Ya el nombre del punto de partida lo dice todo. Salimos a caminar desde las brañas o
pastizales altos que en la Cornisa Cantábrica el ganado aprovecha en la época
estival. Aquí, en el Alto Campoo,
además, las ondulaciones de la montaña se convierten en invierno en concurridas
pistas de esquí. Pero estamos en otoño y
descendemos en zigzag por laderas empinadas e incómodas. Hay que usar los
bastones y fijar bien el pie para evitar caídas o torceduras.
Los
pronósticos anunciaban lluvia y por no contradecirlos del todo el cielo está encapotado. Es una lástima porque la sinfonía
de colores que nos ofrecen los robledales y hayedos que nos rodean queda en la cámara muy apagada y poco acorde
con lo que en realidad disfruta nuestra vista que queda embelesada por la policromía
de esta paleta otoñal.
En
menos de dos kilómetros hemos descendido 500 metros y los endrinos, castaños y hayas salpican los prados y se van
adensando para esconder un ruidoso y
saltarín arroyuelo. Nuestros pasos,
inicialmente dispersos encuentran por fin una senda que poco a poco se hace camino
y discurre paralelo al pequeño riachuelo. El sotobosque nos ofrece toda la gama de
amarillos, ocres y castaños salpicados ocasionalmente de algún rojo sangre.
Hemos
llegado a Abiada y hacemos un alto
para desayunar y recobrar fuerzas.
Aprovecho para fijarme en la achaparrada iglesia que por sus macizas hechuras
más bien parecería una fortaleza. Por el camino veo también venerables y
venerados robles centenarios que en ocasiones el tiempo y las tormentas han
dejado reducidos a escultóricos tocones
de los que sobresale, valiente, alguna
terca rama. Me llaman particularmente la atención las
casonas labriegas, en piedra sillar, con
sus arcadas de medio punto, sus paredes blasonadas y sus balcones cuajados de
geranios.
Las
aldeas se van sucediendo y hasta aquí llegan caminos asfaltados de los que
procuramos alejarnos. Nuestros pasos retumban en las piedras del camino y el
ladrido de un perro inquieto alerta a su vecino que parece querer transmitir su mensaje de precaución al siguiente. No pasamos desapercibidos, los perros al menos vigilan nuestro paso.
Agradecemos
la parada cerca de Proaño, el cansancio la reclama, el estómago también. A
orilla de un arroyo, en torno a una
descomunal laja de piedra de varias toneladas que hace de mesa redonda,
comemos el bocadillo y miramos hacia las cumbres por las que a esta misma hora
caminan entre nubes y nieblas nuestros
compañeros, más jóvenes o en mejor forma.
Cuesta
re-emprender el camino. Se han enfriado las piernas y después de una mañana de
continua bajada, los pequeños repechos
se nos hacen arduas colinas. Mejor no
pensar en lo que falta. Hay que dejar que disfrute la vista, que se ensanchen
los pulmones, que se apacigüe el oído y se tranquilice la mente. Las piernas
descansarán cuando lleguemos a Soto y sentados en la terraza de un bar
comentemos con los compañeros esta inspiradora jornada.
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