4 de octubre de 2008

El poder de la palabra

Érase un monje tan santo y tan sabio, dicen, que después de toda una vida de estudio y meditación no había dicho nunca ni una sola palabra. Todos los novicios del monasterio respetaban y reverenciaban su sabiduría, pero al cumplir los ochenta y cinco años y declinar su salud se decidieron a pedirle que hablara, por fin.
- Explícanos, antes de morir, lo que en estos años habéis aprendido y contemplado. No os vayáis sin dejarnos algo..., algo como una pista que nos ayude en nuestro estudio y nos oriente en la contemplación.
El anciano les respondió con una sonrisa, pero siguió callado. A medida que su salud se debilitaba la impaciencia cundía entre los novicios. Y creció al punto que, ya en el lecho de muerte comenzaron a gritarle, a zarandearle incluso, para conseguir que soltara aunque fuera una pizca de su tesoro espiritual.
- ¡No seáis egoísta y cruel! No os llevéis todo aquello que habéis acumulado y que puede servirnos como luz y guía.
Pero el anciano seguía silencioso, imperturbable entre los jóvenes que empezaban ya a maltratarlo. Y fue sólo en el momento de exhalar el último suspiro cuando dijo una palabra, su única palabra:
¡Fuego!
Y el monasterio empezó a arder.
Esta es la eficacia, pienso, que tendría la palabra, cualquier palabra, en la que pusiéramos toda la intensidad que a lo largo de la vida hemos ido dilapidando en las mil y una tonterías que decimos y repetimos sin parar, sin pensar. Una palabra, que si fuera “agua” inundaría, que si fuera “paz” acallaría los cañones, que si fuera “primavera” abriría todas las flores, que si fuera “frío” congelaría el mundo entero.

1 comentario:

Malena dijo...

Preciosa reflexión, ,Fede. Totalmente de acuerdo contigo.

Del libro que hablas en el anterior post, "Kafka en la orilla", tengo que reconocer que antes de llegar a la mitad, tiré la toalla. No puedo continuar. Me armaré de valor y lo retomaré con una visión diferente.