26 de octubre de 2007

Praga

Las campanas de la iglesia San Nicolás suenan broncas en esta temprana hora de la mañana. Está amaneciendo sobre el Moldava. Acodado en el puente de Carlos IV contemplo el tímido reflejo de luz matinal que resbala sobre las aguas y suaviza la oscuridad del río mientras oigo en mi mente las hermosas estrofas de Smetana evocando su querido Vlatva. No he podido dormir en toda la noche. Han sido muchos los sobresaltos del día, esa mezcla de anticipación, romanticismo y congoja por el sufrimiento de un hijo.

Estábamos a principios de los noventa celebrando nuestro 25 aniversario de boda y después de haber pasado con nuestros hijos unos días en Viena partíamos en automóvil hacia la misteriosa y aún poco conocida Praga. El día anterior, En Viena, al bajar de la Gran Noria, nuestro hijo Alejandro había pisado en falso y sintió un fuerte tirón pero pensando que se trataba de una simple torcedura de pie que se le iría pasando, a la mañana siguiente nos pusimos en ruta para recorrer los 300 km. hasta Praga. Salvo el dolor del muchacho que ya no sabía cómo colocar el pie para mitigar el sufrimiento, y la hinchazón subsiguiente, el viaje se desarrolló sin incidentes. No obstante, al llegar a nuestro hotel, aún recuerdo que se llamaba Jalta, pedimos la dirección de una clínica o un hospital pero nadie supo contestarnos en ninguno de los diferentes idiomas que alternativamente fuimos ensayando: inglés, francés, y finalmente español. Inquietos salimos a la calle y un benévolo taxista entendió finalmente nuestro problema y nos condujo a un hospital cuyo nombre prefiero no recordar. Una vez más la incomunicación fue total. Por gestos nos hicieron esperar en una sala fría y escasamente iluminada. Al cabo de la primera hora de espera salí al pasillo en busca de alguna señal de vida, pero el silencio era absoluto. Parecíamos estar en un hospital desierto. Finalmente, tras varias horas de angustia llegó un médico y a medias entre gestos y las pocas palabras de inglés que él comprendía le pusimos al corriente del problema. No hubo manera de conseguir un calmante, pero vendó el pie a nuestro hijo, el dolor se mitigó un tanto y regresamos al hotel.

Me debatía con regresar a la mañana siguiente a Viena para tomar el avión de regreso a España o seguir el programa establecido. Por eso, incapaz de dormir, me levanté a pasear por las calles desiertas de la ciudad hasta que amaneciera sobre el famoso puente de Carlos.

No es fácil describir todas las sensaciones que te avasallan cuando llegas a una ciudad histórica cuajada de monumentos sorprendentes, pero cuando por circunstancias especiales la paseas a las cuatro de la mañana de una noche de verano. La ausencia de vehículos, la sensación de soledad y misterio, las sombras de los monumentos, el eco de las propias pisadas parecen convertirse en caja de resonancia que intensifica esas sensaciones.

Me encaminé en primer lugar hacia el Ayuntamiento. Había visto fotografías del famoso reloj astronómico pero quería contemplar esa magnífica pieza de precisión con indicación de la situación del sol, la luna y los planetas. Tras un rato absorto en su contemplación, giré la vista hacia la graciosa silueta del templo de la Madre de Dios de Týn y a través de pequeñas callejuelas empedradas, deambulé por la ciudad, pasé por delante de la vieja “Prasna brana” o Torre de la Pólvora, e inconscientemente me encaminé hacia algo que quizá ya me había conquistado antes de llegar a la ciudad. Iba buscando el río y el Puente de Carlos con sus magníficas estatuas de reyes y santos y la aún negra silueta de la catedral de san Vito y del Castillo. Al final del puente se perfilaba la Torre de la ciudad vieja, una de las más hermosas torres medievales que existen en Europa y me alegré de que a esas horas de la madrugada mi cámara no sirviera para hacer fotografías. No había distracción posible. Contemplé una y otra vez el río, el puente, la silueta de iglesias y monumentos que empezaban a perfilarse en el horizonte y tomé una decisión: Nos quedaríamos en Praga. La ciudad merecía una visita pausada y con guía.

El muchacho tenía el pie menos hinchado que el día anterior y decidió acompañarnos. No pudimos contar maravillas de nuestro guía, una persona mayor que completaba su escaso salario de funcionario con visitas guiadas en un idioma que había aprendido durante su estancia de colaboración en Cuba. Visitamos el Castillo de Praga, en realidad un Palacio, y la catedral que iniciada en el siglo XIV no fue finalmente concluida hasta el siglo XIX. En las inmediaciones del castillo pasamos por el Callejón de Oro con sus minúsculas casas de artesanos. Me acordé que Kafka había ocupado durante un tiempo una de esas casas cuyo dintel me llegaba a la altura del hombro y siguiendo las explicaciones del guía fuimos viendo los diferentes monumentos de la ciudad vieja y de la plaza Malá Strana en particular el Templo de San Nicolás cuyo órgano fue utilizado por Mozart durante su estancia en la capital.

Por la tarde dejamos a nuestro hijo descansando en el hotel y nos fuimos a hacer la compra de algún souvenir. Como no podía ser de otro modo, la tentación nos llevo a las numerosas tiendas de cristal de bohemia. Las piezas que compramos, verdes o azuladas adornan hoy nuestro salón de casa. Sin embargo, el recuerdo que seguimos mirando quizá con mayor cariño es la marioneta que nuestra hija María se encargó de comprar. En pleno día y en las calles comerciales de la ciudad, milagrosamente pudimos constatar que había más personas que entendían el español de lo que nos había parecido el día anterior.

He vuelto numerosas veces a Praga en avión, por motivos de trabajo. Siempre que he podido me he liberado de mis anfitriones para pasear sólo a altas horas de la noche por el puente de Carlos IV. Voy tatareando “El Moldava” de Smetana o recordando escenas de la Praga descrita por Kundera en “La imposible levedad del ser”. Sin embargo, Praga sigue siendo para mí, la del primer viaje:una ciudad medieval, nocturna, silenciosa y bella donde he conocido la angustia y la impotencia y donde me he sentido extraño y familiar a la vez porque he reencontrado la misma cultura que construyó nuestras catedrales góticas o nuestros castillos y monumentos.

4 comentarios:

Alfredo dijo...

Hermoso relato a pesar del problema familiar.

Malena dijo...

Bonita descripción de Praga aunque siempre te vendrá el recuerdo del sufrimiento de tu hijo y lo terrible que es no poder comunicarse.

Un beso, Fede.

Anónimo dijo...

Yo no he ido a Praga, pero tengo ese "relojito" aquí.
(hoy habrá que cambiarle la hora)

y...duermo con el "Moldava"
desde hace tiempo.

Es como si guardáramos nuestras vivencias en un joyero, hasta que las sacamos para que les dé el aire.

Cierto es que el artista nace, pero no menos cierto que también se hace.

¿alguien habló del Arte de Compartir?.

Willow dijo...

Me ha gustado mucho tu hermosa descripción de Praga y pienso que si no hubieras estado tan preocupado por tu hijo, posiblemente no tendrías hoy el mismo sentimiento por esa ciudad.
Un beso