Aterrizo en Caracas y cuando salgo al vestíbulo, encuentro mi nombre en una plaqueta que sostiene un chófer uniformado de gris y enviado expresamente por el hotel por razones de seguridad.
No es mi primer viaje al país, pero rápidamente me doy cuenta de que el aseo general del aeropuerto deja mucho que desear. No se percibe el bullicio habitual de las grandes aglomeraciones. No hay alegría en el ambiente y Caracas está dejando de ser ese país cálido y sensual, rebosante de petrodólares, de buenas autopistas, de gente con la broma en los labios, de mujeres que se saben observadas y de hombres cuya mirada se distrae tras sus ondulantes caderas.
De camino al hotel, el conductor de la limusina me explica que la situación ha cambiado, que las cosas van mal y que ya no se puede pasear solo por las calles. Me recomienda que no deje de utilizar los taxis propios del hotel cada vez que tenga que desplazarme por la ciudad y me insta a que no permita que me aborden desconocidos ni entregue mi pasaporte o mis documentos a nadie, aunque se digan policías. Ante cualquier duda me sugiere que contacte con el Hilton.
Llegamos al hotel y me reencuentro con caras conocidas de otros viajes, que me reconfortan y me hacen sentir protegido. Entrego mi documentación en recepción y tras un rápido check-in y una cena frugal, subo a la habitación desde cuyas ventanas del último piso, contemplo cómo el crepúsculo incendia la ciudad y los últimos destellos del sol languidecen sobre el cristal y el acero de los edificios modernos del Centro de Negocios en el que se encuentra el hotel.
Temprano al día siguiente descorro las cortinas para contemplar ese paisaje incandescente que me había hechizado la víspera. La sorpresa es mayúscula. Las colinas que rodean completamente la ciudad están recubiertas de “ranchitos” en los que no es difícil adivinar que se hacina la inmensa pobreza que agobia a la ciudad.
Ahora recuerdo que, en efecto, el aeropuerto está situado al borde del mar, en Maiquetía, a unos 40 kilómetros de la capital y que para llegar hemos tenido que subir un puerto de montaña y cruzar un túnel que desemboca en un valle circular en el que se asienta la parte monumental de la ciudad. Todo alrededor, cerros y montes cobijan y protegen a la ciudad, pero esta mañana constato con pesar que esos altos están ahora saturados de chabolas y pobreza. Tengo que cerrar los ojos para asegurarme de que no me he equivocado, que estoy en Caracas y no frente a las favelas de Río de Janeiro donde, sin embargo, cuando quieres evadirte de la realidad, puedes mirar hacia el mar. Aquí no hay tal posibilidad. Caracas se ha recubierto de una corona de espinas visible mires del lado que mires. Todas las ciudades tienen poblados marginales, zonas de chabolas, nidos de pobreza, pero suelen estar escondidos, lejos de la vista de los turistas. En Caracas, esta pobreza, esta miseria, como una inmensa marea humana ha ido escalando las alturas y está siempre a la vista. Este país, uno de los más ricos de Sudamérica, no puede esconder el injusto reparto de la riqueza y la corrupción de sus dirigentes.
Trato de seguir al pie de la letra las recomendaciones del hotel y sólo salgo para hacer las gestiones que me han traído nuevamente a esta, hasta hace poco, rica y fascinante ciudad. Alquilo la limusina para ir a almorzar en algún restaurante típico alejado del hotel pero sus cristales tintados y los guardas de seguridad a la puerta, metralleta en mano, me ponen una bola en el estómago y me hacen perder el apetito.
Abrevio todo lo que puedo las entrevistas y trato de adelantar el vuelo pero no es posible. Aprovecho el día libre para refugiarme en un pueblecito escondido en los cerros a pocos kilómetros de Caracas, El Hatillo, que ha sido colonizado por la bohemia artística, musical y literaria de la capital. Entre palmeras, las humildes casas labriegas han sido transformadas en talleres, recogidos y coquetos bohíos, tiendas de antigüedades, librerías y almacenes de souvenirs. Es un lugar a la vez artificial y romántico, una especie de grito de repulsa que a fuerza de ponerse de moda va perdiendo todo su encanto. Pero la naturaleza está ahí con todo su esplendor. Las orquídeas, el jazmín, la albahaca, todos esos olores que el cemento de la ciudad nos nos dejan percibir, perfuman el ambiente, y el añil, el amarillo o el ocre de las fachadas puntúan el pentagrama de los verdes frutales que escalan la montaña.
Regreso a España y muchas otras cosas de Caracas se han ido olvidando. Nunca, sin embargo se borrará de mi retina esa corona de espinas que ensombrece la ciudad de Caracas.
Recientemente, por divertirse, mi hijo escribió en Google mi nombre y mis dos apellidos. Para mi sorpresa, una de las entradas se refería a un ciudadano que utilizando mi nombre, mis apellidos y mi número de pasaporte, unos meses después de mi estancia en Caracas era citado ante los tribunales de Caracas por falta de pago de un apartamento. La sentencia había prescrito, pero me quedé pensando que alguien en la recepción del hotel había fotocopiado los datos de mi pasaporte y había vivido en un apartamento con una identidad robada. ¿Avatares de viajero, o afán de supervivencia?