Tanason
(curioso nombre que en tailandés sólo tiene consonantes) tiene
siete años. Sus padres viven en
Birmania pero él se ha venido a Tailandia con sus abuelos
que se han instalado hace poco
tiempo en una cabaña de paja y bambú
al borde de un bosque cercano al colegio. Como los abuelos no hablan ni una palabra de tailandés,
a los siete años el chiquillo se
ha convertido en el traductor oficial de
la familia. Por eso quizá es uno de los
niños que más empeño pone en el colegio a la hora de estudiar
sus lecciones y aprender el
alfabeto tailandés. Este es su segundo año de Anuban (Preescolar).
Todavía confunde los dos idiomas pero
con un poco de suerte el próximo año estará listo para empezar los
estudios regulares en Primaria.
Ayer sin embargo
Tanason llegó al colegio acompañado de su abuelo. A pesar de sus siete años parecía él quien traía al abuelo, un hombre de unos sesenta años, que aparenta al menos ochenta y que descalzo, desnudo de cintura para arriba, ciñendo un sencillo sarong, se mueve despacio y con dificultad. Parece un
santón de los que vemos en algunas fotografías típicas de la India.
Nos
extrañó la visita, pero pronto entendimos el alcance de la tragedia. A través de una de las profesoras que hablan el idioma Karen supimos
que la noche anterior, Tanason le pidió al abuelo que le encendiera una
vela para poder hacer
los deberes que le había mandado su profesora. El abuelo sólo tenía un pequeño cabo de vela,
pero pensó que sería suficiente, lo
encendió y dejó al niño sólo en la
cabaña mientras él iba a hablar con un
amigo y de paso quizá comentar las noticias de su país. Mientras
Tanason se aplicaba a la
tarea, la vela se consumió por
completo y lo que ahora iluminaba el cuaderno del niño no era otra
cosa que el trozo de bambú sobre el que
el abuelo había depositado la vela. Pronto
las llamas prendieron las paredes y el tejado de paja trenzada; el niño se asustó, salió de la cabaña corriendo en busca del
abuelo. Pero cuando llegaron ya era
tarde, las llamas
tomaron fuerza y la
cabaña entera ardió como una tea. El techo de paja, las paredes de bambú, y las pocas pertenencias y ropa de la familia, eran
ya cenizas. .
El
abuelo venía al colegio a contarnos lo
ocurrido y de paso explicar por qué el
niño no iba a poder traer la tarea... Quedamos
sobrecogidos. Tanto, que en el acto
dimos al abuelo el dinero que llevábamos encima
y después de izar la bandera y
hacer la oración de la mañana, se
contó a los niños
lo ocurrido y por primera vez en la historia del colegio se les
propuso para el lunes,
una colecta
para ayudar a la familia a reconstruir
su vivienda, y hacerles sentir a
ellos el sentido verdadero de la solidaridad.
Hoy
me he acercado a ver lo que quedó de la casucha y a llevarles un par de mantas,
una mosquitera y algo de comida. Ver con
que serenidad estas personas aceptan estas desgracias en sus vidas me
conmueve. ¡Con qué poco se conforman! Sobrevivir es el único anhelo cotidiano. Sus deseos no pueden ir más allá. Viven el
día a día pero confían en que si su
nieto estudia, quizá algún día pueda
vivir mejor que ellos.
Por
mi parte, me doy cuenta de lo alejados
que a veces nos encontramos de la vida real de los
alumnos. Lo que de verdad me atrae de
este proyecto es precisamente que no es un proyecto de escolarización, sino que tratamos de vivir la realidad de
todos y cada uno de los alumnos que vienen a nosotros: su origen, su idioma, la situación familiar, con quién
viven, el tipo de vivienda en la que viven , sus comidas…
Muchos de estos muchachos no tienen luz
eléctrica en casa, tampoco tienen una
mesa donde escribir, y el suelo en el
que se tumban para hacer la tarea está hecho de cañas y por
lo tanto es ondulado. Se levantan muy
temprano porque amanece a las seis de la mañana, pero a las siete de la tarde
es de noche. Viven al ritmo solar, para ellos venir a la escuela
es no solo aprender a hablar sino a
saber lo que es un grifo con agua corriente, descubrir un aseo, contemplar el milagro de la luz
eléctrica, las maravillas de la
televisión. Un mundo tan fantástico como
el que los niños en la capital
visualizan cuando se sientan
frente a la tele para ver un programa de fantasía.
Cada
vez que una de esas niñas o niños se
acercan a mí por la mañana oliendo a
humo y a ropa mojada, cada vez que me miran con ojos brillantes como ascuas y
me sonríen sé lo mucho que les debo por lo que me enseñan, por lo que me hacen vivir y ver.
1 comentario:
Sobrecogida...así me siento, no sólo por el incidente en sí que ya tiene su dolor...si no por la forma en que se enfrentan a las dificultades. Que ese abuelo vaya a justificar el que su nieto no lleve la tarea hecha...dando prioridad a eso...es para que se nos caiga la cara de vergüenza cuando en nuestra sociedad no hacemos más que lamentarnos...¡¡ Gracias, Federico, una lección más que nos has enseñado...!!
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