Salamanca juega con la luz
Durante estos quince días en Salamanca, me vengo dando cuenta que según el día descubro facetas nuevas en esta ciudad tan llena de viejas piedras, vida joven, jubilados y paseantes tranquilos, de turistas curiosos, y coleccionistas compulsivos de souvenirs.
Hay que ver Salamanca en un día soleado, cuando el sol parece acariciar la piedra caliza y friable hasta hacerla sonrojar en su dorado esplendor. Si el día está nublado los monumentos no son menos bellos. Las fachadas se apagan, se vuelven grises e invitan a adentrarse en claustros y palacios para contemplar la serenidad de los cipreses, el silencio de los pozos, la filigrana de las balconadas o el silencio y recogimiento de los muros. A mí me gusta Salamanca de noche, cuando las viejas piedras arden bajo el fulgor de los focos, las sombras realzan la belleza de un forjado, el bullicio de la plaza se vuelve efervescente y la ciudad entera parece haber olvidado que es hora de dormir.
Durante estos quince días en Salamanca, me vengo dando cuenta que según el día descubro facetas nuevas en esta ciudad tan llena de viejas piedras, vida joven, jubilados y paseantes tranquilos, de turistas curiosos, y coleccionistas compulsivos de souvenirs.
Hay que ver Salamanca en un día soleado, cuando el sol parece acariciar la piedra caliza y friable hasta hacerla sonrojar en su dorado esplendor. Si el día está nublado los monumentos no son menos bellos. Las fachadas se apagan, se vuelven grises e invitan a adentrarse en claustros y palacios para contemplar la serenidad de los cipreses, el silencio de los pozos, la filigrana de las balconadas o el silencio y recogimiento de los muros. A mí me gusta Salamanca de noche, cuando las viejas piedras arden bajo el fulgor de los focos, las sombras realzan la belleza de un forjado, el bullicio de la plaza se vuelve efervescente y la ciudad entera parece haber olvidado que es hora de dormir.
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