Hubo un tiempo en que me sentía seguro. La verdad estaba de mi parte. Me acompañaba como una hermana sabia que susurraba mis palabras. La había ido forjando a golpe de lecturas, de sentencias, de convicciones, de principios, de razonamientos. Como se forja una coraza, así había ido forjando mis verdades. Eran verdades puras, radicales, sin matices. Todo lo que no concordaba con mi verdad no podía ser más que ignorancia, falacia, patraña o falsedad manifiesta.
Llegó un momento en que confundía mi verdad y mi persona. Todo ataque contra mis dogmas se convertía asimismo en un ataque personal, y por consiguiente cualquier persona que defendiera ideas contrarias a las mías se volvía mi enemigo. En el debate dialéctico empecé a mezclar criterios y emociones, verdades y pasiones.
El caso es que, cuando alguien defendía apasionadamente una idea, trataba de serenarle, y hacerle ver que no estaba siendo objetivo, que sus sentimientos no le estaban permitiendo discurrir con claridad, como si al decir eso, yo quedara libre de los fallos que imputaba a mi contrario.
No siempre participaba en los debates que se suscitan entre amigos sobre los más diversos temas, pero mentalmente mi posición era siempre clara, sin matices. Tan clara, tan rotunda que a penas escuchaba los argumentos del otro. Mentalmente iba desgranando mis razones, mis argumentos, y perdía por completo los argumentos y las explicaciones del otro. Ejercicio vano puesto que yo no intervenía, ejercicio fútil que sin embargo me empobrecía.
Los años han ido pasando y afortunadamente he ido perdiendo seguridades. Eso no quiere decir que sea un veleta y me pliegue a la opinión del momento. No soy de esas personas que por no molestar o por no aventurarse esperan a saber cual es la opinión imperante en una reunión y que matizan sus ideas según el lugar, la compañía o las circunstancias.
Tampoco se trata de mero escepticismo, de dudar como pose existencial, de no adoptar postura alguna puesto que todas pueden ser falsas o ciertas por igual, lo que en realidad denotaría una evidente falta de criterio y una cretina pereza intelectual.
Pero poco a poco voy dejando de poner etiquetas a mis creencias. Profesar una religión no implica acatar a ciegas todos sus dogmas; vitorear a un equipo de fútbol no significa que todos los errores son del contrario, mis simpatías políticas no pueden hacerme ignorar los aciertos del partido contrario ni la solidaridad corporativa logran que simpatice con los errores profesionales de mis colegas. Mi pueblo no es el más bello ni mi cielo el más azul.
Los años van pesando sobre mis espaldas y voy aprendiendo al ritmo de la vida a escuchar antes de hablar, a reflexionar antes de emitir un juicio, a buscar las verdades parciales antes que las condenas rotundas. No sólo por aquello del punto de vista o porque las cosas son del color del cristal con que se miran, sino porque estoy cada día más convencido de que las verdades absolutas son muy pocas y sobre ellas nunca se discute; porque creo que dudar de lo que sé no es renegar de mis creencias, sino profundizar es aspectos no considerados y porque dudar me obliga a afinar mi pensamiento y a suavizar mis rigideces.
Poner en duda mis certezas, no sólo me está permitiendo reducir el número de mis axiomas sino que además, purificados en el crisol de la duda, los veo hoy más nítidos y más abiertos que nunca a la aceptación y al enriquecimiento mutuo a través de la divergencia.
Llegó un momento en que confundía mi verdad y mi persona. Todo ataque contra mis dogmas se convertía asimismo en un ataque personal, y por consiguiente cualquier persona que defendiera ideas contrarias a las mías se volvía mi enemigo. En el debate dialéctico empecé a mezclar criterios y emociones, verdades y pasiones.
El caso es que, cuando alguien defendía apasionadamente una idea, trataba de serenarle, y hacerle ver que no estaba siendo objetivo, que sus sentimientos no le estaban permitiendo discurrir con claridad, como si al decir eso, yo quedara libre de los fallos que imputaba a mi contrario.
No siempre participaba en los debates que se suscitan entre amigos sobre los más diversos temas, pero mentalmente mi posición era siempre clara, sin matices. Tan clara, tan rotunda que a penas escuchaba los argumentos del otro. Mentalmente iba desgranando mis razones, mis argumentos, y perdía por completo los argumentos y las explicaciones del otro. Ejercicio vano puesto que yo no intervenía, ejercicio fútil que sin embargo me empobrecía.
Los años han ido pasando y afortunadamente he ido perdiendo seguridades. Eso no quiere decir que sea un veleta y me pliegue a la opinión del momento. No soy de esas personas que por no molestar o por no aventurarse esperan a saber cual es la opinión imperante en una reunión y que matizan sus ideas según el lugar, la compañía o las circunstancias.
Tampoco se trata de mero escepticismo, de dudar como pose existencial, de no adoptar postura alguna puesto que todas pueden ser falsas o ciertas por igual, lo que en realidad denotaría una evidente falta de criterio y una cretina pereza intelectual.
Pero poco a poco voy dejando de poner etiquetas a mis creencias. Profesar una religión no implica acatar a ciegas todos sus dogmas; vitorear a un equipo de fútbol no significa que todos los errores son del contrario, mis simpatías políticas no pueden hacerme ignorar los aciertos del partido contrario ni la solidaridad corporativa logran que simpatice con los errores profesionales de mis colegas. Mi pueblo no es el más bello ni mi cielo el más azul.
Los años van pesando sobre mis espaldas y voy aprendiendo al ritmo de la vida a escuchar antes de hablar, a reflexionar antes de emitir un juicio, a buscar las verdades parciales antes que las condenas rotundas. No sólo por aquello del punto de vista o porque las cosas son del color del cristal con que se miran, sino porque estoy cada día más convencido de que las verdades absolutas son muy pocas y sobre ellas nunca se discute; porque creo que dudar de lo que sé no es renegar de mis creencias, sino profundizar es aspectos no considerados y porque dudar me obliga a afinar mi pensamiento y a suavizar mis rigideces.
Poner en duda mis certezas, no sólo me está permitiendo reducir el número de mis axiomas sino que además, purificados en el crisol de la duda, los veo hoy más nítidos y más abiertos que nunca a la aceptación y al enriquecimiento mutuo a través de la divergencia.
21 comentarios:
Es la tercera vez que lo intento... Te decía que me ha encantado tu reflexión porque soy de la opinión de que no existe la verdad absoluta y el enriquecimiento que nos procura las "verdades" de otras personas es indudable, si escuchas con atención e interés. Gracias amigo, me estoy haciendo "mayor", jajaja. Un abrazo.
Una reflexión llena de sabiduría, amigo. Me gusta.
Carmen
Amigo Fede
A mi me parece un escrito lleno de humildad, porque no es facil reconer que uno ha vivido equivocado y que la verdad absoluta no existe.
Como dice nuestra amiga Willow nos estaremos haciendo mayores.
y ''Dijo''
Pues dice muchas verdades a pesar de ser una adolescente de medio siglo.
A anonimo digo..
No me gustan los cumplimientos ....
Por eso yo te digo con sinceridad Fede que no hubiera esperado un escrito asi de tu parte, y me alegra que lo hayas hecho.
Como siempre nos pones a pensar a los demas, que te teniamos como ''un ser más superior'' humano, pero más preparado,(o por lo menos más que yo)
Es bonito ver que ahora si vamos por la misma senda.
Un abrazo
Lo peor de las certezas es lo desnudo que te quedas sin ellas. Un gran abrazo
Alex
Alex,
Me da menos miedo ir desnudo por la vida que cargado de pesadas corazas.
Cálida brisa,
Nadie es superior a nadie y el tener más formación no siempre implica tener mejor criterio.Por otra parte nunca considero equivocados los caminos que me han traído a esta senda...En nuestra juventud fuimos radicales para poder practicar hoy algo más la tolerancia.
Gracias Carmen por tu comentario. La sabiduría, ¡quién pudiera enamorarla siempre!
Querido/a *
Lo más difícil en la educación de los hijos es dejar que éstos se equivoquen solos. Siempre estamos ahí, para apartar las piedras del camino...
Aprenden más de sus errores que de nuestros aciertos.
Querida Willow,
Algún consuelo tenemos que tener al hacernos mayores, aunque sólo sea el de la tolerancia...
No sé que me quieres decir cálida brisa con tu comentario, me gustaría que me lo explicaras.
Entro aquí como anónimo porque no sé de que otra forma hacerlo, pero soy Carmen.
Un beso
Esta entrada destila lucidez, Fede. Las verdades nunca son absolutas. Si todos compartiésemos ese pensamiento, el mundo sería un lugar mucho mejor, sin duda.
Un abrazo
Lamento Fede el haberte contestado pensando que lo hacia en mi blogs y menciné a quienes me antecedieron, no volvera a suceder.
Los anomimos no me interesan porque pueden firmar como firmen, para mi siguen siendo personas que no quieren dar la cara.
La persona que firma como Carmen ¿ porque he de creer que la conozco?
Por lo mismo no he de darle ninguna explicación.
Ya estoy muy escarmentada en internet.
Saludos y mis disculpas Fede una vez más.
Un beso
Conmigo no tienes que desconfiar, soy sirena de tu antiguo foro, me recuerdas?
Un beso de nuevo amiga y ya te digo que no sé como entrar de forma no anónima.
Blanca a ti se te conoce hasta con un punto, me conoces tu a mi por un acento, como para no conocerte yo por un
*dijo
Tu no tienes secretos para mi jajaja
Aqui se entra con correos de Gmail nada más...al menos en el mio.
Besitos Blanca
Cambia al *dijo otra vez que nos vas a marear con tanto cambio jajaja
Gracias Blanca por tu saludo cariñoso.
Un beso
Carmen
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