10 de septiembre de 2008

Feliz quien, como Ulises, hizo un largo viaje (VI y último)


Debido a que el visado de entrada en Tailandia no llegaba y que el ambiente en Saigón estaba muy enrarecido particularmente para un extranjero jóvenes y fácilmente confundible con un asesor militar norteamericano, decidí hacer un poco de turismo económico hasta que pudiera salir del país.

En el hotel me hablaron de Dalat, una conocida ciudad de descanso de la época colonial, particularmente apreciada por los extranjeros por su clima benigno y sus espectaculares paisajes. Una forma relativamente cómoda de viajar allí era tomando un taxi comunal. Alineados en su parada una fila de viejos y destartalados coches, esperaban por los viajeros, que con bultos y algún que otro animal iban entrando hasta completar el cupo de seis. Con una sencilla bolsa de viaje entré en el primer auto de la fila y quedé atrapado entre un anciano que llevaba con mucho mimo un gallo de pelea en sus brazos, y el conductor del taxi. Bendije mi suerte porque en la parte de atrás iban encajonados cuatro personas más y no precisamente de las más livianas. Salvo algún incómodo aleteo de esquelético y tranquilado gallo, yo iba suficientemente holgado y con una perfecta visión del paisaje que era lo que realmente me interesaba.

Después de recorrer un buen trecho de carretera con verdes arrozales de cada lado, nos adentramos en una zona arbolada y de curvas pronunciadas y ascendentes. Al rato, una tremenda explosión hizo que el taxista se detuviera en seco. Una columna de humo negro se elevaba frente a nosotros y poco después un par de helicópteros nos sobrevolaron, lo que hizo que los viajeros cuchichearan entre sí y que el taxista finalmente y con recelo, pusiera el coche en marcha y siguiera ascendiendo con precaución y como sobrecogido. Cuando llegamos a la altura de la columna de humo pudimos observar que se trataba de un taxi como el nuestros que había salido minutos antes que nosotros y tropezó con una mina que le hizo saltar por los aires. Los militares que habían llegado al lugar en el helicóptero no permitieron que nos detuviéramos pero silenciosos, pensamos que unos minutos habían sido los que decidieron que cualquiera de los que viajábamos en el taxi hubiésemos sido una de las víctimas de ese estúpido acto terrorista.

Dalat tiene su fama bien merecida. El clima era perfecto. Por fín volví a sentir algo de frescor por las noches y los paisajes eran incomparables, pero mi espíritu aventurero no incluía los sabotajes terroristas. Llamaba todos los días a la Embajada de Tailandia y al segundo día finalmente recibí la feliz noticia. El visado había llegado. Podía pasarme a recogerlo cuando quisiera. Sin dilación, sin esperar más, ese mismo día regresé a Saigón por el mismo medio que a la ida, afortunadamente sin incidentes . A mi llegada pasé a recoger el visado y con él en mano entré en la primera agencia de viajes que encontré en busca de un vuelo con destino a Bangkok. Thai Airways tenía un vuelo a las seis de la tarde del día siguiente. Puse un telegrama al decano de la Facultad avisándole de mi llegada y me dispuse a esperar.

Ni los soldados apostados en las esquinas de las calles, ni los tanques en torno a los edificios oficiales, ni la trágica experiencia vivida en mi viaje a Dalat consiguieron que me encerrara en la habitación del hotel. Aproveché esas últimas horas en Saigon para pasear por la ciudad, y mezclarme con la gente. Las bellas muchachas de amplios pantalones blancos, túnicas largas de colores vivos, y sombreros cónicos, los miles de bicicletas que pululaban por todas partes como principal medio de transporte, las abigarradas tiendas o chiringuitos locales, la mezcla de templos budistas e iglesias cristianas, y el ademán serio, casi taciturno, de los hombres vietnamitas son algunas de las imágenes que como apuntes perfilan a grandes rasgos, y brochazos mas bien toscos, el cuadro que me ha quedado de esa ciudad vietnamita.

El 9 de Septiembre de 1963 subí por vez primera a un avión y completé así el último tramo de mi largo viaje Tailandia. Debo decir que el vuelo me impresionó más que el barco pero me gustó mucho menos. Todo ocurría demasiado rápido para poder saborearlo. Apenas una hora después del despegue ya iniciábamos el descenso, aunque con suficientes sobresaltos como para recordarlo el resto de mi vida. Estábamos en época de monzones y justamente una tormenta de lluvia y viento azotaba Bangkok en esos momentos. Lo pasé mal. Me sudaban las palmas de las manos y desistí de seguir mirando por la ventanilla para comprobar que pese a la catarata de agua que se abatía sobre el avión, las hélices del avión seguían girando. Unos pocos bandazos más tarde con dos o tres golpes secos en la pista el avión tomó tierra y rodó hasta acercarse a una de las puertas de desembarque. Cuando por fin presenté en la Aduana el pasaporte con mi flamante y recién adquirido visado tuve un sobresalto de pánico que duró segundos. Todo estaba en orden. Recogí el equipaje y salí al exterior con la idea de luchar para conseguir un taxi. Por fortuna, vi mi nombre, escrito en una pancarta y me dirigí hacia persona que lo mantenía en alto. La Universidad había tenido la cortesía de mandar una delegación para recibirme y llevarme al hotel a descansar. Al día siguiente habría una recepción programada en la facultad pero desde mi llegada todos y cada uno de la comitiva de recepción me hizo sentir que había llegado a casa aunque no reconociera ni un letrero, ni un sólo signo si un simple sonido y aunque hubiera recorrido más de diez mil kilómetros desde que dejé la casa de mis padres.

2 comentarios:

Malena dijo...

Fede, sólo puedo darte las gracias, pero unas gracias enormes por poder compartir tus experiencias.

Me encantaría que siguieras con tus crónicas de viajes. Aquí tienes a una fiel lectora.

Un beso muy grande.

Paquita dijo...

Siempre he dicho Fede que podias hacer un libro con tus relatos de viajes y anectodas de ellos.
Ya sabes que los sigo con interes siempre.
Un beso