15 de octubre de 2010

Granada


Ya me he sacado del alma una pequeña espina que me molestaba: no conocer Granada. Por fin se ha cumplido mi anhelo y aunque mis manos vuelven vacías, regreso con los ojos llenos de deslumbrantes geometrías. Estaba predispuesto para esta visita pues acababa de leer “La mano de Fátima” que trata de la expulsión de los moriscos de Granada y Córdoba hace 400 años. Por eso, cada paso, cada rincón, evocaba recuerdos y al mismo tiempo me descubría algo presentido que anhelaba conocer.

La planificación de la visita fue perfecta, pues como si de un joyero se tratara, la primera tarde me contenté con ver la Alambra desde el incomparable mirador de San Nicolás. Ante mí, como el cofre del tesoro, se perfilaba la silueta de la Alhambra, mientras poco a poco la tarde caía sobre Granada. Como los niños que contemplan embelesados su golosina preferida sin atreverse a tocarla, así miraba y remiraba esos muros, esas torres impresionantes, deleitándome en el placer diferido y por tanto tiempo ansiado.

Ello me sirvió además para perderme por las callejuelas del Albayzín, antiguo barrio de moros y judíos que vuelve paulatina y silenciosamente a ser reconquistado por sus antiguos moradores a base de pequeñas tiendas de souvenirs, pastelerías e innumerables teterías. Es un barrio para recorrerlo despacio. Sus empinadas cuestas, y el empedrado del firme lo aconsejan, pero también la necesidad de no perderse detalle: esa vieja puerta de madera que conserva la huella de cientos de años y que quizá empujó por última vez alguno de esos moriscos injustamente expulsados de España en 1609, esa casona castellana con sus escudos de cristianos viejos, su zaguán y su fuente adosada a una de las paredes del patio; aquel carmen recluido del que sólo podemos adivinar la belleza a través de los cipreses que sobresalen de sus blancos muros; esa puerta entreabierta que da paso a un patio andaluz, con su surtidor en el centro y numerosas macetas de geranios, ahora algo mustios, en las paredes; la filigrana de un baldosín despostillado, aquella esquina de calle tan estrecha que a decir de un visitante del siglo XIX dos burros no podían cruzarla al mismo tiempo, cientos y cientos de detalles que hay que saborear con tranquilidad mientras cae la tarde sobre Granada.

Amaneció en Granada, pero aún no había llegado el gran día. Tenía cita en la Alhambra para el día siguiente. Por la mañana, tiempo para visitar la ciudad, el Ayuntamiento asentado en el claustro de un antiguo monasterio, la plaza Bib Rambla, La Catedral, La capilla Real, el Corral del Carbón con su magnífico patio emparrado y el rumor de tantas transacciones que albergaron sus muros, la Alcaicería, con sus intricadas callejuelas y diminutas tiendas hoy casi exclusivamente dedicadas a venderme el recuerdo de una ciudad que para mi no precisa de recordatorios. Luego, por la tarde, después de una comida a base de pescadito frito en la calle Navas, y un rato de descanso, la subida al otro barrio de Granada, el Realejo, para visitar el Carmen de los Mártires, y pasear por sus jardines, deleitándome con sus cascadas, sus fuentes, sus románticos rincones y siempre, en Granada, la imponente silueta de la Alhambra vista por su cara sur. ¿Qué mejor manera de terminar el día que viendo caer la tarde sobre la ciudad mientras tomo una cerveza sentado en la terraza del Alhambra Palace?.


Último día de estancia en Granada: quiero estar en la Alhambra desde primera hora. Mi cita con los Palacios Nazaríes es a las diez y media, pero antes quiero ver la Alcazaba, subirme a lo alto de la Torre de la Vela, recorrer los bastiones y el Jardín de los Adarves, leer en silencio los versos de Francisco A. de Icaza “Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada” grabados en el muro de la Torre de la Pólvora. Tengo aún tiempo para visitar el palacio de Carlos V, majestuoso y frío, imponente pero sin alma, y demorarme en el museo para ver de cerca artesonados, vasijas, enlosados, cerámica y azulejos originales del palacio que luego visitaré. Veo también los leones del incomparable Patio, que para mi disgusto no podré ver in situ ya que actualmente están siendo restaurados.

No enumeraré cada uno de los palacios ni el nombre de las salas que visité. Me abstraigo del bullicio multilingüe de los visitantes, de las explicaciones de los guías, de los flashes de las cámaras. Vacío mi mente. Sólo existe este momento: la minuciosa belleza de las filigranas, el detalle aparentemente escondido de una moldura, la geometría de unas columnas, la luz que se filtra a través de unas celosías. Necesito aire, me asomo a una veranda y veo casi a mis pies, blanco y verde oscuro el Albyzín con sus cipreses, sus patios y sus muros encalados. El Patio de los Leones no tiene fuente, pero ahí están sus paredes, sus finas columnas, el juego de la luz en las altas celosías, el festoneado de sus puertas. Despacio, tratando de asimilar tanta belleza, resistiéndome a abandonar este lugar encantado, voy saliendo hacia el Palacio del Partal con sus palmeras, y sus arcadas que se reflejan en el estanque. Luego, siguiendo la murallas paso ante la torre de la Cautiva y la torre de las Infantas, esta última recién restaurada, y me dirijo a los jardines del Generalife que me deparan una sorpresa casi tan sobrecogedora como la que acabo de vivir en los palacios Nazaríes. Esta vez asisto a una sinfonía de agua, luz y color. El juego de surtidores de agua, de estanques, de plantas, setos y flores, las paredes encaladas, los jardines, antiguamente huertos del Palacio, de nuevo las verandas y sus vistas sobre Granada, sobre el Albayzín y sobre la propia Alambra, la luz y el frescor verde de la mañana, me sobrecogen. Quisiera poder hablar con ese tronco de ciprés que según cuenta la leyenda fue testigo de prohibidos amores, sentarme en los peldaños de la escalera del agua, volver a recorrer de nuevo la Alhambra como si esta vez fuera en serio. Quisiera quedarme en Granada.

2 comentarios:

José Núñez de Cela dijo...

Granada es una de mis ciudades preferidas, cualquier excusa es buena para volver... y vaya si lo he hecho, pero leyendo tu descripción he vuelto a pasearla sin trasladarme, por lo que te doy las gracias y envidio, en cierto modo, la sensación que has podido disfrutar de ser la primera vez.

Un abrazo

Prometeo dijo...

Una maravilla de ciudad, bella descripcion que has ido haciendo; yo soy un enamorado de Granada por sus cosas y sus gentes, su musica y sus olores, paisajes varios, historia siempre bella, "Los cuentos de la Alhambra de Irving, etc...un fuerte abarzo y si puedes quedate en Granada.