeñó su bicicleta por un acantilado"

Fernando soñaba con tener una bicicleta. No en vano Miguel Induraín era su ídolo. Creía que subido a ella todo sería posible: que Pilar lo miraría de otra manera, y él la invitaría a dar una vuelta, o mejor, que la pasearía sentada en la barra como había visto hacer a los mayores las tardes de domingo.  Con una bicicleta nadie podría poner en duda que era él quien mandaba en la pandilla. Seguro que con una bicicleta, y no sabía muy bien por qué, hasta sacaría mejores notas en clase.

Aunque todavía no  la tenía, hablaba de la bici con sus amigos, ideaba mil formas de agenciársela y su sueño era tan real que, a veces, por la noche, se despertaba jadeando pensando que se la habían robado.Todavía no tenía muy claro cómo iba a ser la dichosa bicicleta, de manillar retorcido como las de carrera o recto, con barra horizontal, de color rojo o azul,  con portaequipajes o con un cesto en la parte delantera.  La bicicleta se metamorfoseaba en su cabeza   pero no había manera de distraerlo de su capricho ni un solo día.

Su madre sufría en silencio por no poder dar ese capricho a su hijo. Cierto que en el pueblo las distancias eran cortas y el chico no la necesitaba para ir a la escuela o para hacer los pocos recados de todavía le mandaba, pero también sabía que él sufría y que envidiaba a sus amigos que chuleaban y caracoleaban delante de su casa con la bicicleta.  La mujer se partía el pecho a lavar y coser ropa para las vecinas, escarbaba en las rocas en busca de cebo para vender, pero ni con esas lograba nunca juntar el dinero necesario para comprar una bicicleta a su hijo. Por su parte, al marido que era marinero, no siempre le contrataban para salir a faenar.

Un día, la suerte de Fernando cambió de pronto. Don Jacinto, el dueño de la ferretería se fijó en el chaval. Se le veía ágil y espabilado como una ardilla. Le vendría bien en la tienda después de la escuela para hacer los recados, clasificar clavos, puntas y tuercas, barrer y limpiar el local y atender al personal mientras él iba al bar de la esquina y se tomaba un cafetito mientras pegaba la ebra con la cantinera.

Don Jacinto chistó al muchacho cuando, al regreso del colegio, éste pasaba frente a la ferretería.
_¿Te interesa trabajar en la ferretería después de la escuela?
_¡No sé! Tengo que preguntárselo a mi madre, - replicó.
_Claro, claro, y díselo también al maestro, pero si ellos están de acuerdo, tú qué dices?
_Pues también que sí.
_Ea pues, no se hable más. Coméntalo en casa y si están de acuerdo mañana a la salida de las clases te espero.

Esa noche, su padre gruñó su aprobación y su madre contenta por el muchacho le animó: "Mira Fernando, haz lo que quieras, pero descuida, si trabajas para Don Jacinto, todo lo que saques será para ti."  El chico empezó a trabajar como si fuera el hijo del ferretero. Se desvivía por tener la tienda reluciente y procuraba que nadie saliera de la ferretería con las manos vacías. En más de una ocasión tuvo que acudir en ayuda de Don Jacinto para indicarle en qué cajón estaban los tornillos hexagonales o las alcayatas que el cliente le estaba pidiendo.

Un día, aprovechando que estaban solos, Don Jacinto le dijo a Fernando:
_Me ha dicho un pajarito que andas loco detrás de una bicicleta.
_Sí señor, es la ilusión de mi vida y voy a ahorrar todo lo que gane para comprármela.
_Así me gusta muchacho. Hay que tener ambición. Y para que veas que soy generoso mañana mismo te compraré yo la bicicleta. Ya me la irás pagando poco a poco con el trabajo en la tienda.

Fernando hubiera preferido esperar a haber ganado él el dinero y comprar una bicicleta a su gusto pero cualquiera se enfrentaba al patrón y..., por otra parte,  cuanto antes la tuviera, antes podría disfrutar de ella.  A los pocos días la bicicleta apareció en la ferretería. No era era la bicicleta que el muchacho había soñado: venía con guardabarros y un solo piñón, la barra era ondulada como las bicicletas que usan las mujeres, el color era rosa pálido y con evidentes desconchones que le hicieron sospechar que él no iba a ser su primer dueño.

Fernando dio las gracias a su jefe y esa misma tarde volvió a casa montado en su nueva adquisición. Al verlo su padre preguntó:
_¿Cuanto has pagado por ella?
_No lo sé, papá, me la compró Don Jacinto.
_Claro hijo, pero no sería por nada. Te la compró a cambio de tu trabajo. ¿cuántos días tendrás que trabajar para pagarla?
_No me lo ha dicho.
_¡Será cabrón! Así es capaz de tenerte esclavizado todo un año.
Su madre se apresuró a intervenir:
_No hagas caso, hijo, seguramente un día de estos Don Jacinto te dirá lo que pagó por ella y el jornal que te corresponde cada semana.

Su madre estaba equivocada. Don Jacinto no sólo no le mencionó el coste de la bicicleta o le habló de pagarle, sino que a partir de entonces se creyó con derechos especiales sobre él: "Fernando, el domingo tienes que venir a ayudarme en la tienda, te necesito para preparar unos pedidos";  Fernando, mañana antes de clase pásate por la tienda y de camino al colegio llevas un encargo del taller. Total, ahora que tienes bicicleta, será un momento".

Pasaron los meses y Don Jacinto no había mencionado nada. Cansado de esperar y harto de tanto abuso Fernando le preguntó:
_Oiga, Don Jacinto, ¿no he pagado ya la bicicleta? ¿Cuándo va a empezar a pagarme lo que me corresponde?
Don Jacinto soltó una sonora carcajada:
_¿Pagarte yo? Primero tendrás que pagarme tú a mi la bicicleta, luego, ya hablaremos. Y ten cuidado con ese tono de voz no sea que te quedes sin bicicleta y sin trabajo.

A partir de ese día Fernando empezó a odiar la bicicleta. Se le antojaba una bola de presidiario que le tenía atado de por vida a ese desgraciado.  Menos mal que estaba ya en el último curso de primaria y su tutor, le había prometido ayuda para solicitar una beca y poder ir al instituto en Torrelavega.

Fernando había perdido todo interés por la ferretería y por la bicicleta. Las ruedas, la cadena, los pedales todo le recordaba la esclavitud. A los pocos días de terminar el curso, coincidiendo con su 16 cumpleaños, Fernando salió de casa, pedaleó hasta la Punta del Dichoso, y desde allí, con un grito de liberación, despeñó la bicicleta por el acantilado.

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