Desde el mediodía, los sudorosos y agotados peregrinos que salieron de madrugada de Nájera o de Azofra van llegando a este albergue parroquial del pequeño pueblo de Grañón, ultimo del camino por tierras Riojanas. Podían haberse quedado ocho kilómetros antes en la graciosa villa de Santo Domingo de la Calzada, con albergues más cómodos, con restaurantes y bares para escoger, con la famosa colegiata donde se guarda el gallo y la gallina en recuerdo del famoso milagro del Santo… pero no, dejan atrás la esbelta torre de la iglesia y siguen camino hasta Grañón porque han oído que este albergue es especial.
Desde
luego, lo que lo hace especial no pueden ser las comodidades: escasos aseos y
duchas, empinadas escaleras hasta llegar
al tercer piso donde se encuentra la recepción, el salón y la cocina del
albergue, espartanas colchonetas de
menos de ocho centímetros de grosor tendidas en el suelo, sin sábanas o mantas
para arroparse, y sólo un par de pequeños bares en los que pasar
la larga tarde hasta que llegue
el momento trasmitido de boca a oreja
a lo largo del camino: “En Grañón se hace cena comunitaria y hay una ceremonia de convivencia antes de
retirarse a descansar”
Es
cierto, y por eso he pasado unos días en el albergue de Grañón como hospitalero
voluntario para ayudar a mis compañeras
la Italiana Mariarosa, la americana
Lois y a española Paloma.
Disfruté de cada minuto de mi
estancia, de las innumerables subidas y bajadas
de los tres empinados pisos del albergue, barriendo a o diario pisos y
escaleras, disfruté de los viajes a Santo Domingo para hacer acopio de
provisiones, de las comidas varias veces
interrumpidas para inscribir a un peregrino recién llegado que le
permitiera elegir colchoneta
y empezar su merecido descanso, gocé acompañando a los peregrinos
voluntariosos que deseaban echar una
mano en la preparación de la cena pelando patatas, limpiando zanahorias o
picando cebolla…
Luego
llegaba el momento de la verdad. ¿Cuántos somos hoy a cenar? Los hospitaleros habíamos hecho nuestra
pequeña porra por la mañana, el que se más se acercara a la cifra exacta tendría
de premio un postre especial.
Pero ninguno de nosotros pensaba en ese momento en el postre, sino en
hacer cálculos de aceite, cebolla, arroz, chorizo o lentejas para que todos los
que esa noche se sentaran a la mesa quedaran saciados y pudieran repetir. Los menús, como no podía ser de otra manera
eran sencillos y como los comensales variaban a diario no era necesario cambiarlos con frecuencia: patatas a la Riojana, lentejas con chorizo precedidas de una gran
ensalada y de un postre un yogur o pieza
de fruta…
Un
cuarto de hora antes de las ocho el salón ya era un hervidero de gente; unos
querían ayudar, otros coger sitio pero
con buen humor al final en unos
instantes las mesas estaban puestas, Los platos, y vasos colocados y los cubiertos en su sitio.
Apretados pero felices todos esperaban el momento de compartir una cena
por la que habían sacrificado la
comodidad de otros albergues del camino. Con una sencilla plegaria y una
presentación de la cena y de las personas que la habíamos preparado, se iniciaba el alegre, espontáneo e intenso convite donde en
segundos los desconocidos se convertían en amigos, los extraños en conocidos
y los comensales en compañeros peregrinos.
Una vez creado el ambiente propicio, todo lo demás iba cuesta abajo y el vino de Rioja servido
sin avaricia ayudaba en el empeño. Al
finalizar la cena todos echaban una mano para recoger las mesas, fregar, secar
y colocar platos y cubiertos. Costaba
creer que en sólo 10 minutos el salón pudiera volver a recobrar su
aspecto habitual.
Aún faltaba una
sorpresa: los peregrinos que lo desearan podían reunirse en el coro de la
iglesia para asistir a una sencilla y emotiva
reflexión o puesta en común. La primera sorpresa era contemplar el coro iluminado
con velas situadas en los sitiales y el
enorme ambón en el centro del coro. En el suelo, una flecha de luz daba razón de nuestro estar allí. Un breve testimonio de alguna de las
hospitaleras, y luego, una vela encendida iba pasando de mano en mano. El que
la recibía podía permanecer unos segundos en silencio, o comentar en su propio
idioma por qué estaba allí, qué suponía
para él el camino, alguien cantaba una
balada, otro tocaba una melodía con la guitarra y hubo quien nos estremeció con
las limpias notas de una flauta travesera.
Finalizado
el acto, abrazos para todos, mejores deseos para el camino, y mucho agradecimiento por la acogida. Por nuestra parte, un poco de nostalgia por
no poder cargar la mochila y seguir ruta con ellos. Nos consolábamos, cuando ya todos estaban
acostados, bajando al bar cercano a
tomar una infusión, un café o un chupito, y comentar las incidencias de la jornada y despedirnos
hasta la mañana siguiente en que madrugaríamos para que al levantarse a las
6:30 los peregrinos tuvieran sobre la mesa café caliente y todo lo necesario
para un vigorizante desayuno.
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