12 de noviembre de 2007

Balthus: La falda blanca


En una época en la que se comulgaba con el surrealismo y la abstracción, intentar “la reencarnación de la pintura”, según la expresión acuñada por Pierre Jean Jouve, convertía a Balthus en un artista marginal que nadaba a contracorriente. En un texto publicado en La Nouvelle Revue Française en mayo de 1934, el poeta Antonin Artaud daba su voto de confianza al cambio insólito emprendido por aquel recién llegado cuyo arte de la representación se inspiraba claramente en un universo imaginario y un realismo a medio camino entre el Quattrocento y el clasicismo más elaborado. Balthus pinta sobre todo luces y formas. A través de la luz de una pared, del suelo, de una silla y de una piel, se nos invita a ingresar en el misterio de un cuerpo dotado de un sexo que destaca con toda su crudeza.

Oscar Wilde afirmó, con gran acierto: “Los únicos retratos creíbles son aquellos en los que uno ve poco del modelo un mucho del artista”. El cuerpo femenino, geometrizado por el cubismo, desfigurado por el surrealismo y atomizado por el arte abstracto, recuperaba s forma gracias al retorno a la pintura figurativa y volvía a estar omnipresente en la representación plástica, como una proyección del artista, quien le confería la apariencia que más amaba: doblemente carnal, tan pronto muchacha inocente, tan pronto mujer fatal, o una mezcla de ambas. “El desnudo es al artista lo que el amor a los trovadores y los poetas” escribió Paul Valéry. Proyectándose en la obra, el artista provoca intencionadamente la proyección del espectador. Un fenómeno íntimo deviene súbitamente colectivo y el espectador voyeur puede exclamar, como Renoir: “Yo, ante una obra maestra, me contento con disfrutarla”

Como Rembrandt o Picasso, cuanto más amor sentía por su modelo más deseaba mostrarla al mundo entero, algo que no comprendió ni siquiera Antoinette de Watteville, su esposa y la modelo de La falda blanca, quien se obstinó en posar con sujetador: “No quería ver expuestos mis senos en un museo”, confesó más tarde. Balthus pintó un sostén, pero tan transparente que la imagen resultaba más sugerente aún, lo cual, además le permitió crear una sutil armonía entre los tonos crema, marfil, rosa y blanco, y entre las texturas del tejido y de la piel. Courbet parecía presidir aquel homenaje.

En aquella muestras Balthus sorprendió y atrajo la atención de los más perspicaces, merced a la aparente impasibilidad neoclásica de la técnica que aplicaba a sus perturbadores motivos y con la que lograba contrastes asombrosos. Su principal motivo pictórico fue el erotismo provocador. Balthus se reveló, ante todo, como un “monomaníaco” con hábitos renacentistas.

2 comentarios:

Paquita dijo...

Nunca habia visto este cuadro y partes de el me han encantado.

La pose, la falda y los zapatos...

Lo has explicado muy bien y yo me quedo con esas tres partes de su todo.
Gracias y un abrazo.

Willow dijo...

Si, me gusta mucho. Parece que la cortina tiene un fondo cubista?
Un beso