LA LEY DEL MENOR
Novela
Ian McEwan
Anagama 2015
212 páginas
En las últimas novelas, el escritor Ian McEwan parece centrar su atención en las principales instituciones
de su país, y más precisamente en sus
representantes más prominentes para escudriñar en qué medida las
actitudes, opiniones o conflictos personales afectan decisiones que pueden
tener consecuencias importantes sobre la sociedad en general y sobre los
individuos en particular. En otras palabras, se trata de saber en qué medida
decisiones que deberían ser absolutamente objetivas quedan teñidas por
las circunstancias, ideas y conflictos de quienes han de tomar tales
decisiones.
Así en “Solar” fija su atención en la investigación científica, “Sábado” aborda el estamento médico, “Operación Dulce” los Servicios Secretos y en su última
novela “La Ley del menor” se centra en
la Judicatura. En efecto, Fiona Meye, Juez
Superior Tribunal de Familia se
enfrenta en esta novela a dilemas
morales que afectan tanto a su vida personal o como a su alta responsabilidad
judicial. Como esposa tienen que resolver el conflicto que le plantea un matrimonio que
llegado a la cincuentena ha perdido su aliciente y como Jueza tiene que decidir sobre temas en los que se enfrentan los
prejuicios religiosos y morales con la
responsabilidad, lo razonable y lo justo.
Evidentemente, estamos
ante una novela de ideas donde el autor
aborda por un lado los límites del respeto a la religión y a las decisiones que movidos por sus creencias religiosas los
individuos pueden tomar libremente. Se
debe, por ejemplo, en aras a ese respeto
consentir que alguien muera por negarse a recibir una transfusión de
sangre? Ante la imposibilidad de salvar
a la madre o al feto debe el médico plegarse a la voluntad de la madre y dejar
que ambos mueran? El veredicto
legal es siempre que cada uno es libre
de decidir sobre su vida, pero qué
ocurre cuando esa decisión la toma un adulto en nombre de un menor? Fe y religión a veces chocan con la
justicia y la razón en territorios donde las cosas no son nunca blancas o negras, y es precisamente en ese
punto en el que Ian McEwan sitúa en esta magnífica novela a la jueza Fiona Meye para
decidir si el joven A. a punto de cumplir los 18 años pero aún menor
y que sufre leucemia
debe recibir una transfusión de sangre a pesar de que sus padres y él
mismo, testigos de Jehová, se niegan a
ella por motivos religiosos.
Cuando dejamos de
creer en un ser superior, en Dios, cuál es la base de nuestro comportamiento
moral? Debe ser una racionalidad sin
límites? ¿Qué justifica la racionalidad
frente al que piensa diferente? Es obvio que la razón sola no basta y las leyes tampoco, y como al final estamos
hablando de decisiones personales, necesariamente hay que dar cabida a los
sentimientos con todo lo que eso conlleva
de subjetivo y contradictorio. Como vemos, lo que el escritor hace es llevarnos al borde del precipicio, pero no
nos empuja, ahí es donde cada uno decide
el salto que quiere dar.
En ese sentido el novelista
encuentra cierta similitud entre el oficio de juzgar y el oficio de
escribir. En ambos encontramos
inteligencia, humor, compasión, omnisciencia. Un juicio es como una historia corta en la que se hace un planteamiento, se describe a los personajes, se
narran los hechos y se emiten
puntos de vista. Pero hay una gran
diferencia: al final, el juez está obligado a emitir un veredicto, el novelista
lo tiene más fácil, deja esa decisión e manos del lector.
Aunque la novela está
narrada en tercera persona, qué duda cabe que la estamos viviendo desde la
sensibilidad de la Juez Fiona y sus pensamientos lógicamente se refieren a las consecuencias
de sus actos legales y a las circunstancias que se derivan de ellas. Su marido está dubitativo. Ha llegado a ese
punto de la vida en que sopesa la vacuidad de su existencia y anhela al menos una última experiencia de vida que le recuerde la juventud perdida. Ella que además de Juez es una buena pianista, no puede por menos de confrontar el estado de
ánimo en el que la ha sumido su marido, y la juventud, belleza e inteligencia
del joven que por motivos religiosos se
niega la posibilidad de seguir viviendo. ¿Es posible que en tales circunstancias no se
deje influenciar a la hora de emitir su
veredicto?