Son las cinco y media de la mañana. A través de la celosía morisca que adorna mi habitación en el hotel Hyatt de Riad, empieza a filtrarse la luz mortecina de esta cálida mañana de marzo. Las sombras de la celosía, proyectadas sobre la alfombra empiezan a dibujar un bello cuadro abstracto cuando de pronto, de algún lugar lejano, probablemente de la mezquita del Iman Turku ibn Abdalá, irrumpe la ululante salmodía del muecín que recita la Fátiha y nos convoca a la oración. Su voz, ampliada por una potente megafonía, toma amplitud y se hace más cercana. A su réplica acuden otras voces, otras llamadas que parecen responderse unas a otras desde los minaretes de todas las mezquitas grandes y pequeñas de esta extraña ciudad, quizá la más religiosa que jamás haya tenido ocasión de visitar.
He llegado hace tres días en viaje de prospección de mercado y miembro de una misión comercial patrocinada por nuestra Embajada. Mi primera sorpresa fue desembarcar en un aeropuerto diferente de todos los que hasta ese momento había conocido. Perdido en medio del desierto, a treinta o cuarenta kilómetros de la capital, parece un inmenso oasis de cristal mármol y agua. El murmullo del agua, cayendo en cascada desde los lugares más insospechados se convierte en música ambiental de las amplias salas de desembarco. Evidentemente el aire acondicionado, la amplitud, la luminosidad contribuyen y magnifican esa primera sensación de fresca humedad. Los trámites de aduana se prolongan y cuando salimos es ya casi noche cerrada. Nuestro autocar enfila hacia la capital por una autopista que bien se diría la pista de aterrizaje que nuestro avión acaba de recorrer. Los ojos de gato a derecha e izquierda de la autovía están próximos unos de otros hasta el derroche. A todo nos acostumbramos y pronto, las evidentes muestras de prodigalidad, dispendio y lujo en todos los servicios públicos se harán tan repetitivas que dejarán de sorprendernos. Riad es la capital de una de las naciones que, gracias al petróleo, se ha convertido en la más rica del mundo, y los saudís en un afán incansable de superarse están sembrando la ciudad de edificios y torres modernas como la Torre Al Anoud o la Al Faisaliyah que arquitectónicamente quizá apabullen al turista pero que al mismo tiempo oscurecen y minimizan los escasos vestigios de la ciudad antigua y en particular del Castillo Palacio Al-Masmaj, alma mater y origen del país.
Ayer tuve la ocasión de moverme por una zona comercial y visitar algún supermercado. Me sorprendió ver tantos hombres en la calle deambulando tranquilos, a veces cogidos de la mano en un gesto sospechosamente ambiguo para los occidentales pero que para ellos no tiene connotación sexual alguna. A penas veo mujeres. Todas sin excepción, aunque sean extranjeras están obligadas a salir a la calle con el largo velo negro o “abaya” que les cubre el cuerpo por completo. Generalmente se hacen acompañar por alguna persona mayor y si pasean con el marido éste camina a su lado como un perfecto desconocido. Precisamente una de las notas más pintorescas de esta conservadora sociedad es el contraste entre los negros velos de las mujeres y las blancas “thobe” de los hombres, especie de camisola o sotana que les llega a los pies y que va siempre acompañada del “guthra” que es un pañuelo blanco o a cuadros rojos y blancos, que plegado en triángulo, se sujeta en la cabeza mediante una vistosa gruesa y negra cuerda de doble vuelta.
Cuando estaba dentro del supermercado, de pronto se atenuaron las luces y la gente desapareció de mi vista. Perplejo, sin saber lo que ocurría me disponía a salir del establecimiento cuando el guarda de seguridad que se encontraba a la puerta me indicó por señas que podía quedarme. Se oyó muy pronto la voz amplificada e insistente del muecín y ya no necesité más explicaciones. Eran las doce, la gente había abandonado sus quehaceres y se habían ido a rezar. Me paseé silencioso entre las estanterías extrañamente conmovido por tan incólume religiosidad. La oración duró unos minutos y pronto se volvieron a encender las luces y la actividad comercial volvió a la normalidad.
La estancia en esta ciudad, pese a su desbordante riqueza no me es grata. Las diferencias sociales son enromes; y es que en estos países hay una clara distinción entre nacionales e inmigrantes. Si alguien procede de Filipinas, Palestina y Egipto siempre será extranjero aunque haya nacido en el país, y como tal no tendrá derecho a estudios universitarios ni a puestos de responsabilidad en la administración o en el Gobierno. La ausencia total de mujeres en la vida pública, crea por otra parte un impalpable y extraño vacío; incluso la absurda prohibición del alcohol se vuelve incómoda. Aunque habitualmente no bebo alcohol, nunca he tenido tantas ganas de un vaso de vino o de una cerveza como estos días, pero ni tan siquiera en el bar del hotel sirven bebida alcohólica de ningún tipo.
Cuando esta tarde salga del hotel rumbo al aeropuerto y de ahí a Atenas, no habrá nostalgia, no es un país en el que elegiría vivir. Quiero no obstante irme con un bonito recuerdo. Siempre los hay si se está atento a ellos. Me quedo con los increíbles ojos negros de una niña de pocos años que camina de la mano de su mamá cubierta de pies a cabeza con el velo negro. La niña se para y me mira extrañada y sus ojos son un chispazo de alegre y curiosa nocencia. Le hago un gesto cariñoso y miro a la madre. La “boshiya” o velo que cubre su cara no me permite ver su expresión. Quizá un día esta niña pueda caminar libremente a cara descubierta y sin menoscabe de sus tradiciones más profundas.
He llegado hace tres días en viaje de prospección de mercado y miembro de una misión comercial patrocinada por nuestra Embajada. Mi primera sorpresa fue desembarcar en un aeropuerto diferente de todos los que hasta ese momento había conocido. Perdido en medio del desierto, a treinta o cuarenta kilómetros de la capital, parece un inmenso oasis de cristal mármol y agua. El murmullo del agua, cayendo en cascada desde los lugares más insospechados se convierte en música ambiental de las amplias salas de desembarco. Evidentemente el aire acondicionado, la amplitud, la luminosidad contribuyen y magnifican esa primera sensación de fresca humedad. Los trámites de aduana se prolongan y cuando salimos es ya casi noche cerrada. Nuestro autocar enfila hacia la capital por una autopista que bien se diría la pista de aterrizaje que nuestro avión acaba de recorrer. Los ojos de gato a derecha e izquierda de la autovía están próximos unos de otros hasta el derroche. A todo nos acostumbramos y pronto, las evidentes muestras de prodigalidad, dispendio y lujo en todos los servicios públicos se harán tan repetitivas que dejarán de sorprendernos. Riad es la capital de una de las naciones que, gracias al petróleo, se ha convertido en la más rica del mundo, y los saudís en un afán incansable de superarse están sembrando la ciudad de edificios y torres modernas como la Torre Al Anoud o la Al Faisaliyah que arquitectónicamente quizá apabullen al turista pero que al mismo tiempo oscurecen y minimizan los escasos vestigios de la ciudad antigua y en particular del Castillo Palacio Al-Masmaj, alma mater y origen del país.
Ayer tuve la ocasión de moverme por una zona comercial y visitar algún supermercado. Me sorprendió ver tantos hombres en la calle deambulando tranquilos, a veces cogidos de la mano en un gesto sospechosamente ambiguo para los occidentales pero que para ellos no tiene connotación sexual alguna. A penas veo mujeres. Todas sin excepción, aunque sean extranjeras están obligadas a salir a la calle con el largo velo negro o “abaya” que les cubre el cuerpo por completo. Generalmente se hacen acompañar por alguna persona mayor y si pasean con el marido éste camina a su lado como un perfecto desconocido. Precisamente una de las notas más pintorescas de esta conservadora sociedad es el contraste entre los negros velos de las mujeres y las blancas “thobe” de los hombres, especie de camisola o sotana que les llega a los pies y que va siempre acompañada del “guthra” que es un pañuelo blanco o a cuadros rojos y blancos, que plegado en triángulo, se sujeta en la cabeza mediante una vistosa gruesa y negra cuerda de doble vuelta.
Cuando estaba dentro del supermercado, de pronto se atenuaron las luces y la gente desapareció de mi vista. Perplejo, sin saber lo que ocurría me disponía a salir del establecimiento cuando el guarda de seguridad que se encontraba a la puerta me indicó por señas que podía quedarme. Se oyó muy pronto la voz amplificada e insistente del muecín y ya no necesité más explicaciones. Eran las doce, la gente había abandonado sus quehaceres y se habían ido a rezar. Me paseé silencioso entre las estanterías extrañamente conmovido por tan incólume religiosidad. La oración duró unos minutos y pronto se volvieron a encender las luces y la actividad comercial volvió a la normalidad.
La estancia en esta ciudad, pese a su desbordante riqueza no me es grata. Las diferencias sociales son enromes; y es que en estos países hay una clara distinción entre nacionales e inmigrantes. Si alguien procede de Filipinas, Palestina y Egipto siempre será extranjero aunque haya nacido en el país, y como tal no tendrá derecho a estudios universitarios ni a puestos de responsabilidad en la administración o en el Gobierno. La ausencia total de mujeres en la vida pública, crea por otra parte un impalpable y extraño vacío; incluso la absurda prohibición del alcohol se vuelve incómoda. Aunque habitualmente no bebo alcohol, nunca he tenido tantas ganas de un vaso de vino o de una cerveza como estos días, pero ni tan siquiera en el bar del hotel sirven bebida alcohólica de ningún tipo.
Cuando esta tarde salga del hotel rumbo al aeropuerto y de ahí a Atenas, no habrá nostalgia, no es un país en el que elegiría vivir. Quiero no obstante irme con un bonito recuerdo. Siempre los hay si se está atento a ellos. Me quedo con los increíbles ojos negros de una niña de pocos años que camina de la mano de su mamá cubierta de pies a cabeza con el velo negro. La niña se para y me mira extrañada y sus ojos son un chispazo de alegre y curiosa nocencia. Le hago un gesto cariñoso y miro a la madre. La “boshiya” o velo que cubre su cara no me permite ver su expresión. Quizá un día esta niña pueda caminar libremente a cara descubierta y sin menoscabe de sus tradiciones más profundas.
2 comentarios:
Gracias, Fede, por un viaje más contado como sólo tú sabes hacerlo.
Un beso.
Hola, comencé a investigar de ésta cultura y su vida pero realmente no encobraba algo que me explicara como viven solo encontraba sus tradiciones y reglas. Pero a través de esta vivencia que has experimentado y has escrito me he impresionado de como son differentes las culturas. Has escrito esto increíblemente, con los detalles y las anécdotas, sin embargo realmente creo que la ultima oración es relativa, ósea relativa en el punto de vista que cada persona con cada cultura lo lee y percibe; yo creo que esa niña nunca va a llegar a desear "caminar libremente a cara descubierta" ya que eso no es con lo que ha crecido y vivido, y siento que cuando ella vea a una mujer sin la "vestimenta apropiada" va a opinar lo mismo que nosotros opinamos "como puede vivir así". Bueno yo no suelo escribir comentarios sin embargo se me hizo muy divertida/diferente e interesante tu experiencia que decidí comentar.
gracias!
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