Norman Rockwell es el artista más popular de Estados Unidos. Sus obras se han reproducido en tarjetas de felicitación, calendarios, estatuillas y en una serie de anuncios relacionados con la cobertura periodística del desastre del World Trade Center en el “New York Times”. Sus millones de fieles lectores, los hijos de éstos y sus nietos han coleccionado sus portadas para el “Saturday Evening Post” (más de 300). Y sin embargo, hasta hace muy poco, los críticos no han tenido en cuenta sus retratos de Estados Unidos y su gente, o bien los han menospreciado abiertamente.
Pese a las tribulaciones, a principios de la década de los cincuenta dos luces brillaron en la oscuridad. La primera fue una portada para el Post considerada por los críticos modernos como su obra maestra: La barbería de Shuffleton. El escenario es una vieja barbería en una esquina de East Arlington, que pronto sería desplazada por un moderno establecimiento perteneciente a una cadena de alimentación. Unos ancianos se han reunido fuera de las horas de trabajo para tocar música, con el único público que formamos el gato y nosotros, afortunados peatones que miramos a través del escaparate la trastienda iluminada. No cabe duda sobre la autenticidad del lugar. Cada centímetro de la obra, desde las portadas de revistas y los cómics en el estante junto a la ventana hasta el cartel de la Segunda Guerra Mundial y la cesta de pescador en una estantería se ha estudiado a la perfección.
El resultado es una especie de “realismo mágico”. Al contemplar una escena como ésta el ojo enfoca de manera selectiva, escogiendo un objeto tras otro y haciendo que el resto parezca borroso. Pero en la barbería de Rockwell no acontecen tales limitaciones. Todo está presente al mismo nivel de intensidad y al mismo tiempo. Este efecto reala el poder visual físico del espectador y lo hace omnisciente.
Pese a las tribulaciones, a principios de la década de los cincuenta dos luces brillaron en la oscuridad. La primera fue una portada para el Post considerada por los críticos modernos como su obra maestra: La barbería de Shuffleton. El escenario es una vieja barbería en una esquina de East Arlington, que pronto sería desplazada por un moderno establecimiento perteneciente a una cadena de alimentación. Unos ancianos se han reunido fuera de las horas de trabajo para tocar música, con el único público que formamos el gato y nosotros, afortunados peatones que miramos a través del escaparate la trastienda iluminada. No cabe duda sobre la autenticidad del lugar. Cada centímetro de la obra, desde las portadas de revistas y los cómics en el estante junto a la ventana hasta el cartel de la Segunda Guerra Mundial y la cesta de pescador en una estantería se ha estudiado a la perfección.
El resultado es una especie de “realismo mágico”. Al contemplar una escena como ésta el ojo enfoca de manera selectiva, escogiendo un objeto tras otro y haciendo que el resto parezca borroso. Pero en la barbería de Rockwell no acontecen tales limitaciones. Todo está presente al mismo nivel de intensidad y al mismo tiempo. Este efecto reala el poder visual físico del espectador y lo hace omnisciente.
1 comentario:
Gracias Fede, esta imagen me trae recuerdos... en cualquier pequeño pueblo de los Estados Unidos siempre, siempre, hay una barbería antigua con miles de cachivaches. La primera vez que entré en una fue para el primer corte de pelo de mi hijo. Un abrazo.
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