A pesar de haber estado varias veces en Perú no puedo alardear de haber visitado el Machu Pichu. Me hubiera gustado pernoctar en Cuzco, combatir el mal de alturas mascando hojas de coca y volver rico de experiencias y pavoneándome de las fotografías.
Mis viajes a Perú han tenido como único destino la capital, Lima, esa ciudad tan colonial y tan dispersa, tan rica en palacios y monumentos y que a pesar de subrayar tan descaradamente las clases sociales y separar en barrios ricos y pobres a sus habitantes no puede impedir que el olor nauseabundo a guano y miseria invada por igual cualquier rincón de la capital.
Desde luego, de lo que no me puedo quejar es de falta de sobresaltos y de adrenalina cabalgando desbocada por mis venas. En mi primer viaje llegué a Lima a pesar de las advertencias de mis Jefes que me aconsejaban interrumpir un viaje que me había hecho recorrer todo Centro América, Colombia y Venezuela. Las noticias que llegaban a España sobre los atentados de Sendero Luminoso eran alarmantes. Se comentó incluso que la tripulación de Iberia, el día anterior había tenido que quedarse a dormir en el propio avión por la falta de seguridad en la capital. Sin embargo, mi llegada a Lima se produjo con toda normalidad excepto porque sólo pude obtener un taxi cochambroso para acercarme al hotel. Mi falta de experiencia hizo que en aquella ocasión pidiera al taxista que me extendiera un recibo por la carrera. El pobre hombre, tras advertirme que no sabía escribir, se ofreció a manchar su dedo con bolígrafo para dejar su huella en el recibo que yo le escribiera. Ni que decir tiene que la lección caló hondo y nunca más en mi vida profesional he vuelto a pedir un recibo antes de cerciorarme que mi petición no pudiera humillar al taxista.
El resto del viaje se desarrolló sin incidentes y con un relativo éxito en las gestiones. El último día de mi estancia cené solo en un restaurante cercano al hotel y para mi sorpresa constaté que era el único comensal a parte de un matrimonio que por el acento, y manera de vestir parecía español. Su conversación fue subiendo de tono y de vehemencia y al poco tiempo ya no pudo evitar asistir a una de esas peleas conyugales a propósito de la educación de los hijos, que dejan a los vecinos sumidos en una profunda vergüenza ajena y con ganas de desaparecer de la escena tan silenciosamente como las volutas de humo de los cigarrillos.
A la mañana siguiente, cuál no sería mi sorpresa al constatar que mis vecinos de restaurante la noche anterior no eran otros que el jefe de Cabina y una de las Azafatas en la Clase de negociasen la que viajaba. La pobre mujer me reconoció y creo que muy a pesar mío la hice pasar un penoso viaje. Me hubiera gustado tranquilizarla. Todos, alguna vez, hemos dado la nota, pero en estos viajes largos es difícil para las azafatas esquivar la presencia de los pasajeros. y gustoso hubiera cambiado de cabina para no contribuir a su bochorno.
Un año más tarde regresé a Lima acompañado esta vez por uno de los Directores de mi empresa. Creo que su presencia se debió más a la curiosidad que todos sentimos por conocer nuevos países que a una verdadera necesidad. Lo que mi jefe no podía imaginar es que iba a tener uno de los peores viajes de su vida.
Llegamos a Lima en vuelo directo desde España con escala en Santo Domingo. Todo fue perfectamente hasta el día antes de nuestro regreso vía Bogotá. Esa noche, deambulamos por el centro histórico y visitamos la famosa Plaza de Armas y algunos palacios limeños de la época colonial. Sin embargo, al atardecer volvimos para atrincheramos en nuestro hotel en San Isidro, uno de los barrios ricos y “seguros” de la capital. Al llegar al hotel vimos que la gente se agrupaba frente al televisor. Nuevamente la guerrilla había dado un golpe de efecto poniendo una bomba en el hotel Sheraton donde minutos antes habíamos estado tomando unas cervezas.
Nos miramos, bendecimos la suerte, y nos fuimos a acostar rumiando cada uno nuestros propios pensamientos. A la mañana siguiente, nos sorprendió que el Gerente de la empresa amiga que venía a recogernos para llevarnos al aeropuerto, viniera acompañado de otra persona que nos presentó como el abogado de su compañía. Ante nuestra sorpresa nos señaló que contar con el abogado sería útil en caso que nos detuvieran por el camino. Como era de esperar, no ocurrió nada de lo temido y llegamos al aeropuerto con toda normalidad. Sin embargo, al acercarnos al mostrador de Iberia nos abordaron dos forzudos policías con los primeros botones de la camisa desabrochados y armados hasta los dientes. Sin mediar palabra nos introdujeron en una habitación y sin más preámbulos o explicaciones sometieron nuestro equipaje y nuestras personas a un chequeo tan minucioso y tan absurdo que en otras circunstancias hubiéramos atribuido a una parodia. Aún hoy guardo el estuche de unas gafas Rayban cuyo forro fue totalmente despegado por uno de los policías. Traté de bromear para distender el ambiente y sobre todo aplacar la tensión creciente que veía en mi compañero. No tuve éxito. Mientras los policías hurgaban en nuestras ropas empezaron a comentar entre ellos la amenaza de bomba que se había recibido y que decían podía estar en el avión de Ibería. Pensé que en ese caso, el estuche de mis gafas no era el mejor escondite para una bomba, particularmente si dicho estuche debía viajar en mi equipaje de mano, pero el horno no estaba para bollos y preferí guardar silencio.
Lo que acabó de sacarnos de quicio, fue el comentario de uno de los policías que decía al otro, que de estallar la bomba, ojalá fuera a poca altura para no perderse detalle…Hubo suerte y el curioso policía se quedó sin vernos saltar literalmente por los aires. Con cierto retraso el avión despegó y, aliviados, fuimos dejando atrás una estancia limeña cargada de sobresaltos. El vuelo a Bogotá debía durar aproximadamente tres horas pero pasado ese tiempo aún estábamos en el aire y el avión empezó a girar y girar en redondo sin decidirse a tomar tierra. No hubo explicaciones por parte del piloto y mi compañero empezó a ponerse lívido por momentos. Quizá la bomba estaba en el avión y el comandante no se atrevía a tomar tierra… Quizá estaba tratando de agotar el combustible… Me imagino todas las suposiciones que se haría porque no volvió a decir palabra el resto del viaje. Finalmente el avión tomó tierra en Bogotá y nuestros clientes, que nos estaban esperando, nos aclararon que había descargado una terrible tormenta sobre la sabana de Bogotá y el avión había sido retrasado en espera de que la tormenta amainase antes de tomar tierra. Todo perfectamente lógico y normal, pero la explicación llegó demasiado tarde. Mi pobre jefe llegó al hotel tan enfermo que no pudo abandonar su cuarto en los dos días que duró nuestra estancia en Bogotá.
No me extrañó que cancelara el resto del viaje y tuviera que seguir solo hacia Caracas y Panamá. Lamenté que su viaje no hubiera sido todo lo agradable que había previsto pero como no hay mal que por bien no venga, no pude dejar de sentir una secreta alegría por lo sucedido, poco después cuando me anunció una subida de sueldo del treinta y cinco por ciento.
Mis viajes a Perú han tenido como único destino la capital, Lima, esa ciudad tan colonial y tan dispersa, tan rica en palacios y monumentos y que a pesar de subrayar tan descaradamente las clases sociales y separar en barrios ricos y pobres a sus habitantes no puede impedir que el olor nauseabundo a guano y miseria invada por igual cualquier rincón de la capital.
Desde luego, de lo que no me puedo quejar es de falta de sobresaltos y de adrenalina cabalgando desbocada por mis venas. En mi primer viaje llegué a Lima a pesar de las advertencias de mis Jefes que me aconsejaban interrumpir un viaje que me había hecho recorrer todo Centro América, Colombia y Venezuela. Las noticias que llegaban a España sobre los atentados de Sendero Luminoso eran alarmantes. Se comentó incluso que la tripulación de Iberia, el día anterior había tenido que quedarse a dormir en el propio avión por la falta de seguridad en la capital. Sin embargo, mi llegada a Lima se produjo con toda normalidad excepto porque sólo pude obtener un taxi cochambroso para acercarme al hotel. Mi falta de experiencia hizo que en aquella ocasión pidiera al taxista que me extendiera un recibo por la carrera. El pobre hombre, tras advertirme que no sabía escribir, se ofreció a manchar su dedo con bolígrafo para dejar su huella en el recibo que yo le escribiera. Ni que decir tiene que la lección caló hondo y nunca más en mi vida profesional he vuelto a pedir un recibo antes de cerciorarme que mi petición no pudiera humillar al taxista.
El resto del viaje se desarrolló sin incidentes y con un relativo éxito en las gestiones. El último día de mi estancia cené solo en un restaurante cercano al hotel y para mi sorpresa constaté que era el único comensal a parte de un matrimonio que por el acento, y manera de vestir parecía español. Su conversación fue subiendo de tono y de vehemencia y al poco tiempo ya no pudo evitar asistir a una de esas peleas conyugales a propósito de la educación de los hijos, que dejan a los vecinos sumidos en una profunda vergüenza ajena y con ganas de desaparecer de la escena tan silenciosamente como las volutas de humo de los cigarrillos.
A la mañana siguiente, cuál no sería mi sorpresa al constatar que mis vecinos de restaurante la noche anterior no eran otros que el jefe de Cabina y una de las Azafatas en la Clase de negociasen la que viajaba. La pobre mujer me reconoció y creo que muy a pesar mío la hice pasar un penoso viaje. Me hubiera gustado tranquilizarla. Todos, alguna vez, hemos dado la nota, pero en estos viajes largos es difícil para las azafatas esquivar la presencia de los pasajeros. y gustoso hubiera cambiado de cabina para no contribuir a su bochorno.
Un año más tarde regresé a Lima acompañado esta vez por uno de los Directores de mi empresa. Creo que su presencia se debió más a la curiosidad que todos sentimos por conocer nuevos países que a una verdadera necesidad. Lo que mi jefe no podía imaginar es que iba a tener uno de los peores viajes de su vida.
Llegamos a Lima en vuelo directo desde España con escala en Santo Domingo. Todo fue perfectamente hasta el día antes de nuestro regreso vía Bogotá. Esa noche, deambulamos por el centro histórico y visitamos la famosa Plaza de Armas y algunos palacios limeños de la época colonial. Sin embargo, al atardecer volvimos para atrincheramos en nuestro hotel en San Isidro, uno de los barrios ricos y “seguros” de la capital. Al llegar al hotel vimos que la gente se agrupaba frente al televisor. Nuevamente la guerrilla había dado un golpe de efecto poniendo una bomba en el hotel Sheraton donde minutos antes habíamos estado tomando unas cervezas.
Nos miramos, bendecimos la suerte, y nos fuimos a acostar rumiando cada uno nuestros propios pensamientos. A la mañana siguiente, nos sorprendió que el Gerente de la empresa amiga que venía a recogernos para llevarnos al aeropuerto, viniera acompañado de otra persona que nos presentó como el abogado de su compañía. Ante nuestra sorpresa nos señaló que contar con el abogado sería útil en caso que nos detuvieran por el camino. Como era de esperar, no ocurrió nada de lo temido y llegamos al aeropuerto con toda normalidad. Sin embargo, al acercarnos al mostrador de Iberia nos abordaron dos forzudos policías con los primeros botones de la camisa desabrochados y armados hasta los dientes. Sin mediar palabra nos introdujeron en una habitación y sin más preámbulos o explicaciones sometieron nuestro equipaje y nuestras personas a un chequeo tan minucioso y tan absurdo que en otras circunstancias hubiéramos atribuido a una parodia. Aún hoy guardo el estuche de unas gafas Rayban cuyo forro fue totalmente despegado por uno de los policías. Traté de bromear para distender el ambiente y sobre todo aplacar la tensión creciente que veía en mi compañero. No tuve éxito. Mientras los policías hurgaban en nuestras ropas empezaron a comentar entre ellos la amenaza de bomba que se había recibido y que decían podía estar en el avión de Ibería. Pensé que en ese caso, el estuche de mis gafas no era el mejor escondite para una bomba, particularmente si dicho estuche debía viajar en mi equipaje de mano, pero el horno no estaba para bollos y preferí guardar silencio.
Lo que acabó de sacarnos de quicio, fue el comentario de uno de los policías que decía al otro, que de estallar la bomba, ojalá fuera a poca altura para no perderse detalle…Hubo suerte y el curioso policía se quedó sin vernos saltar literalmente por los aires. Con cierto retraso el avión despegó y, aliviados, fuimos dejando atrás una estancia limeña cargada de sobresaltos. El vuelo a Bogotá debía durar aproximadamente tres horas pero pasado ese tiempo aún estábamos en el aire y el avión empezó a girar y girar en redondo sin decidirse a tomar tierra. No hubo explicaciones por parte del piloto y mi compañero empezó a ponerse lívido por momentos. Quizá la bomba estaba en el avión y el comandante no se atrevía a tomar tierra… Quizá estaba tratando de agotar el combustible… Me imagino todas las suposiciones que se haría porque no volvió a decir palabra el resto del viaje. Finalmente el avión tomó tierra en Bogotá y nuestros clientes, que nos estaban esperando, nos aclararon que había descargado una terrible tormenta sobre la sabana de Bogotá y el avión había sido retrasado en espera de que la tormenta amainase antes de tomar tierra. Todo perfectamente lógico y normal, pero la explicación llegó demasiado tarde. Mi pobre jefe llegó al hotel tan enfermo que no pudo abandonar su cuarto en los dos días que duró nuestra estancia en Bogotá.
No me extrañó que cancelara el resto del viaje y tuviera que seguir solo hacia Caracas y Panamá. Lamenté que su viaje no hubiera sido todo lo agradable que había previsto pero como no hay mal que por bien no venga, no pude dejar de sentir una secreta alegría por lo sucedido, poco después cuando me anunció una subida de sueldo del treinta y cinco por ciento.
3 comentarios:
Menos mal que se dió cuenta de los peligros que corrías cuando visitabas esos países.¡Qué bien lo cuentas! Para que luego digan que la realidad no puede superar la ficción.
Un abrazo.
Un interesante relato, no todo es como imaginamos cuando algún amigo nos cuenta que viaja mucho a causa de su trabajo. Sigo teniendo una especie de envidia sana por la oportunidad que has tenido de conocer tantos países y tan diferentes culturas y supongo que tú te alegras de haber tenido esa oportunidad de hacerlo, a pesar de los pesares.
Estuvo muy bien que te subiera el sueldo, no todo el mundo es capaz de mantener el tipo de esa manera, a la vista estuvo :)
Un abrazo
Es una lástima que viajar a países tan bellos pueda ser a veces tan peligroso. Veo que has recorrido medio mundo en tus andanzas. Gracias por compartirlo con nosotros. Dentro de lo que cabe, tuviste mucha suerte en ese viaje.
Un saludo
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