20 de octubre de 2015

Hoy....¡Cena para 52 !


Desde el mediodía,  los sudorosos y agotados peregrinos que salieron de madrugada de Nájera o de Azofra van llegando a este albergue parroquial del pequeño pueblo de   Grañón, ultimo del camino por tierras Riojanas.  Podían haberse quedado ocho kilómetros antes en la graciosa villa de Santo Domingo de la Calzada, con albergues más cómodos, con  restaurantes y bares para escoger, con la famosa colegiata donde se guarda el gallo y la gallina en recuerdo del famoso milagro del Santo… pero no, dejan atrás la esbelta torre de la iglesia y siguen camino hasta Grañón porque han oído que este albergue es especial.

                Desde luego, lo que lo hace especial no pueden ser las comodidades: escasos aseos y duchas, empinadas escaleras  hasta llegar al tercer piso donde se encuentra la recepción, el salón y la cocina del albergue,  espartanas colchonetas de menos de ocho centímetros de grosor tendidas en el suelo, sin sábanas o mantas para arroparse, y sólo un par de pequeños bares en los que  pasar  la larga tarde  hasta que llegue el momento  trasmitido de boca a oreja a  lo largo del camino:  “En Grañón se hace cena comunitaria  y hay una ceremonia de convivencia antes de retirarse a descansar”


                Es cierto, y por eso he pasado unos días en el albergue de Grañón como hospitalero voluntario para ayudar a mis compañeras  la Italiana Mariarosa, la americana  Lois y a española Paloma.  Disfruté de cada  minuto de mi estancia, de las innumerables subidas y bajadas  de los tres empinados pisos del albergue, barriendo a o diario   pisos y escaleras, disfruté de los viajes a Santo Domingo para hacer acopio de provisiones,  de las comidas varias veces interrumpidas para inscribir a un peregrino recién llegado que le permitiera  elegir  colchoneta  y empezar su merecido descanso, gocé acompañando a los peregrinos voluntariosos  que deseaban echar una mano en la preparación de la cena pelando patatas, limpiando zanahorias o picando cebolla…

                Luego llegaba el momento de la verdad. ¿Cuántos somos hoy a cenar?  Los hospitaleros habíamos hecho nuestra pequeña porra por la mañana, el que se más se acercara  a la cifra exacta  tendría  de premio un postre especial.  Pero ninguno de nosotros pensaba en ese momento en el postre, sino en hacer cálculos de aceite, cebolla, arroz, chorizo o lentejas para que todos los que esa noche se sentaran a la mesa quedaran saciados y pudieran repetir.  Los menús, como no podía ser de otra manera eran sencillos y como los comensales variaban a diario no era necesario  cambiarlos con frecuencia: patatas a la Riojana,  lentejas con chorizo precedidas de una gran ensalada y de un postre un yogur o  pieza de fruta…

                Un cuarto de hora antes de las ocho el salón ya era un hervidero de gente; unos querían ayudar, otros coger sitio  pero con buen humor al final  en unos instantes las mesas estaban puestas, Los platos, y vasos colocados y los  cubiertos  en su sitio.  Apretados pero felices todos esperaban el momento de compartir una cena por la que  habían sacrificado la comodidad de otros albergues del camino. Con una sencilla plegaria y una presentación de la cena y de las personas que la habíamos  preparado, se iniciaba el alegre,  espontáneo e intenso convite donde en segundos los desconocidos se convertían en amigos, los extraños en conocidos y  los comensales en compañeros  peregrinos.  Una vez creado el ambiente propicio, todo lo demás  iba cuesta abajo y el vino de Rioja servido sin avaricia ayudaba en el empeño.  Al finalizar la cena todos echaban una mano para recoger las mesas, fregar, secar y colocar platos y cubiertos. Costaba  creer que en sólo 10 minutos el salón pudiera volver a recobrar su aspecto habitual.

Aún faltaba  una sorpresa: los peregrinos que lo desearan podían reunirse en el coro de la iglesia para asistir a una sencilla y emotiva  reflexión o puesta en común. La primera sorpresa era contemplar el coro iluminado con velas  situadas en los sitiales y el enorme ambón en el centro del coro. En el suelo, una flecha de luz  daba razón de nuestro estar allí.  Un breve testimonio de alguna de las hospitaleras, y luego, una vela encendida iba pasando de mano en mano. El que la recibía podía permanecer unos segundos en silencio, o comentar en su propio idioma  por qué estaba allí, qué suponía para él el camino,  alguien cantaba una balada, otro tocaba una melodía con la guitarra y hubo quien nos estremeció con las limpias notas de una flauta travesera.


                Finalizado el acto, abrazos para todos, mejores deseos para el camino, y mucho  agradecimiento por la acogida.  Por nuestra parte, un poco de nostalgia por no poder cargar la mochila y seguir ruta con ellos.  Nos consolábamos, cuando ya todos estaban acostados,  bajando al bar cercano a tomar una infusión, un café o un chupito, y comentar  las incidencias de la jornada y despedirnos hasta la mañana siguiente en que madrugaríamos para que al levantarse a las 6:30 los peregrinos tuvieran sobre la mesa café caliente y todo lo necesario para un vigorizante desayuno.

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