Agosto, 1963. Finalmente la Real Embajada de Tailandia en Londres ha completado todas las formalidades de mi contrato y sigue haciendo gestiones para acelerar la obtención del visado de entrada, pero mi advierten que, como todo en el Lejano Oriente, la tramitación lleva tiempo, y puesto que pretendo hacer el viaje en barco me recomiendan que me embarque hasta Vietnam y que ellos me facilitarán el visado de entrada en Tailandia en su Embajada de en Saigon.
Me siento eufórico y con unas ganas irreprimibles de bajar las escaleras de la Embajada dando saltos y lanzando gritos de alegría. ¡Lo he conseguido! Lo que parecía una broma se ha convertido en realidad. Recién terminada la carrera consigo mi primer contrato de trabajo de tres años como profesor de literatura en una Universidad de Bangkok..
Hacía meses que había echado la instancia, y me había informado un poco sobre el país y las condiciones de vida en la capital pero sin excederme, pues quería llegar sin prejuicios que distorsionaran mis sentimientos y mis primeras impresiones. Sólo retuve el consejo de hacer el viaje en barco como forma de ir aclimatándome poco a poco al cambio de temperatura, de costumbres, de olores y de sabores; en una palabra, dejando que Oriente fuera penetrando progresivamente en mí, a medida que avanzaba hacia ese sol matinal y cada vez más ardiente.
Elegí un buque francés de la Naviera “Messageries Maritimes” que combinaba el transporte de mercancías con el de viajeros y resultaba más económico aunque tenía el inconveniente, para mí providencial, de escalas más largas debido a las operaciones de carga y descarga de mercancías. El buque, cuyo nombre no recuerdo tenía prevista su salida a mediados de agosto desde Marsella con llegada a Saigon el 10 de Septiembre.
Aún tenía unos días para volver a España y despedirme de mi familia. Traté de abreviar la visita al máximo pues resultaba muy duro escuchar a diario los reproches de mis hermanos, las pegas y las cortapisas de mis amigos, y sobre todo observar acongojado el silencio de mi padre o los ojos arrasados en lágrimas de mi madre.
Marsella
14 de Agosto. Los muelles del puerto de Marsella están atestados de vehículos, mercancías, gente. Por encima de nuestras cabezas las grúas del barco se afanan en cagar en las bodegas del barco, grandes cajones de madera que protegen maquinaria, o mercancía susceptible de dañarse en las operaciones de transbordo. Los viajeros más nerviosos ya han subido a bordo y desde cubierta hacen gestos y llaman la atención de parientes y amigos que desde el muelle esperan la despedida. Yo he viajado en tren desde España y todas mis posesiones caben en dos raquíticas maletas. Una de ella contiene apuntes y libros y pesa endiabladamente. Valiente, pujo por ella de manera despreocupada. No quiero dar la impresión de necesitar la ayuda de un maletero. Poco antes de la salida del barco, subo a bordo y un asistente me conduce hasta el camarote de segunda clase que comparto con otros tres ocupantes: dos son vietnamitas que regresan a su país, el tercero es inglés y viajará con nosotros hasta Singapur. Coloco la chaqueta en la litera superior derecha y en mangas de camisa subo a cubierta para acodarme a la borda aunque no me molesto en buscar rostros conocidos. Mi mirada sube más alto y se pierde en lo alto de la montaña en la basílica de la Virgen de la Garde, patrona de los marineros. Por primera vez en mucho tiempo me siento verdaderamente solo entre tanta gente. Aunque quisiera apenas podría hablar. Una bola amarga me oprime la garganta y las lágrimas empañan la mirada. Estoy deseoso de que todo empiece ya, que la partida sea irreversible y que lo que todos han vaticinado como una locura se convierta pronto en una aventura. La sirena del barco, por fin, da la señal de partida, se agitan los pañuelos y se lanzan serpentinas pero sigo con la mirada alta. Quiero parecer mayor y más maduro de lo que soy. El barco se aleja poco a poco del muelle, para y gira rumbo al sur; los muelles empiezan a alejarse y la mirada abarca cada vez una mayor porción del puerto, luego de la ciudad y finalmente sólo queda como referencia, recortada sobre la bruma, la silueta de la basílica de los pescadores.
La aventura ha comenzado y espero que el viaje sea el principio de esa aventura.
Cuando llego al camarote han depositado encima de las literas una carpeta con información sobre el barco, horarios, de comidas, escalas y tiempo previsto de las mismas, recomendaciones útiles, excursiones durante las escalas, y otros detalles de interés. Primera sorpresa: nos dirigimos a Barcelona, primera escala del viaje. Cuando compré el billete en Londres no me lo advirtieron. Podría haber embarcado un día más tarde y al menos oír las despedidas en español.
(Continuará)
Me siento eufórico y con unas ganas irreprimibles de bajar las escaleras de la Embajada dando saltos y lanzando gritos de alegría. ¡Lo he conseguido! Lo que parecía una broma se ha convertido en realidad. Recién terminada la carrera consigo mi primer contrato de trabajo de tres años como profesor de literatura en una Universidad de Bangkok..
Hacía meses que había echado la instancia, y me había informado un poco sobre el país y las condiciones de vida en la capital pero sin excederme, pues quería llegar sin prejuicios que distorsionaran mis sentimientos y mis primeras impresiones. Sólo retuve el consejo de hacer el viaje en barco como forma de ir aclimatándome poco a poco al cambio de temperatura, de costumbres, de olores y de sabores; en una palabra, dejando que Oriente fuera penetrando progresivamente en mí, a medida que avanzaba hacia ese sol matinal y cada vez más ardiente.
Elegí un buque francés de la Naviera “Messageries Maritimes” que combinaba el transporte de mercancías con el de viajeros y resultaba más económico aunque tenía el inconveniente, para mí providencial, de escalas más largas debido a las operaciones de carga y descarga de mercancías. El buque, cuyo nombre no recuerdo tenía prevista su salida a mediados de agosto desde Marsella con llegada a Saigon el 10 de Septiembre.
Aún tenía unos días para volver a España y despedirme de mi familia. Traté de abreviar la visita al máximo pues resultaba muy duro escuchar a diario los reproches de mis hermanos, las pegas y las cortapisas de mis amigos, y sobre todo observar acongojado el silencio de mi padre o los ojos arrasados en lágrimas de mi madre.
Marsella
14 de Agosto. Los muelles del puerto de Marsella están atestados de vehículos, mercancías, gente. Por encima de nuestras cabezas las grúas del barco se afanan en cagar en las bodegas del barco, grandes cajones de madera que protegen maquinaria, o mercancía susceptible de dañarse en las operaciones de transbordo. Los viajeros más nerviosos ya han subido a bordo y desde cubierta hacen gestos y llaman la atención de parientes y amigos que desde el muelle esperan la despedida. Yo he viajado en tren desde España y todas mis posesiones caben en dos raquíticas maletas. Una de ella contiene apuntes y libros y pesa endiabladamente. Valiente, pujo por ella de manera despreocupada. No quiero dar la impresión de necesitar la ayuda de un maletero. Poco antes de la salida del barco, subo a bordo y un asistente me conduce hasta el camarote de segunda clase que comparto con otros tres ocupantes: dos son vietnamitas que regresan a su país, el tercero es inglés y viajará con nosotros hasta Singapur. Coloco la chaqueta en la litera superior derecha y en mangas de camisa subo a cubierta para acodarme a la borda aunque no me molesto en buscar rostros conocidos. Mi mirada sube más alto y se pierde en lo alto de la montaña en la basílica de la Virgen de la Garde, patrona de los marineros. Por primera vez en mucho tiempo me siento verdaderamente solo entre tanta gente. Aunque quisiera apenas podría hablar. Una bola amarga me oprime la garganta y las lágrimas empañan la mirada. Estoy deseoso de que todo empiece ya, que la partida sea irreversible y que lo que todos han vaticinado como una locura se convierta pronto en una aventura. La sirena del barco, por fin, da la señal de partida, se agitan los pañuelos y se lanzan serpentinas pero sigo con la mirada alta. Quiero parecer mayor y más maduro de lo que soy. El barco se aleja poco a poco del muelle, para y gira rumbo al sur; los muelles empiezan a alejarse y la mirada abarca cada vez una mayor porción del puerto, luego de la ciudad y finalmente sólo queda como referencia, recortada sobre la bruma, la silueta de la basílica de los pescadores.
La aventura ha comenzado y espero que el viaje sea el principio de esa aventura.
Cuando llego al camarote han depositado encima de las literas una carpeta con información sobre el barco, horarios, de comidas, escalas y tiempo previsto de las mismas, recomendaciones útiles, excursiones durante las escalas, y otros detalles de interés. Primera sorpresa: nos dirigimos a Barcelona, primera escala del viaje. Cuando compré el billete en Londres no me lo advirtieron. Podría haber embarcado un día más tarde y al menos oír las despedidas en español.
2 comentarios:
Por favor escribelo a continuación aunque se haga largo.
Gracias
Primera parte leida. Me encanta como lo expresas. Te lo he dicho más de una vez: eres un viajero sentimental que embarcas a los que te leemos a tu lado.
Un beso.Me voy a por el segundo :)
Publicar un comentario